José Sierra Suárez es un colombiano de origen rural, que como muchos ha construido una vida en familia con trabajo humilde entre la ciudad y el campo. Una estudiante de comunicación y periodismo de la Universidad Tecnológica de Bolívar, de Cartagena, quiso plasmar su historia.

Por Shaira Andrea Páez Acosta.

El sol se elevaba con parsimonia en las callejuelas de Turbaco, y la bruma matinal envolvía una modesta vivienda en el barrio Altamira, que exhala el inconfundible aroma del café recién colado.

Era la hora de las seis de la mañana, y José Sierra Suárez, un hombre de 49 años conocido popularmente como “El Flaco”, se disponía a enfrentar un nuevo día de trabajo. Mientras tanto, su esposa, Luz Yanes Cueto, orquestaba en la cocina el desayuno predilecto de su esposo: yuca con queso y una humeante taza de tinto. 

Hoy en día, este rincón es su hogar, un terreno que José adquirió mientras custodiaba unos campos. Con perseverancia, logró persuadir al dueño de venderle un lote de tierra, en el cual construyó su casa, al principio una estructura improvisada de cartón y tablas, que con el tiempo se transformó en un sólido refugio de buenos materiales.

En este lugar, José comparte su vida con su esposa, Luz Yanes, con quien ha compartido 27 años, un tiempo que les ha enseñado mucho el uno sobre el otro y que aún tiene secretos por revelar. La pareja tiene dos hijos: Juan Carlos, el mayor de 23 años, y Yolanda, la benjamina de 13. 

Frente a la acogedora sala, iniciamos una charla. Al principio, José parecía serio, pero a medida que avanzaba la conversación, su rostro se relajaba, y su esposa soltaba alguna que otra ocurrencia que arrancaba sonrisas de todos.

Descubrí que “El Flaco” no era originario de Turbaco, sino que creció en Las Tablitas, un remoto corregimiento de Sucre. Tuvo que abandonar su tierra natal en busca de mejores oportunidades. Inicialmente, se estableció en el mercado de Bazurto, en Cartagena, y luego fundó su propio negocio en Turbaco. 

“Cuando llegué a Cartagena, trabajaba en el mercado de Bazurto con unos amigos paisas. Después, tuve una microempresa en Turbaco llamada ‘Súper Queso Costeño’”, me relató José. 

“¿Cuánto tiempo duró el negocio?”, pregunté. 

“Aproximadamente siete años”, respondió. “Pero, como sucede con la mayoría de los negocios, enfrentamos dificultades y competencia. Las ventas empezaron a bajar, y no cubríamos los gastos, así que dejó de ser rentable”. 

Gastaban más de lo que ganaban, lo cual, al final, los llevó al cierre. José volvió a sus raíces y comenzó a trabajar en áreas relacionadas con la agricultura. En Turbaco se le conoce por desempeñar diversos oficios, principalmente en jardinería, albañilería y transporte en su motocarro.

A menudo se le ve caminando sonriente por las calles de la localidad, atendiendo sus tareas, pero pocos se detienen a pensar en el hombre detrás de esas actividades. Los vecinos, que en el pasado solían ser más cercanos y amigables, se han vuelto más distantes en los últimos tiempos, perdiendo la calidez que alguna vez caracterizó a la cultura local. 

Tras despedirnos de su esposa, José se dirigió a la finca donde trabaja tres días a la semana, propiedad del Sr. Enrique. Este siempre lo espera con una taza de tinto en la mano, y aprovechan ese momento para discutir asuntos que van desde la vida hasta la política. 

Presencié una de esas conversaciones, en las que compartieron ideas sobre cómo mejorar el país, preocupaciones sobre la seguridad en el barrio y anécdotas sobre sus familias. 

A la hora del mediodía, después de aproximadamente media hora de charla, José comenzó su jornada laboral en la finca, barriendo, regando plantas y cuidando a los animales, que incluyen aves y perros. Luego de un breve paseo por la finca, nos dirigimos al vivero, ubicado en la parte trasera de su hogar. Muchos desconocen este pequeño oasis de vegetación. 

El vivero alberga una variedad de plantas, desde palmeras hasta azucenas, así como plátanos. Pero lo que considera su “joya” es el cultivo de maracuyá. Con entusiasmo, me mostró sus maracuyás, que crecían erguidas, con hojas verdes y frutos jugosos. 

José compartió conmigo el proceso de cultivo de la maracuyá, y cómo su hija, Yolanda, de 13 años, encontró una técnica en YouTube para mejorar la producción. Juntos se embarcaron en este proyecto, y hoy en día, cultivan esta deliciosa fruta con gran éxito. 

“Para cultivar maracuyá, se deben separar las plantas cada 4 metros y colocar tres hilos de alambre para que trepen, ya que son enredaderas, no árboles”, explicó con orgullo. 

Finalmente, regresamos a la parte delantera de la casa, donde la Sra. Luz sirvió bebidas para refrescarnos en una tarde calurosa. Mientras disfrutábamos de nuestras bebidas, recordé una pregunta que había olvidado hacer antes. 

“¿Por qué te llaman ‘el Flaco’?” 

José pareció sorprenderse por la pregunta, me miró fijamente durante un instante y luego su rostro se iluminó con una sonrisa. 

“Me llaman Flaco porque llegué siendo un auténtico palillo”, explicó. “La gente ya no me conoce por mi nombre, solo como ‘el Flaco’”. 

“No te molesta que te llamen así”, le pregunté. 

“La verdad, ya me he acostumbrado”, respondió José. “Siento que ese apodo ha creado una identidad propia, y no querría renunciar a ella”. 

La vida no ha sido fácil para José y su familia, pero han logrado mantenerse con lo que él gana en su trabajo diario. Han podido construir una casa en su propio terreno, un privilegio que pocos disfrutan, y a pesar de las tentadoras ofertas para vender sus tierras, José las rechaza amablemente. 

“Siempre pienso en mi futuro y en el de mi familia”, afirmó. “No quiero perder lo que tanto me ha costado”. 

José miró a su hija Yolanda, que llegaba del colegio, con admiración. “Ella quiere ser doctora y ama ayudar a los animales. Todos los animales que ves aquí, ella los ha rescatado. Me gustaría cumplir su sueño. Sé que mi hija es muy inteligente, y aquí estaré para apoyarla en lo que necesite”. 

Finalmente, le pregunté a José si cambiaría algo de su vida. 

“No, a pesar de no haber terminado mis estudios, la vida me ha enseñado mucho”, reflexionó. “No sería quien soy hoy sin todas esas experiencias. Claro que cometí errores, pero como dicen por ahí, de los errores se aprende”. 

Hubo un momento de silencio, ya el sol comenzaba a descender, y el canto de los pájaros llenaba el aire. Nos pusimos de pie, nos despedimos con un abrazo y un beso a la señora Luz, y con un apretón de manos a José.

Desde ese día, “El Flaco” ya no era solo “El Flaco”, también era el señor José. Su historia me permitió conocer su esencia y descubrir lo que lo hace verdaderamente humano. 

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