Por Álvaro Vargas[1]
Poniendo en perspectiva el contenido del discurso jurídico que ha venido construyéndose en el ámbito de la Teoría General del Derecho durante los últimos 250 años, fácilmente se advierte que, desde la segunda mitad del siglo XVIII hasta nuestros días, dos ideologías jurídicas contrapuestas se han ocupado de dar cuenta, en términos obviamente consistentes con las respectivas cosmovisiones políticas subyacentes, del papel que está llamado a jugar el juez, en cuanto órgano encargado de la función aplicativa del derecho, dentro de la concepción tripartita del poder que caracteriza al modelo decimonónico de organización política denominado Estado de Derecho.
Es así como, en íntima conexión con el pensamiento ilustrado, la primera de las referidas ideologías (que bien podría denominarse –evocando a Montesquieu– la de “el juez boca de la ley”), postula como un dogma la existencia de un legislador sabio, que, preocupado únicamente por la realización del bien común, promulga desde la razón leyes cuya perfección no reclama del juez ninguna actividad distinta de la de aplicarlas, con el auxilio de un depurado método de razonamiento heredado de la tradición escolástica y conocido con el nombre de silogismo judicial.
Dicho de otra manera, en cuanto ideología anclada en el Siglo de las Luces, la de “el juez boca de la ley” construye, a partir de la razón, su propuesta explicativa, tanto del momento de la producción como del de la aplicación del derecho. Así, mientras un selecto grupo de legisladores –elegido por el voto de sus pares entre los más conspicuos ciudadanos de la nación– se atarea en la expedición de leyes a la vez perfectas y justas, una pléyade de jueces desprovistos de cualquier interés personal en las resultas del litigio, y sometidos –únicamente– al imperio de la ley, se ocupa de hacer actuar, respecto de los distintos casos concretos, aquellos excelsos frutos de la razón aplicada a la búsqueda del bien común, sin posibilidad alguna de intentar ningún ejercicio interpretativo que se aventure más allá del esclarecimiento, con la ayuda de la exégesis, del sentido natural y obvio de las palabras.
Hegemónica durante todo el discurrir del extenso siglo XIX (cuya duración real incardina la historiografía contemporánea entre la Revolución Francesa, por un lado, y el advenimiento de la Primera Guerra Mundial, por el otro), la ideología de “el juez boca de la ley” no pudo sobrevivir indemne, sin embargo, a la constatación elemental de que ni las supuestas perfección y justicia de las leyes, ni la pretendida asepsia del método del silogismo judicial resistían una confrontación, medianamente seria, con la realidad: en efecto, ni los autores de las leyes eran prohombres legislando desde la razón en busca del bien común, ni los jueces en su quehacer se hallaban sometidos -únicamente- al imperio de la ley. Unos y otros, al legislar y al sentenciar, no podían prescindir de lo mejor ni de lo peor que los definía como seres humanos.
En sintonía con el aludido estado de cosas, no es de extrañar, entonces, que contra discursos edificados sobre propuestas teóricas de ruptura como la del Derecho Libre y la del Realismo Jurídico, que ponían en evidencia la falacia del postulado del sometimiento de los jueces a la ley, aunadas a posturas menos estridentes como la de la Teoría Pura del Derecho, que, sin minusvalorar la importancia de aquélla, la consideraban abierta a múltiples posibilidades interpretativas, contribuyeran a la consolidación, hacia mediados del siglo XX, de la segunda de las ideologías jurídicas objeto de atención en este escrito, la de “el juez creador de derecho”, que enfatiza en la plasticidad o maleabilidad de la ley en manos de los jueces y cuyas características distintivas compaginan a cabalidad con la idea implícita en el rótulo que la designa.
De veras, en lugar de limitarse a constatar si el episodio fáctico sobre el cual contienden las partes (representativo de la premisa menor del silogismo judicial) encaja o no dentro del supuesto hecho de la norma jurídica invocada por aquéllas (constitutiva, por su parte, de la premisa mayor del mismo), para proceder, acto seguido, a extraer, por la vía de una inferencia lógica, las consecuencias que legalmente correspondan, “el juez creador de derecho” ha ido paulatinamente, extendiendo la desmesurada órbita de sus competencias funcionales hasta abarcar, dentro de ella, los distintos aspectos que integran las denominadas “questio facti” y “questio iuris”, habitualmente discernibles en el “corpus” de una sentencia.
Acorde con lo expuesto, dentro del entramado de acontecimientos llegados a su conocimiento como generadores del litigio, “el juez creador de derecho” selecciona a su arbitrio los hechos que considera más relevantes dentro del caso sometido a su decisión, y declara cuáles de ellos estima probados. En pocas palabras, él es quien construye, en lugar de las partes, la premisa menor del silogismo judicial. De la misma manera, obra suya es también –antes que del legislador– la concreción de la premisa mayor de aquél, pues él es quien elige la disposición legal aplicable para dirimir la controversia, opción a partir de la cual corre igualmente por su cuenta la construcción de la norma jurídica contenida en ella, cuyos verdaderos sentido y alcance él mismo determina con el auxilio de múltiples y dúctiles principios, que sustentan a la vez que legitiman su labor.
Finalmente, después de haber asumido como suyos los roles otrora reservados tanto a los protagonistas del litigio como al legislador, “el juez creador de derecho” culmina su tarea aplicando al caso concreto las consecuencias jurídicas que, a su modo de ver, se derivan lógicamente de la norma que él mismo creó, vía interpretación, a partir de la disposición legal que, en su momento, eligió como adecuada para regular la controversia objeto del proceso, cuyos aspectos más relevantes él mismo seleccionó y declaró satisfactoriamente probados, a través de los medios de prueba cuya práctica nadie distinto de él decretó, orientó y supervisó.
Naturalmente, si todo lo expuesto en precedencia está llamado a tener lugar en un contexto jurídico-político como el nuestro, donde, por encima del expreso tenor del artículo 230 de la Constitución Nacional, se insiste, cada vez más, en postular la vigencia del precedente judicial obligatorio como fuente del derecho, pertinente resulta ponerle punto final a estas sucintas reflexiones, trayendo nuevamente a colación el interrogante que las encabeza: ¿Queda algo, todavía, del principio de legalidad en el ámbito penal?
Algo distinto, se entiende, de su mero recuerdo en la memoria de algunos esclarecidos juristas que, como el destinatario del homenaje para el cual ha sido escrita esta breve contribución, nunca perdieron de vista el valor del aludido principio como férreo bastión de la libertad ciudadana, sobre todo en épocas y lugares en que –como los presentes– reverdece por doquier el autoritarismo estatal, en todos los escenarios apropiados para el ejercicio del poder, sin excluir, por supuesto, el reservado para sí por el aparato judicial.
[1] Doctor en Derecho de la Universidad de Medellín. Especialista en Derecho Procesal por la Universidad Pontificia Bolivariana. Profesor de Teoría General del Proceso, Derecho Procesal Penal, Derecho Probatorio Penal y Teoría General del Derecho en distintas instituciones universitarias, a nivel de pregrado y de posgrado. Ex decano de las facultades de Derecho de las Universidad de Medellín y CES. Conjuez de la Sala Penal del Tribunal Superior de Medellín. Miembro correspondiente de la Academia Colombiana de Jurisprudencia, Capítulo de Medellín. Miembro honorario del Colegio de Jueces y Fiscales de Antioquia y del Colegio de Abogados Penalistas de Caldas. Autor de libros, ensayos y artículos sobre temas de su especialidad. Conferencista permanentemente invitado en eventos nacionales e internacionales y consultor de agencias nacionales e internacionales.