Tareas no hechas

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Argentina vs México: El partido visto por alguien que no lo vio

A las 3 y 50 de la tarde del pasado domingo 27 de junio cuando salí de mi casa en la calle Rivadavia de la ciudad de Buenos Aires, tuve la abrupta impresión de que la raza humana había desaparecido del planeta. No había un alma en el mundo cuando abrí la puerta. Caminé asombrado, mirando la fría magnificencia de los edificios y las calles desoladas, mientras pensaba en los últimos vestigios de una especie culta y sofisticada que no hubiera sabido conservar la vida. De un momento a otro estaba en una metrópoli fantasma. Esa impresión de sobreviviente a la hecatombe fue reemplazada por la de habitante de la Dimensión Desconocida cuando vi cruzar a toda carrera, como si lo persiguieran para matarlo, la figura flaca y desgarbada de un arlequín. Llevaba una corneta en la mano y las cuatro puntas del gorro azul y blanco tintineaban entrechocando al ritmo de sus zancadas, en medio de la calle íngrima.

Me quedé lelo viéndolo empequeñecerse al fondo de la ciudad sin vida, hasta que un sonido sobrehumano retumbó en el Universo. Era un estruendo sordo, como el rugido de un animal gigante al que le hubieran tapado la boca con una almohada monumental. La calle permaneció vacía, pero aguzando el oído descubrí que el rugido era la suma de miles de pequeños estertores que salían de todos los edificios, de todos los almacenes, de todas las casas, de todos los cafés, de todo Buenos Aires, de todo el país, y que se juntaban en la avenida formando un único bronco rumor que hacía temblar el aire: El partido Argentina-México había comenzado hacía 26 minutos, el arlequín iba retrasado a verlo quién sabe dónde y Argentina acababa de meter un gol.

Caminé hasta el subte, a la altura del Congreso de la República, donde generalmente no es necesario hacer esfuerzo para tomar el tren porque basta que te pares en la entrada de la estación y esperes que la muchedumbre te baje las escalas, te arrastre hasta la taquilla, te pase la registradora y te embuta en un vagón donde viajas sintiendo codos, puntas de paraguas y ángulos agudos de maletines clavados en tu cintura y pulmones, hasta que en la estación de destino mueves un poco el cuerpo en dirección a la puerta para que te saquen del vagón, te suban las escalas y te lleven hasta la calle. En esta ocasión tuve que bajar las escalas yo sólo y llegar a la taquilla por mis propios medios. Ni un codo, ni un paraguas, ni un maletín. No había nadie. Me recibió un taquillero aburrido, joven y prematuramente calvo al que le sentí la alegría de ver a un ser humano. Pasé a la plataforma, generalmente atiborrada de ciudadanos afanados y de brillantes músicos callejeros. No había música, ni ruido, ni alegatos. Al otro lado de la plataforma una mujer de lúgubre traje invernal esperaba el tren en dirección inversa. Nos miramos. Era claro que algo profundo nos unía y si mi tren no hubiera llegado en ese instante estoy seguro que ahora estaría contando la historia del amor entre los dos últimos seres vivos en la ciudad de las últimas cosas.

En el vagón, generalmente repleto hasta la asfixia, había ocho personas. Los nueve hubiéramos podido viajar cómodamente acostados en las bancas, conversando sobre temas varios y estirando de vez en cuando brazos y piernas para desperezarnos. Me bajé en la estación Perú y al salir a la Avenida de Mayo volví a encontrarme con la ciudad deshabitada y con la sospecha del fin de un mundo en el que sólo quedábamos un arlequín, un taquillero, una mujer lúgubre y ocho eternos viajantes en un vagón abandonado y yo. Giré, sin pensar para donde iba, por Florida (“Si paso por Florida te recuerdo, si paso por Lavalle me es igual” decía Julio Jaramillo), la célebre, congestionada, comercial y turística calle del centro de la ciudad.  Yo que digo detestar el torpe adocenamientos de los grupos, sentí una alegría inefable cuando vi el primer manojo de personas reunidas alrededor de un televisor conectado con cables chuecos por un vendedor ambulante en mitad del pasaje. Y a medida que fui bajando por la calle Florida, desierta si se la compara con el acostumbrado ajetreo de un día normal, empecé a ver más grupos alrededor de aparatos callejeros. Recordé que en esa misma calle había visto en días pasados, después del partido Argentina-Grecia,  a otro arlequín corriendo. Pero en esa ocasión cruzó atropellando transeúntes detrás de un tipo que le había robado la billetera. Me detuve en el almacén Lady Story, al lado de un mastodonte de rostro amable cubierto con un chaleco de Seguridad Privada, que pegaba la nariz al vidrio tratando de ver entre botas de mujer, zapatos de cuero y bolsos refinados dispuestos en la vitrina, hacia una pequeña pantalla de televisor ubicada al fondo del negocio. Me cansé de no ver nada y antes de seguir mi trayecto oí la cordial voz del mastodonte:

–          Si querés verlo bien andá a la Plaza San Martín, que allá está toda la gente.

