En todas partes se habla permanentemente del campo, pero de ahí no se pasa. De todo lo que se
dice, poco queda y su futuro sigue en las nebulosas. Pero, eso sí, aunque pocos lo entienden,
todos tienen una opinión al respecto. Hay una idea común, sin ningún asidero en la realidad, que
los países a medida que se modernizan van dejando de lado su agricultura, que pierde peso e
importancia, mientras que las ciudades se multiplican, se fortalecen y albergan a la economía
moderna, materializada principalmente en la industria y en ciertos servicios, y volcada a la
economía mundial, a las exportaciones, como si el mercado nacional y los ciudadanos, dejaran de
ser importantes ante las posibilidades, recursos y dinamismo de esa economía, que suplanta a la
nacional.
Quienes predican esa visión, olvidan que las potencias industriales fueron y siguen siendo
potencias agrícolas, que defienden y protegen a muerte, el mercado para sus agricultores, aunque
sea a costa de otorgarles fuertes subsidios, porque lo que está en juego no es simplemente el
abastecimiento suficiente y a precios favorables de su mercado interno sino, un tema de soberanía
e identidad nacional, como lo plantean los franceses.
En Europa, esa política la aprendieron con la experiencia de las guerras que padecieron a lo largo
de su historia. Guerra y hambre por siglos, fueron de la mano, hasta que el hambre les enseñó que
la seguridad alimentaria es central, aún para ganar las guerras, por lo que se requiere que la
producción de alimentos esté garantizada, es decir, protegida. En este punto, no se sabe quiénes
son más drásticos cuidando la producción de sus alimentos, si los europeos o los norteamericanos.
No lo hacen por amor a sus productores rurales – grandes, medianos y pequeños –; sino porque
hambre no volverán a pasar. Los norteamericanos, con su mentalidad autárquica, de
autosuficiencia, buscan no depender de terceros para sus necesidades. Su sueño, muy presente en
Trump, es exportar al máximo e importar lo mínimo, generando superávits comerciales que los
provean de recursos para sus inversiones en el país y en el extranjero.
En un mundo multipolar donde ya USA no reina sola, se confrontan economías en ascenso como
China y la India, y otras consolidadas de talla mundial, como Rusia y la Unión Europea. Y a su lado
existe otro mundo, el nuestro, que debe quedarse con las migajas de los primeros, acomodándose
en una de las esquinas de la mesa del banquete. En esa búsqueda de escenarios, nuestros países,
del viejo tercer mundo, están urgidos a unirse para actuar en mercados regionales y compartir
recursos, experiencia y mercados, que les permita generar un potencial, desde sus regiones
organizadas, en lo cual América Latina tiene una experiencia, que debe revisare y ajustarse para
salirle coordinados a un mundo particularmente desafiante, donde le será posible labrarse un
nicho productivo y de mercado. Tenemos un potencial regional de desarrollo diverso, que admite
especializaciones. Nuestra América Latina tiene los elementos naturales y la capacidad
organisativa para convertirse en una despensa de alimentos, producidos naturalmente en nichos
productivos diversos y diferenciados que le da la capacidad de ofrecer una canasta fresca, variada
y de buen precio, articulada a un sistema de comercialización que abarque y organice esa
diversidad productiva pues, sobre todo los perecederos, presentan más problemas en su
distribución y comercialización, que en su producción.