En Simbología del Espíritu el psiquiatra austriaco Carl Gustav Jung nos presenta a Satanás como la sombra de Dios. Antes que su enemigo, Satanás es el lado oscuro de Dios, quien lo tienta a hacer el mal. Esto es evidente, por ejemplo, en Job. En este libro Dios pone a prueba la fe de Job haciendo su vida imposible. Luego, al comprobar que esta es inquebrantable, Dios justifica su arbitrariedad culpando a Satanás por haberlo tentado. Como quien culpa al alcohol de su mal comportamiento.

En momentos en los que nos amamos demasiado, en los que nos dedicamos a construir altares para nosotros mismos, vale la pena abrazar nuestro Satanás. Es decir: reconocernos como humanos nos lleva a reconocernos como seres falibles. En El Señor Pip, de Lloyd Jones, uno de los personajes lo resume de la siguiente manera: “Conocemos al demonio porque nos conocemos a nosotros mismos ¿Y cómo conocemos a Dios? Conocemos a Dios porque nos conocemos a nosotros mismos?”.

El autoconocimiento es esencial para el crecimiento personal. Fundamentalmente porque el autoconocimiento nos permite abrazar nuestros errores. Esto es algo en lo que muchos han hecho énfasis. El anarquismo, por ejemplo, al no reconocer ni súbditos ni soberanos, plantea que es el individuo el que debe guiarse a sí mismo -su propio gurú, para usar un término del hinduismo, tan en boga hoy en día.

Uno de los grandes problemas de los libros de autoayuda es que plantean una serie de recetas que, en teoría, sirven a todos por igual. Pero he ahí el equívoco: que no somos iguales y que lo que sirve para uno no necesariamente sirve para el otro. La mejor forma de enfrentarse a esta maraña de recomendaciones es, de nuevo, mediante el autoconocimiento.

Porque al conocerse a uno mismo uno sabe lo que le funciona y lo que no y deja de copiar a otros -lo que lo lleva de manera inevitable al fracaso. Pero, de la misma forma, al verse a uno mismo como su maestro, puede convertirse, a su vez, en su propio juez.

No se trata, por supuesto, de hacer de uno mismo un juez autocomplaciente que aplauda todo lo que uno hace. Todo lo contrario: al escapar del escrutinio público para abrazar, en cambio, el juicio propio, huimos, a su vez, del comité de aplausos en el que se ha convertido la sociedad.

A nosotros no podemos mentirnos. Y, si lo intentáramos, sabríamos que nos estamos mintiendo. Porque uno puede mentirle a todo el mundo: a su pareja, a su familia, a todo el mundo. Pero si hay una verdad, esa es la verdad del cuerpo. El cuerpo, en su sabiduría, nos dice sin aspavientos lo que está bien y lo que está mal. El cuerpo no nos miente.

Es por ello que hoy en día es tan difícil estar solo: porque sabemos que no podemos mentirnos y somos incapaces de asumir la verdad. Lo que hacemos entonces es pagarle a otros -amigos, siquiatras, terapeutas, instructores de yoga- para que nos digan la verdad que no queremos escuchar.

Pero el autoconocimiento, aunque difícil, tiene muchos beneficios. Al conocernos y al escucharnos con juicio, renunciamos a la autocomplacencia. Y este, además, hace mucho más eficientes nuestras vidas ya que perdemos mucho menos tiempo en hacer cosas que sabemos que no queremos hacer y que hacemos por el hecho de agradar a otros.

Si queremos entender el autoconocimiento desde una visión científica, podemos hablar de la propiocepción: la capacidad de percibirnos a nosotros mismos. He ahí un ejercicio que les dejo: escuchar su corazón. No se trata, por supuesto, de un ejercicio espiritual -aunque pudiera serlo.

Se trata de un reto real que parte, a su vez, de un hecho comprobable: que, en el día a día, somos incapaces de escuchar los latidos de nuestro corazón. Solo lo hacemos cuando estos son demasiado evidentes. Por ejemplo: al correr por un largo tiempo.

Pero, en reposo, somos incapaces de escucharnos. Quizás valga la pena intentarlo. Este puede ser, en ese sentido, un primer paso hacia el autoconocimiento.

Luego podemos seguir con nuestra respiración -respirando de manera consciente- o con nuestros músculos -tensándolos y distendiéndolos a voluntad.

En el mundo hay mucho ruido. Yo, por ejemplo, escucho Vampire Weekend, una de mis bandas preferidas, mientras escribo esta entrada. Voy a parar la reproducción y a escucharme a mí mismo, sin importar qué tan difícil sea la conversación que entable conmigo mismo.

 

 

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