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Javier Milei era hasta hace poco un outsider sin partido que vociferaba contra un régimen como el argentino, pronunciadamente estatalista, incluso asistencialista. Denunciaba a la chorra casta política por su cleptocracia, mientras proclamaba su “liberalismo” neoconservador para sacar al país de la crisis, previo el desmonte de la justicia social.

Este libertariano, amigo del estado mínimo, por tanto, de las privatizaciones en masa; extravagante y provocador, irrumpió con eficacia en la competencia política y supo movilizar para su causa, a los nuevos electores, los muy jóvenes; los que caben en el rango entre 16 y 24 años. Demás está decir que también conquistó el apoyo de los partidos conservadores, interesados en acabar con la hegemonía de un peronismo desgastado e incapaz de corregir una economía con indicadores lamentables. De modo que Milei, con su melena de roquero tardío y su verbo arrebatado, terminó por barrer en las urnas, con el soplo ilusorio de devolver a la Argentina a sus orígenes míticos, los de ser una potencia mundial.

Solo que este triunfo, hyper-holgado en la elección presidencial, contrasta con la orfandad de su poder en el legislativo. Este desequilibrio casi llega a representar una presencia extraviada de náufrago en el Congreso, esa fábrica de la que surgen las leyes, los moldes en los que se vierten las “transformaciones” agenciadas por el nuevo gobierno y cuya suerte entra en una incierta zona penumbrosa, causa de primer orden para la ingobernabilidad, esa incapacidad para materializar en políticas, los designios del Príncipe.

La insuficiente influencia en el parlamento.

 Milei ha ganado la presidencia de la República con el 56% de la votación, porcentaje nada desestimable. En cambio, su partido Libertad Avanza alcanzó apenas el 8% de las sillas en el senado y el 14% en la cámara de diputados. Lo cual quiere decir que dispone solo de 7 curules en un senado de 72 miembros y de 38 diputados en una cámara de 257 representantes. En otras palabras, si dependiera de su sola fuerza parlamentaria, no estaría en condiciones de aprobar leyes en su cuatrienio.

La situación que se dibujaría en el horizonte, según esas cuentas, sería la de un desequilibrio, de acuerdo con el lenguaje de Juan Linz, utilizado cuando este politólogo evocaba las condiciones que hacían entrar en crisis estructural una democracia. Lo que naturalmente no es el caso en Argentina, al menos no por ahora, tratándose de un país con 40 años de esforzada pero probada madurez democrática; y sobre todo con un sistema en el que coexisten partidos, en uno y otro extremo del arco político, leales al régimen.

Además, la composición de las minorías (todos los partidos lo son) despliega el escenario para la configuración efectiva de una mayoría, por la vía de las alianzas; eso sí, solo en la Cámara de Diputados; y de cualquier forma, con un alcance limitado, casi un ras con apenas.

No hay que olvidar que la oposición conservadora, la de la alianza Juntos por el Cambio, con Patricia Bullrich, la candidata derrotada en primera vuelta, ahora nombrada ministra de la Seguridad, aportó su 24% al caudal del presidente electo, antecedente que le permite a Macri -empresario, político conservador, anti- peronista y sobre todo jefe real de la centroderecha- hacer realidad una alianza dentro del gobierno con el libertariano, a punto de instalarse en el poder. A cambio de la cuota recibida, ofrecerá el apoyo de sus 98 diputados, cantidad que con los 37 de Libertad Avanza y otras pequeñas facciones, sumarán una mayoría suficiente, potencial plataforma para una gobernabilidad en materia legislativa.

Una gobernabilidad nada cómoda, en todo caso, si se piensa que enfrentará una oposición conformada por una minoría paradójicamente muy numerosa, la de los 108 peronistas, capaces de desestabilizar la eventual coalición mayoritaria.

Sin embargo, aún contando con esa mayoría inestable en la Cámara, Milei no dispondrá de la misma posibilidad en el Senado, en donde el poder estará en manos de la oposición peronista, ideológicamente situada en las antípodas del libertarianismo, conservador y neoliberal de Javier Milei.

Ingobernabilidad y alternancia en el poder.

Lo que muestra el triunfo del libertariano Milei, sin mayorías por sí mismo en las dos cámaras, es la emergencia de grandes dificultades en la gobernabilidad de los regímenes democráticos; sobre todo, si al mismo tiempo la competencia entre los actores políticos está atravesada por la polarización; esto es, por una significativa e intensa distancia ideológica entre los partidos que compiten como alternativas de gobierno.

Con lo cual, la alternancia – el cambio de color y de orientación en los gobiernos – se convierte en un proceso que incorpora como un elemento reiterado la ingobernabilidad en las democracias presidencialistas; particularmente, si los presidentes, apoyados por el voto popular, no cuentan al mismo tiempo con mayorías parlamentarias. Las mismas que a veces quedan en manos de una oposición, con la potencia y la voluntad para bloquear la agenda gubernamental, sea ésta de derecha o de izquierda, circunstancia que por el momento es indiferente para el análisis.