“Toda la gente”, pensé y algo en mí se emocionó. Bastaba seguir derecho hasta el final de Florida para llegar directo a la Plaza. Pasé por el almacén: “Para papá” que tenía en la puerta un letrero escrito a mano: “Abrimos a las 17:30 hs, después del partido”. A medida que avanzaba, los grupos se hacían más constantes  y la sabia e inane soledad de la ciudad se transformaba en un picante, enajenado y humano resurgimiento de las masas. Más adelante me encontré con un negocio iconoclasta ocupado por mujeres indiferentes al momento histórico, que recorrían las estanterías seleccionando ropa con la avidez del que tiene pocos segundos para sacar joyas de un tesoro. En la puerta había un cartel: “Markona es mundial: durante las dos horas del partido de Argentina vení a Markona y obtené un 30% de ahorro y 6 cuotas sin interés”.

Adelante, cruzando la Avenida Córdoba, la vida volvió definitivamente a la multitudinaria normalidad. Supe que había terminado el primer tiempo porque de un momento a otro las puertas de entrada de casi todos los negocios se empezaron a poblar de empleados y empleadas que salían a fumar. Antes de llegar a la Plaza crucé frente a un Mc Donalds repleto de sacos oscuros y banderas celestes. Allí adentro había un ambiente cálido y solidario en el que, estoy seguro, se habían vendido muy pocas hamburguesas.

El parque San Martín tiene una extensión de por los menos dos manzanas. A uno de sus lados está la estatua del prócer y en el extremo opuesto hay un terreno en declive del tamaño de dos canchas de fútbol. Ese declive servía como tribuna para una pantalla super gigante con una nitidez casi real. Seguí hacia la tribuna en medio de niños con caras pintadas, ancianas que voleaban banderas, adolescentes escandalosos y ejecutivos porteños con sacos costosos encima de camisetas de futbolista. Una pareja caminaba tomada de la mano, cada uno con un celular en la mano libre, hablando con otra persona que no era su acompañante, acerca de los pormenores técnicos y las jugadas del partido. Llegué a la tribuna-plaza y por fin me encontré con el gentío que buscaba. ¿Cinco mil? ¿Diez  mil? ¿Quince mil personas? No sé, desde que estoy en Buenos Aires he pensado varias veces en la necesidad de un medidor de multitudes a ojímetro. En todo caso mucha, mucha gente, toda contenta. Una multitud compacta en la que sin embargo no se sentía la opresión. Observé a toda esas personas que preferían permanecer de pie durante dos o más horas, viendo con incomodidad un partido que podrían disfrutar en el mullido sofá de su casa y confirmé que ver un partido no es tan importante como verlo verlo con otros.

Luego de andar un rato por fin encontré un lugar donde más o menos podía ver la pantalla completa, al lado de un árbol de cuyas ramas colgaban gajos de muchachos. Llegaron tres policías e hicieron bajar a los jóvenes del árbol. Los muchachos se bajan, los policías se retiran y los muchachos se vuelven a trepar. Empieza el segundo tiempo.  La gente grita, toca tambores, sopla trompetas. Una cámara de televisión apoltronada en el brazo largo de una grúa recorre el aire enfocando el público. En la pantalla los pormenores del partido se mezclan con las imágenes de la gente en la gran tribuna del Parque San Martín, dejando esa sensación incontrovertible y mentirosa que logra la televisión haciendo aparecer dos cosas distantes como si ocurrieran en el mismo lugar. Pero en este caso la gente de la Plaza San Martín sí estaba en Sudáfrica. Entre el público puedo ver varios arlequines, un King Kong de corbata y turbante azul, rostros caucásicos, indígenas, trigueños, sajones, latinos, italianos, todos contentos arrebolando la bandera argentina. Los policías regresan y hacen bajar a los muchachos del árbol, los muchachos se bajan, los policías se retiran y los muchachos se vuelven a trepar. El partido va dos a cero ganando Argentina, pero el equipo juega como si estuviera tratando de empatar en la final. A mi lado un joven con sombrero de tomador de té en “Alicia en el país de las maravillas” ondea una especie de sudario con el rostro de Maradona. En la otra mano tiene un muñequito de Diego envuelto en una camándula. Le pregunto si es más hincha de Maradona que de Argentina y me contesta poniéndome el muñequito frente a la boca.

