Tareas no hechas

Publicado el tareasnohechas

Como lo diría otro

En las aceras de Buenos Aires, a todas horas, en todas las esquinas, te pasan papelitos con fotos de mujeres desnudas. Hojitas rectangulares en las que aparece un número de teléfono, el nombre del local: “El templo del placer” “La casa del pecado” y el nombre de la chica con alguna mención a sus atributos o condición actual: “Camila, hoy es mi primer día” “Michelle, todo esto es para vos”. No sólo te los entregan en las manos (siempre y cuando no camines acompañado de una mujer) sino que los acomodan en hileras sobre paredes, puertas o cualquier superficie del espacio público que tenga una ranura donde quepa la punta de una hoja. Todos los teléfonos públicos de la ciudad permanecen orlados con coronas de papelitos aprisionados en los entresijos de los mecanismos. Y en la noche, cuando los almacenes de las calles comerciales terminan su labor, Buenos Aires se convierte en una ciudad de persianas metálicas cerradas, entre cuyas grietas florecen manojos de hojitas lujuriosas. Allí están para que curiosos, desesperados o especialistas las recojan y acudan.

Una medianoche de finales del otoño, al lado de un teléfono público de la Avenida de Mayo, vi a un viejo de pelo blanco, apoyado en un bastón tallado, con un saco costoso, usado y antiguo, arrancando y tirando al suelo, uno a uno, los papelitos de las chicas desnudas que formaban la diadema carnavalesca del teléfono. Cuando limpió por completo de mujeres el aparato, arqueó imperceptiblemente las comisuras de los labios y continuó por la Avenida deteniéndose en todas las casetas para deshojar teléfono por teléfono, dejando a su paso una estela de calles tapizadas de hojas blancas con ninfas ninfómanas, como el otoño enfermo de la ciudad esquizofrénica.

¿Quién era ese viejo? ¿Un antiguo censor de la dictadura aferrado a una moral histérica e imposible? ¿Un hombre traicionado? ¿Un tipo al que su mujer dejó para dedicarse a la vida libertaria? ¿El católico padre de una hija perdida? No sé pero la imagen se me quedó. No he podido hacer nada con ella porque no logro encontrar la cuerda precisa que esa imagen toca por allá adentro mío, la cuerda donde se esconde su sentido y la historia que le corresponde. Mientras encuentro o no esa cuerda, es posible que el hombre se quede eternamente parado junto al teléfono. Pero él parece sospechar el destino congelado de los personajes inconclusos y me acosa para que lo ponga en palabras. Tal vez haya una manera de empezar a escribirlo sin escribirlo del todo. Quizás escribiendo esa imagen que vi, pero sin escribirla yo. A la manera de otro, para quitarme el peso de forzarme a decir una historia que no existe y de un manera que todavía no descubro. ¿Cómo vería, por ejemplo, García Márquez esa imagen en un pasón rápido?

“Las hojas de este otoño languidecían sobre la superficie del teléfono público, expectantes, rígidas, organizadas en un orden más relacionado con el precario entendimiento del hombre que con los designios providenciales de la naturaleza. Junto a la caseta movía las manos un viejo de pelo blanco, zapatos de charol, pantalón almidonado con la raya impecable y un saco viejo y elegante que evocaba caserones aristocráticos con apellidos sajones y figuras heráldicas que se remontaban hasta mucho más allá del desembarco de los abuelos ingleses en el Río de la plata , y se perdían en los tiempos remotos de las batallas gloriosas del duque de Marlborough. Movía sus manos con el ritmo melancólico del otoño original, arrancando de la caja telefónica, con parsimonia y minuciosidad, las hojitas impresas en las que aparecían imágenes borrosas pero evidentes de cuerpos femeninos en posiciones inverosímiles, oficiando rituales de sublime degradación, de vulgaridad espiritual y burda sofisticación, que convertían la acción de arrancarlas en un acto sagrado ejercido al revés.

La mano del hombre tomaba cada hoja, la envolvía en un surullo rápido y crepitante y la arrojaba al pie del teléfono, Como copos de una nieve ardiente se iban amontonando en la acera los testimonios fotocopiados , comprimidos y arrugados de las paraguayas de vientre ávido, las chinas de amores mudos, las brasileñas de éxtasis escandalosos, las argentinas que se dan muriéndose, las bolivianas que someten con la sumisión, las colombianas que se salen de sí mismas, las japonesas que gritan sin abrir la boca, como en una Babilonia fundada sobre las promesas del sudor y el ahogo, en la que se hablara el único lenguaje universal y comprensible para el frenético desafuero de los machos que arrastran su ciego, triste e insaciable deseo por este pobre mundo desde que el mundo es mundo».

Pero García Márquez se desvía y no me ayuda demasiado a encontrar la cuerda. El hombre de pelo blanco seguirá ahí parado, arrancando papelitos, hasta no sé cuando.

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