Por Vladimir Clavijo Galdino
Año 1999. Septiembre. Desde la Facultad de Comunicación y Lenguaje planeábamos nuestra participación en el Congreso Latinoamericano de Estudiantes de Comunicación Social en Montevideo, Uruguay. En la preparación del viaje, estudiantes que organizaban al grupo nos dijeron que teníamos que hacer una presentación en la cual debíamos retratar la situación comunicativa del país. Los que estábamos estudiando para ser los futuros comunicadores nos sentíamos tristes. Hacía menos de un mes habían matado a Jaime Garzón, el periodista y humorista más influyente de esa última década que cerraba el siglo XX. Era una Colombia llena de narcotráfico, guerrilla, paras, corrupción, presidentes corruptos y desilusión. Porque era así, estábamos desilusionados de la patria que habíamos tenido que vivir. Muchos se refugiaron, igual que ahora los venezolanos lo hacen en el mundo, solo que los que salieron del país se fueron a países con mejores condiciones (incluyendo a la rica Venezuela de la época). Y ahí estábamos nosotros, pensando en el país en el que teníamos que vivir. No nos podíamos ir, solo seguir.
En la planeación, algunos dijeron que no teníamos que hablar tan mal del país, que esa mala imagen era la que no teníamos que mostrar en el exterior. Otros, los que más sentíamos el dolor, nos dimos a la tarea de retratar un país de visiones, de violencia, de secuestros, de miedo, mucho miedo. Y más ahora sin la voz y la impertinencia que no les gustaba a muchos. No solo a los poderosos, sino a los que sostenían la idea de ser poderosos: la guerrilla y los narcos.
Luego de una reunión en la playita de básicas de la Javeriana (en esa época comunicación no tenía un edificio como hoy). Compartíamos la facultad en el edificio de básicas con microbiología, lenguas y un par de carreras más. En el momento en que algunos de semestres superiores, que ya habían podido asistir a estos eventos internacionales, nos insistían en la necesidad de mostrar esto ante otros 3000 estudiantes de Latinoamérica, alguien dijo: “Y toca hablar de Jaime. Eso toca mostrarlo”. A los que estábamos sentados nos embargó una tristeza profunda. Era cierto, debíamos y teníamos que hablar de la muerte de Jaime Garzón. Independiente de lo que hoy se dice, este hombre nos había marcado la adolescencia y la juventud. Nos había dado una visión (a algunos, no a todos) de que teníamos que creer en este país. En mi mente los protagonistas éramos los que estábamos listos a ir al viaje. La idea era que en el montaje que estábamos haciendo mostráramos cómo los colombianos se alejaban del país (que era representado en la tarima que aún no conocíamos) y que alguien les gritara a los que se iban que no lo hicieran. Al tiempo que esto sucedía, aparecería en las pantallas la presentación en la que Jaime Garzón cantaba la canción Canela de la orquesta de Cesar Mora. Estábamos planeando lo que la gente se llevaría de nosotros, así que algunos estábamos callados analizando mentalmente lo que nos planteaban y otros hablando de cómo sería. De repente alguien señalándome decía “…pero aquí tenemos a nuestro Jaime Garzón”. Y así era, me parecía. Incluso tenía unas gafas grandes y de color vino tinto que se asemejaban a las que Jaime usó en una época. Y algunos me dijeron que me parecía muchísimo a la versión estudiante con mochila cruzada (John Lenin) quien gritaba arengas en contra del establecimiento y la defensa de los derechos que hoy muchos aún defendemos. Acepté sin decir mucho más que quería hacerlo bien, que planeáramos bien todo el montaje. El que lideraba el grupo desde la Javeriana daría la idea al resto de estudiantes de Colombia que viajaríamos y en el evento tendríamos un breve ensayo. Todo estaba dicho.
El viaje fue una odisea, incluso porque fue un viaje apoyado por mi novia de esa época y su papá (Marcela y César) a quienes hoy luego de 20 años vuelvo a agradecer la oportunidad que me brindaron. En esa época trabajaba con Cesar en eventos de danza y gracias a su apoyo y el de Marcela, tuve uno de los viajes más memorables de mi vida. Las expectativas fueron todas y viví a plenitud cada segundo. Incluso recuerdo una conexión ridícula en Buenos Aires para lograr llegar a Montevideo luego de casi 4 o 6 horas. El evento fue en el hotel Victoria Plaza, un lugar que hoy recuerdo con emoción: era hermoso, unía lo clásico de un gran hotel con una versión más moderna conectada por un gran pasillo con un gran auditorio. Pero esta historia no es de mi viaje sino de esta vivencia que solo hoy, luego de 20 años quiero volver a reseñar, porque justamente me vuelve a doler. Y lo decido recrear en estas letras que no sé cuántas personas leerán, pero que quiero decir: me debo y le debo a mi hija. Ayer entre los cientos de noticias y pasando los canales paré justamente en un homenaje que estaban haciendo en el noticiero de Yamit Amat a Jaime. Y vimos con mi hija muy atenta, una de las tantas diatribas con el famoso Heriberto de la Calle. En ese momento mi hija preguntó por Jaime y la miré y simplemente le dije: nos lo mataron.