La repetición del fenómeno.

Son diversos, y no pocos, los casos de ingobernabilidad por el contraste entre el poder presidencial y unas mayorías parlamentarias que no le pertenecen, además en medio de la polarización ideológica. Son situaciones que proliferan de un modo especial en el paisaje político de América Latina, terreno de las tensiones ancestrales entre los populismos, las utopías transformadoras, los autoritarismos y las oligarquías clientelistas; una región además en la que en tiempos recientes se han presentado oscilaciones entre gobiernos de derecha e izquierda, sin que los parlamentos hayan incluido claras mayorías, sintonizadas con un gobierno interesado en promover cambios radicales, como parte de su proyecto político.

Un caso con el que podría comenzarse el inventario de estropicios en este tipo de ingobernabilidad, es el Perú de Pedro Castillo, el maestro rural convertido en presidente, blanco de una oposición mayoritaria, que lo destituyó, operación que desnuda un desequilibrio extremo, sin que por el momento se   detallen los yerros del propio mandatario.

En Chile, un impasse ha vuelto pedregoso el proceso constituyente, de manera que la ciudadanía terminó por votar negativamente la Constitución propuesta por los aliados del presidente, para que finalmente la Comisión Constitucional designada, con mayoría de la oposición, presentara, al final, una nueva Carta Política, contraria al programa del presidente Boric.

En Colombia, Gustavo Petro se ha encontrado con una falta de mayorías para que fluya la aprobación de sus reformas. Y en Brasil, la victoria de Lula contra Jair Bolsonaro, el exmilitar de extrema derecha, fue un hit electoral que no le significó una mayoría en el parlamento al candidato de izquierda, lo que sin duda va a retardar su agenda reformista; además de que su ascenso al poder –el del antiguo obrero metalúrgico- fue respondido por una asonada de los bolsonaristas en Brasilia; por supuesto un hecho de anomia desintegradora, calcado además del modelo de otra asonada, la de Washington el 6 de enero de 2021, perpetrada por los seguidores de Trump para impedir la oficialización de los resultados electorales, por serles estos contrarios al presidente saliente, aferrado a la silla presidencial.

Por último, en Ecuador, el presidente conservador Guillermo Lasso iba a ser destituido por un Congreso que le era adverso, por lo que el mandatario tuvo que acudir al mecanismo constitucional conocido como la Muerte Cruzada, para llamar a elecciones tanto de Congreso como de presidente, sin que de todos modos pudiese terminar el mandato. Por cierto, en Paraguay hace unos años, un Congreso de corte mayoritariamente tradicionalista, defenestró al presidente progresista de entonces, Fernando Lugo, en un acto interpretado por muchos observadores como un real pero disfrazado golpe de Estado.

Respuestas y perspectivas.

 Frente a este tipo de ingobernabilidad, surgen distintas respuestas. O bien se rompen los equilibrios, lo que da lugar a quiebras institucionales y a la caída de gobiernos, sin importar que se trate de regímenes presidencialistas; o bien, sobreviene la parálisis gubernamental y se evidencia la inhabilidad para sacar adelante una agenda, con mayor razón si la inspira la ilusion del cambio.

En tales condiciones, se hace necesaria la conformación de coaliciones mayoritarias, con las que cada gobierno desarrolle sus iniciativas legislativas y se blinde frente a la inestabilidad y a los riesgos de destitución por motivos políticos. Claro, también aparece como una operación urgente, la de los grandes consensos entre fuerzas contrarias, si se quiere dar paso a algunos momentos básicos de renovación, seguramente moderados en ese contexto, pero inaplazables en el desarrollo social.

Coaliciones y consensos, en una doble fórmula, son al parecer los remedios contra los procesos de alternancia polarizada, algo que quizás va a demandar también una cultura cívica, la del entendimiento, alrededor de las pautas que le dan sentido al sistema democrático; obviamente sin olvidar los imperativos de un siempre refundado contrato social.

Milei en Argentina, con su radicalismo neoliberal y el espíritu pugnaz de sus insultos, va a tropezar por otro lado con una oposición no muy conciliadora en el Congreso; y por cierto también en las calles, por la previsible reacción de los sindicatos y pobladores a los recortes en el Estado Social de Derecho.

Se trata de un riesgo que implica el debilitamiento de los equilibrios institucionales, lo que puede traer el afloramiento de ese demonio escondido que es el autoritarismo. Gobierno y oposición tendrán que hacer gala de maestría política para salvaguardar una democracia, todavia en plan de consolidarse, aunque los militares parecieran haber dejado atrás esa vocación ideológica de partido político, de la que hablara Alain Rouquié.

 

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