–          Dale un beso a la mano de Dios, que le hizo el gol a los ingleses.

Doy el beso y en ese momento parece que Dios hace su milagro: Tévez lanza un zapatazo que se mete en todo el ángulo de la arquería mexicana y siento en carne propia el origen del remezón que había escuchado al comienzo de la tarde cerca a la estación Congreso. Alguien me pone la mano en el hombro, no sé quien es pero nos abrazamos y sigo abrazando a diestra y siniestra, sin saber a quién con todas las ganas, como cuando en misa decía el cura daos todos el saludo de la paz.

Como todo en la vida el momento del gol pasa y el partido continúa. Los policías llegan y hacen bajar a los chicos del árbol, los chicos descienden obedientes, los policías se retiran y los chicos se vuelven a trepar en el momento preciso en que México mete un gol. Un gol tan importante como cualquier gol que se meta en un mundial de fútbol, un gol bonito, como los que ha metido Argentina, producto del esfuerzo y el tesón de un jugador y un equipo, un hecho fundamental que aquí pasa como si el árbitro hubiera pitado saque de banda. México sigue atacando y a pesar de que Argentina lleva buena ventaja hay un silencio tenso y rostros de angustia por todos lados. Hasta que en el último minuto Messi hace una jugada digna del hijo de Dios (porque Dios sólo hay uno) y lanza un impresionante tiro al arco. El arquero mexicano vuela y tapa el gol y el hincha que está delante de mí brinca y me mete la bandera en un ojo. Me toco para comprobar si todavía cuento con el glóbulo ocular, pero no hay tiempo para reclamos ni disculpas. Mientras me sigue doliendo el árbitro pita el final del partido y la voz multitudinaria y sincrónica del gentío empieza a repetir una frase seca, mientras algunos levantan al aire su mano derecha: “¡Ar-gentina! ¡Ar-gentina! ¡Ar-gentina!” Todo el mundo es una sola cosa en ese momento, pero esas manos levantadas, ese tono imperativo, esa sílaba “Ar” como una piedra al principio de la palabra, esos gestos pétreos que veo en algunas caras, me despiertan cierto miedo profundo y escondido que tengo no sé dónde. La gente cambia de coro y los chicos del árbol se bajan tal vez extrañando a los policías.

La gente se dispersa. Hay fiesta, serpentinas, tambores, risas, abrazos. Camino de vuelta, un poco agotado por tanta intensidad, buscando de nuevo las calles solitarias por donde no se desplazan los hinchas, hasta que tomo la Avenida Nueve de Julio. Pitos, carros, camiones repletos de gritos. Llego al Obelisco y entre la multitud, aparte del monolito puntudo, se erige una gran efigie de unos diez metros de altura: Es un tronco humano gigante, un poco rechoncho, sin cabeza ni manos, con el pecho inflado y la camiseta de la selección. En la espalda un gigantesco número diez y la palabra: “Maradona”.  La gente grita a coro: “Vení, vení cantá conmigo, que un amigo vas a encontrar, que de la mano de Maradona, toda la vuelta vamos a dar”. De súbito todo el mundo empieza a brincar. Pienso en la solidez de estas calles porque nada se resquebraja con el peso de miles de miles de cuerpos brincando sobre ellas. Y gritan: “Hay que saltar, hay que saltar, que el que no salta es alemán”. Cuando menos pienso estoy ahí, estaqueado, como el niño diferente en medio de un tumulto que brinca como si se fuera acabar el mundo. Dado que no tengo alientos para saltar y que tampoco soy alemán, me separo de la multitud y tomo la calle Corrientes que está cerrada al tránsito vehicular. Me desplazo entre los corrillos y los venteros ambulantes que ofrecen pitos, banderas y doradas copas mundiales de plástico. A medida que me aproximo a Callao la multitud se convierte en simple gentío y decido volver a casa. Ahora deseo un proceso inverso al del comienzo de la tarde. Una paulatina desaparición de las multitudes que dé paso otra vez a una ciudad fantasma en la que el subte esté abandonado y las calles silenciosas, y donde pueda sentarme en la soledad de un parque a añorar la existencia de una metrópoli llena de gente.

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