Rompamos el silencio

El aniversario del asesinato de Jaime Garzón y el último adiós a Miguel Uribe Turbay son dos caras de un mismo monstruo: en Colombia algunos recuerdos saben camuflarse bajo la arena de las pesadillas para tarde o temprano saltar con las fauces abiertas, dejándonos saber que nunca dejaron de ser parte de nuestra realidad.

A pesar de Nobeles de paz, negociaciones, nuevas constituciones, corazones grandes y manos firmes, paces totales y otras ilusiones que en su momento nos unieron (más o menos) como país, hoy debemos admitir que Colombia se resiste a sanar su fijación a la violencia. Seguimos sin tener un instante de sosiego.

La Defensoría del Pueblo reportó 181 líderes y defensores asesinados en 2023; Amnistía Internacional recogió 186 denuncias de la ONU entre enero y noviembre de 2023. Un próximo informe de la Fiscalía habla de por lo menos 189 homicidios de personas defensoras de los derechos humanos en 2024. La ONU-DH verificó 191 denuncias en 2023 y 129 denuncias a 31 de julio de 2025 (lo que proyecta un año tan malo o peor que 2024).

Seguimos siendo el país que entierra a sus voces más poderosas

La violencia política es a la realidad nacional lo que los casos de matoneo escolar que llegan a suicidios o fallos en las Cortes son a los Colegios: entendemos la dimensión de ser una nación adversa a una vida política sana solamente cuando ocurre un magnicidio. Volvemos a conversar sobre la necesidad de crear entornos educativos cálidos y seguros solamente cuando hay que lamentar la decisión de un joven o cuando la Corte Suprema clama desde su púlpito algo que se hubiera podido contener teniendo un ambiente escolar más empático.

Las provocaciones tóxicas en medio de un debate o un disparo directo a un candidato no son el resultado de impulsos, no son reacciones en caliente. Sin importar la dimensión, son actos calculados con minucia estratégica para poner a tambalear a un amplio segmento de la sociedad.

Este lado macabro de la capacidad para calcular, planear y ejecutar de manera conspirativa tiene su homólogo en las aulas y los patios de los Colegios: alguien señala a un “culpable” (de ser débil, de ser incapaz, de romper la homogeneidad), otros aplauden, avanza el castigador, la masa se organiza, los observadores (que siempre son los más numerosos) permanecen al margen o se retiran.

Cambian los escenarios, pero se repiten algunos patrones psicológicos y sociales

La necesidad de control, búsqueda de estatus, desenganche moral, efectos de imitación y recompensa de grupo. En estas ocasiones el grupo también encuentra su placebo: una comunidad se cohesiona rápidamente celebrando la caída de lo que creían su amenaza o contemplando la levitación de una figura de salvación, incluso si ésta empuña el doble filo del justiciero omnipotente.

Karen Douglas y otros académicos de la psicología social han reunido suficientes pruebas de que estas dinámicas paranoicas y conspirativas prosperan sobre todo cuando las personas sienten falta de control, ansiedad y amenaza, emociones que son fáciles de generar en colegios y universidades.

Un complot político y un caso de matoneo comparten una debilidad: la fortaleza de su red se rompe de un tirón si en su etapa más temprana alguien corta la primera alianza que le da fuerza al resto del tejido. Si en los primeros pasos del atentado alguien denuncia, las consecuencias, la lista de culpables y víctimas, los daños y el dolor serán mínimos comparados a los que hubieran causado las explosiones.

Si en los primeros minutos del matoneo algún estudiante “bystander” juega el papel de mediador o busca la ayuda de un adulto el caso nunca escala hasta dimensiones lamentables.

Ya podemos celebrar algunos avances contra esa violencia en las instituciones educativas

Muchos de nuestros hijos cuentan con herramientas y narrativas que hace años sonaban a tecnicismos sin audiencia. Con todo, debemos multiplicar esfuerzos para trabajar en lo que algunos autores conocen como “el desenganche moral”: las racionalizaciones que permiten agredir y que construyen una lógica que justifica la agresión como la complicidad de los espectadores. “Solo era una chiste”, en el caso de una ofensa; “¿quién le manda a vestirse así?”, en el caso de una violación; “eso le pasa por hacer chistes con eso”; “eso le pasa por hacer campaña en ese barrio”.

Intervenciones escolares bien diseñadas, sobre todo las que buscan que los espectadores aprovechen su poder como miembros de una comunidad, reducen perpetración y victimización; trabajar con espectadores cambia normas y corta patrones, exactamente lo que necesitamos en foros, redes y política. 

Donde hay un compromiso serio con la educación y la concepción de los colegios como fuentes de valores de respeto y convivencia, la violencia política tiende a ser menor. En Colombia, ya se trabaja en la implementación de políticas educativas obligatorias para el manejo de las emociones.

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Sin embargo, para formar a niños y jóvenes activos contra el matoneo (y en el futuro adultos contra la violencia política) hay que seguir fortaleciendo la conciencia y el poder que los espectadores tienen para convertirse en fuerzas de intermediación y resolución. Esta puede ser la manera de deshacer el nudo de nuestra soledad, salir de nosotros mismos y aprovechar otra oportunidad sobre la tierra.

Fuentes

https://pmc.ncbi.nlm.nih.gov/articles/PMC8669765

https://pubmed.ncbi.nlm.nih.gov/39327928

https://www.researchgate.net/publication/366973619_The_indirect_association_between_moral_disengagement_and_bystander_behaviors_in_school_bullying_through_motivation_Structural_equation_modelling_and_mediation_analysis

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