Vivimos en una constante minoría de edad en la que actuamos como niños y tratamos al resto como a niños. Con la particularidad de que en cada caso tomamos de la infancia los aspectos que más nos convienen . Es decir: al actuar como niños, tomamos rasgos como el egocentrismo y la falta de responsabilidades; mientras que, al tratar al resto como a niños, nos enfocamos en infantilizar al otro. Es decir, actuamos como niños, pero, al tratar al resto, creemos ser los adultos de la relación.

Vivimos en un mundo en el que todo el mundo cree tener derecho a que se satisfagan todos sus deseos, pero sin un compromiso a cambio. Es lo que Anthony Giddens, en La Tercera Vía, llama derechos sin responsabilidades. Hablamos de un mundo en el que, por ejemplo, luchamos por el derecho a la educación, pero no nos educamos. Todo porque hemos asumido que los derechos no vienen con sus respectivos deberes y que, por eso, nadie nos puede decir qué hacer. Somos tan enteramente libres que, de nuevo, hemos caído en un infantilismo en el que nadie nos puede pedir contención porque a quien lo haga lo tildaremos de fascista.

Algo de eso se vio durante la pandemia. Sociedades como la colombiana se rajaron a la hora de quedarse en casa. Todo porque cada cual se sintió con el derecho de hacer lo que le diera la gana; porque las reglas eran para todos, excepto para uno mismo. Algo similar vemos con el cambio climático. Todos abogan por cambios para hacerle frente a la emergencia climática, pero nadie quiere tomar medidas por sí mismo. Que lo haga el resto.

Esta actitud se ha visto alimentada por un egocentrismo exacerbado, tan propio de un mundo colonizado por las redes sociales. Cada cual cree que es el centro del universo, porque su algoritmo así se lo dice. Entonces vamos por el mundo creyendo que este nos pertenece a nosotros y a nadie más y que, de nuevo, las reglas son para el resto y no para mí.

El problema es que, al darnos cuenta de nuestro error, preferimos la respuesta infantil a la respuesta adulta. Es decir, cuando nos damos cuenta de que no somos el centro del universo, tomamos el camino del ostracismo: huimos a nuestras responsabilidades y bloqueamos a todo aquel que ose recordárnoslas. O, en concordancia con los tiempos actuales, nos inventamos nuestro propio ismo en el que solo quepamos nosotros y todo aquel que piense igual que nosotros.

La explosión de ismos del siglo XXI no es sino la materialización de esa pretensión tan divina de hacer el mundo a nuestra imagen y semejanza. Jugamos a ser dioses, pero tarde que temprano nos damos cuenta de que es imposible. Ahí es que viene la segunda parte de la ecuación y es nuestra tendencia a tratar al resto como a niños.

Lo primero es que les negamos su derecho a hablar. Este siglo XXI es el siglo de los monólogos, sea reales o virtuales. Solo nos escuchamos a nosotros mismos, porque a los otros los invalidamos; los cancelamos, para usar un verbo más de esta época.

Luego viene la satanización. Para quitarle la palabra al otro, tenemos que primero despojarlo de su humanidad: el otro es malo, es cruel, es ignorante. Y, por ello, no solo hacemos bien negándole la palabra sino que debemos, además, negarle otros espacios, rechazar su existencia.

El problema es que, sin el otro, nos quedamos solos. Y ahí viene el malestar. Porque, como seres gregarios, tememos más a nuestra propia soledad que al otro. No obstante, el siglo XXI ha encontrado su propia solución: la inteligencia artificial. Es decir: una voz que nos complazca nuestros caprichos y nos haga sentir, de nuevo, que somos el centro del universo. No estamos muy lejos de un mundo en el que todos tengan una pareja artificial que les evite las dificultades de una pareja real; como en Her, la película en la que Joaquin Phoenix encarna a un escritor que se enamora perdidamente de una inteligencia artificial.

La inteligencia artificial es nuestro camino a una interminable minoría de edad, como la que Aldous Huxley denunciaba en Un Mundo Feliz. Todo porque no somos capaces de aceptar que madurar es, como diría Nicolás Gómez Dávila, “admitir que el mundo no está obligado a colmar nuestros anhelos”.

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