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Con toda seguridad, el encuentro de Gustavo Petro con Joe Biden en Washington es un reconocimiento simbólico al nuevo gobierno de izquierda, lo mismo que la ratificación de la buena relación con Colombia por parte de la superpotencia global, indiscutible poder de primer orden en el hemisferio occidental. Es un momento relevante para la diplomacia de una nación a la que, de todas maneras, sucesivas administraciones estadounidenses han considerado un aliado significativo en el continente. Sin embargo, el estatuto de aliado especial y el reconocimiento simbólico no necesariamente se traducen en una alianza más estrecha y en un robustecimiento estratégico de la relación, tampoco en una cooperación más fructífera.

Desdén estructural

 No hay que olvidar que, ya no solo Colombia, sino América Latina en su conjunto, resienten siempre el poco peso que le atribuyen los presidentes de Estados Unidos; y no hay motivo alguno para sospechar el hecho de que, en esa línea de desdén inveterado, el presidente Biden vaya a contrariar la tradición. Desde el presidente Monroe en 1823, Estados Unidos prácticamente ha incluido a la región dentro de su frontera sur, sin que por esa razón le haya concedido el status de polo estratégico, ni siquiera el de potencia media, en cualquier caso incapaz de convertirse en un jugador de las grandes ligas en los equilibrios del poder mundial.

Por causas económicas y militares, las relaciones interamericanas, entre el norte y el sur, son claramente asimétricas, rasgo que se acentúa por la fragmentación de una América Latina carente de un mercado común y de una alianza militar independiente.

La diferencia de poder es muy pronunciada, incoada tal vez desde los tiempos mismos en los que Simón Bolívar dijera con resonancias proféticas que la Providencia habría destinado al país del norte, eso era lo que parecía, a dominar a las naciones de la América indiana y a llenarlas de desesperanza.

Cuando el poder es tan desproporcionado y la vecindad tan estrecha, las relaciones que vinculan a los actores políticos son, o bien, clientelares; o bien, provistas de una relativa autonomía, pero nunca de igualdad. Las relaciones de Colombia con los Estados Unidos se han parecido mucho a las de un país-cliente con un patrón, en las que ambas partes efectivamente se prestan servicios y favores; eso sí, bajo una asimetría de poder, que no deja margen a la duda sobre quien manda; esto es: reciprocidad, pero también nexos verticales.

Así lo han sido desde la época ideológicamente espesa en la que el conservador Marco Fidel Suarez trazó la línea del Respice Polum, puro pragmatismo de sumisión, la línea de mirar preferentemente hacia Estados Unidos, metafóricamente la Estrella Polar, la que orienta a los viajeros en los procelosos mares del orden internacional.

La nueva política exterior y el narcotráfico

Con todo, Colombia quiso re-situarse en un cierto punto de relativa autonomía, después de que comenzara la distensión dentro de la guerra fría, justo después de su momento más crítico en 1962. Comenzó esa andadura desde la presidencia de Carlos Lleras Restrepo, pasando por la de López Michelsen, hasta llegar a la de Belisario Betancur, que afilió el país a los No Alineados. Pero para entonces este bloque perdía fuerza. Al mismo tiempo, el coloso del norte se había embarcado en la represión contra el narcotráfico, luego de que Richard Nixon lanzara en 1972 la guerra contra las drogas, algo que empujaría a la nación colombiana a un auténtico entrampamiento diplomático, encerrada como quedó en este conflicto por ser el principal productor de coca. Fue una circunstancia que también lo hizo retroceder a su condición de Estado-cliente, algo ilustrado con los más de 10 mil millones de dólares que recibiera en los marcos del Plan Colombia; claro, bajo la obligación de extraditar narcos y traquetos sin pausa; y de jugar el papel de vanguardia en el combate contra el narcotráfico, convirtiéndose para su desventura en un teatro de guerra en el que se desplegaban el terrorismo, los asesinatos y la violencia, sin término ni medida.

