Hace muchos años veía una serie de televisión en el canal Warner que me gustaba mucho, se llamaba Forever. Contaba la historia de Henry Morgan, un conocido médico forense de Nueva York, de 35 años, que tenía una especie de inmortalidad. Había vivido dos siglos y cada vez que moría volvía a la vida con la misma edad y sin envejecer ni un pelo. 

En la búsqueda del por qué de su inmortalidad él estudiaba los comportamientos del ser humano. En una escena muy profunda, él sumergido en la tristeza de ver pasar el tiempo y que todos los seres humanos que amaba tuvieran el proceso normal de la vida hasta su muerte, mientras que a él le correspondiera, irremediablemente una y otra vez, comenzar de nuevo,  dijo una frase muy poderosa que era la conclusión a la que había llegado:

Que en medio de todas las vicisitudes de la vida, en todo lo que un ser humano puede soportar, decía que lo que realmente nos mantiene con vida, más importante que la sangre o el oxígeno, incluso que el amor, es la esperanza. 

La esperanza es un sentimiento intrínseco en la naturaleza humana. Es un faro que brilla en los momentos más oscuros, un impulso que nos sostiene en tiempos de incertidumbre. Nos permite vislumbrar un mañana mejor, incluso cuando el presente parece abrumador. La esperanza es esa chispa que nos impulsa a seguir adelante, a pesar de los obstáculos que podamos encontrar en nuestro camino.

En medio de la adversidad, la esperanza emerge como un bálsamo para el alma, que hace que cuando lloramos o estamos tristes o no vemos la luz en el camino, vemos que hay algo por ahí que nos hace pensar en un mañana así no tengamos nada claro. 

Es la creencia firme en la posibilidad de una transformación positiva de las situaciones que nos rodean. Cuando enfrentamos desafíos aparentemente insuperables, que todos alguna vez lo hemos vivido, unos más que otros ya que eso hace parte del destino de cada uno, la esperanza nos proporciona la fuerza interior para resistir y perseverar. Es un recordatorio constante de que, aunque el camino sea difícil, hay luz al final del túnel.

Creo que la esperanza es prima hermana de la fe. Leí hace poco que alguien decía, quitándole la doctrina religiosa a la palabra, que la FE, no era otra cosa que confianza. 

La esperanza también es contagiosa. Cuántas veces nos ha pasado que estamos tristes o desanimados y hablamos con alguien y algo dijo o hizo que hace que nos sintamos mejor.  Cuando compartimos nuestras esperanzas con otros, creamos un entorno en el que la fe en un futuro mejor se multiplica. Inspiramos a aquellos que nos rodean a no rendirse, a aferrarse a la posibilidad de que las cosas pueden mejorar. La esperanza se convierte así en un vínculo que une a las personas en momentos de desaliento, recordándonos que no estamos solos en nuestras luchas.

En resumen, la esperanza, esa llamita que es un misterio invaluable en la experiencia humana, es la luz que brilla en la oscuridad, el combustible que alimenta nuestra determinación y el puente que conecta el presente con un mañana lleno de posibilidades. En ella encontramos la fuerza para perseverar, para creer, para aceptar y para construir un mundo mejor para nosotros y para nuestros seres queridos. 

La esperanza no es creer que todo lo que soñamos se hará realidad, porque la vida y el destino tienen sus propias reglas para cada uno de nosotros, pero estoy segura desde lo más profundo de mi corazón que la vida no es una serie de accidentes o coincidencias sin sentido, sino más bien un tapiz de acontecimientos que culminan con un plan exquisito y sublime, cómo decían en la película “Serendipity”, 

Creo que para poder vivir en armonía con el universo, con todo lo que nos sucede y le sucede a nuestros seres queridos es aferrarnos con todas nuestras fuerzas a la esperanza, “todos debemos poseer una poderosa fe en lo que los antiguos llamaban fatum, lo que comúnmente calificamos como destino”.

 

Andrea Villate

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