Por Julio Roberto Arenas
Si yo fuera mi hijo Pablo, que es mi único hijo y tiene quince años, seguiría en esa paciente tarea de desatar poco a poco y sin violencia los tantos nudos con los que lo hemos atado desde su llegada al mundo; ejercitaría a diario los músculos de los párpados para sostener cada vez más firme la mirada cuando se atreva a ser crítico y a dar su opinión contraria, pero igual aumentaría la dosis de los enjuagues de miel para hacer cada vez más dulce la palabra. Seguiría aprendiendo el lenguaje de la guitarra hasta ser capaz de conversar de tú a tú con ella, me escondería dentro del piano para llenar mis oídos con sus campanadas y bailaría encima de la batería hasta sentir sincrónicos los sonidos de los tambores y de los platillos con los latidos de todos los corazones que deseasen acercarse al mío. Me animaría, por fin, a sumergirme en las infinitas palabras de los infinitos libros, me enamoraría sin cuidarme de los riesgos del amor y sin temor a las heridas, dándome entero, y resolvería no hablar a nadie sin antes escucharle, sin saber lo que dicen sus ojos, su piel y su boca, en ese orden. Me entregaría al delicado cuidado de la vida, tanto la que bulla adentro como la que me rodee; incluso escrutaría en el pálpito y en los sonidos de lo inerte. Buscaría la poesía en las tijeras, en el papel y en la roca, así como en el árbol, en el aire de la rosa, y en los ojos de mi perro y de mi gato. Haría de la perplejidad mi dogma y de la duda mi teorema. Si yo fuera mi hijo, seguiría preguntándome hasta la muerte el porqué de todo y el porqué de cada respuesta, como cuando tenía cuatro años.
Si yo fuera mi hijo Pablo viviría a plenitud la vida, cuidando de ella siempre.