La Diplomacia enjaulada

El negocio ilegal de la droga pasó a eslabonar las relaciones geo-estratégicas de Colombia con los Estados Unidos, país dominante y en este caso interesado principalmente en una guerra que ellos mismos han identificado con la seguridad nacional, nada más y nada menos. De esa manera, han mantenido su presión sobre Colombia, como si le suspendieran una espada de Damocles, la de una descertificación amenazante, cargada de probables sanciones y restricciones.

Obligada Colombia a intervenir – lo que sus élites han hecho con entusiasmo gravoso – en la guerra decretada por EEUU, quedó sometida a alternativas, sin salidas eficaces y plausibles. Al comprometerse con la cruzada represiva, se ganaba como en efecto aconteció una guerra inclemente en su interior; ahora bien, si aflojaba en el empeño, provocaba las tensiones con su socio hegemónico, además de exponerse a transformarse en un país paria. Por cierto, la violencia interna en la sociedad colombiana ha llevado en algunos momentos casi al colapso de sus instituciones, sin que por otra parte haya conquistado una legitimidad internacional; esto es, sin lucir la valorización de su softpower, esa influencia considerable sobre otros actores internacionales, que no nace de la fuerza.

Esos dilemas sin alternativas viables – cercanas a una situación límite – se han asociado a un vínculo “perverso” entre política interior y política exterior; dicho de otro modo, entre violencia interna y dependencia externa; una encerrona de la que el país no escapa, un destino sofocante que se plasma en una diplomacia enjaulada.

Agenda prometedora y sin embargo obturada

De ahí que un discurso pleno de futuro, como el que levanta Petro, cuando reitera el veredicto sobre el fracaso de la guerra contra el narcotráfico, ya enunciado antes por los expresidentes Cesar Gaviria, Ernesto Zedillo y Fernando Enrique Cardoso, fundamento para un cambio razonable en el tratamiento del problema, tropezará con la inercia de los Estados Unidos, prisioneros de su propia guerra.

Otros capítulos de la agenda surgen por los retos imperiosos que enfrenta el mundo, la migración entre otros, y sobre todo la defensa del medio ambiente, una misión decisiva por su impacto en la lucha contra el cambio climático, pero también porque ayuda a diversificar la política internacional del país, abriendo espacios para la concertación con la Administración Biden, aunque la eventual coincidencia no se concrete en una cooperación cualitativamente superior; es el caso de la conservación del Amazonas y la cancelación de deuda externa a cambio del cuidado de la naturaleza, propósitos que probablemente no se traduzcan en una ayuda sensible, al menos por ahora; lo que no tiene porqué impedir la insistencia en esos objetivos.

Por otra parte, la mediación entre el gobierno de Maduro y la oposición venezolana es una aspiración que se ubica en el trazo de una diplomacia regional, favorable al diálogo para la solución de los conflictos; solo que su éxito, en esta crisis de la democracia por quebrantamiento del equilibrio de poderes, dependerá mucho de la apertura del régimen respecto de unas elecciones libres y respetuosas del estado de derecho, condición que no se vislumbra a la vuelta de la esquina, por mucho que el presidente colombiano anime al gobernante venezolano y a sus Fuerzas Armadas a actuar en esa dirección.

El compromiso con el medio ambiente y con el diálogo en Venezuela pueden ser componentes de una diplomacia interesada en recuperar la autonomía relativa que ya se intentó en algún momento. No será fácil sin embargo conseguir un perfil alto y más o menos autónomo en distintos campos pertinentes de la agenda internacional. Y no lo será, a causa de las inercias de los otros actores internacionales, las que se revelan en las lógicas de fuerza, en las distorsiones propias de la guerra contra las drogas, si bien surgen esperanzas para la corrección de los errores; también en el mantenimiento de las limitaciones para una acción heroica contra el cambio climático; así mismo en las incontrolables derivas autoritarias que arrasan con el estado de derecho en otros países.

 

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