Y no se imaginan como duele. Aun duele. Y aunque alguna vez tuve una diatriba que terminó en discusión con un excompañero del colegio que hablaba mal de Garzón porque tenía “pruebas irrefutables” que era un mercenario de secuestros. Aún con las miles de acusaciones que luego salieron a justificar su muerte. Lo siento. No era justo y hoy no es justo. Y mi hija seguía preguntando por Jaime y no tuve palabras. Solo le dije que nos lo mataron y que eso cambió la vida de muchos. La mía la cambió. Y más porque cuando llegó el momento de subir al escenario a representarlo, caminaba con un saco en v, en jeans y una mochila cruzada y alguien me envolvía en una bandera de Colombia, mientras uno de los estudiantes de otra universidad me tomaba fuerte del pecho y me disparaba. Yo caía lentamente con la bandera rodeándome y todos aquellos que representaban a los colombianos a los que antes había gritado que no se fueran, corrían de vuelta a la tarima a rodear mi cuerpo. Y no pude aguantar: mientras estaba en el suelo rodeado de estudiantes colombianos, empezó un llanto colectivo que terminó alejándome de mi papel. Todos teníamos miedo, miedo del país en el que nos estaba tocando crecer y en el que seguramente a muchos nos tocaría ejercer, era el miedo de ser comunicadores. Miedo de vivir incluso.
Ese llanto se acrecentó cuando comenzó a sonar la canción de Jaime. “Quiero morir de manera singular”sonaba por los parlantes y la voz de Jaime cantándola retumbaba en el auditorio del Hotel Victoria Plaza. Y esos muchachos que éramos no parábamos de llorar. Alguien de los grandes del grupo empezó a tratar de reparar un poco el montaje, nos fueron levantando. El que había sido mi asesino me abrazaba y lloraba a mi lado. Alguien que vio cómo nos estábamos dejando hundir en una tristeza que no habíamos podido llorar en nuestra patria, nos hizo bajar mientras la canción se terminaba y un presentador pedía un aplauso para la delegación de Colombia. Atravesé el pasillo entre aplausos que no sentía para mí. Y no podía parar de llorar. Salí del auditorio y aunque Marcela venía muy atrás me alcanzó. Alguien me encontró de frente y me abrazó muy fuerte. Yo no podía parar de llorar. Terminé acostado en la habitación sin poder parar de sentirme tan desolado. Y es que muchos de los colombianos y colombianas vivimos la violencia de manera diferente. Éramos una generación que no sabía si tenía futuro. Fuimos una generación que creció para superar muchísimos miedos y avanzar. Y porque creemos aún en este país es que hoy seguimos recordando a Jaime. Porque él aún hoy, nos demuestra que el poder de la palabra, de la crítica, del humor, de la pasión por lo que hacemos es y debe ser nuestro mayor valor.
Y si, hoy vino a mí el día que fui Jaime Garzón y me doy cuenta de que aunque he apostado por esta patria, haciendo labor social, trabajando en lugares donde nadie se metería o trabajando en pro de ideales, debo decir que luego de su muerte, muchos nos callamos porque sabemos que hay aún muchos más violentos ignorantes, porque aún hay escoria que mata porque otro critique y señale al poderoso que lo está haciendo mal. Hoy no podemos hablar Colombia. Justamente luego de 20 años creo que ha llegado el momento de armar a las generaciones que vienen de argumentos, de contra argumentos, de respeto y de pertenencia. Por eso también aposté por crear una familia y traer a un ser humano a esta patria, porque aún creo que puede ser mejor este país y porque yo debo hacer parte de ese cambio. Apuesto por Colombia como Jaime lo hizo. Porque su ejemplo no se debe borrar y porque mientras sigamos transmitiendo su estilo, su humor, su pasión por la vida, por la paz y la libertad de expresión a las generaciones que vienen, podremos algún día ser la nación que llevamos soñando más de ocho generaciones. Ya es momento de dejar de criticar al otro por la diferencia y mejor critiquemos a aquellos que nos roban a diario con sus malas decisiones. Somos una nación que merece una oportunidad de vivir mejor y en paz, oportunidad que no le dieron a Jaime, porque nos lo mataron.
Nota del autor: este escrito está basado en los recuerdos de hace 20 años y si omite más detalles es porque justamente el tiempo hace su trabajo. Gracias por leerme.
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Twitter: @vladimirclavijo