El presidente Petro se lanza de nuevo a la plaza pública. Lo hace para defender sus reformas, aunque no haya ningún poder creíble que las quiera atajar en el Congreso o que sea capaz de ello.
Quizá lo anime un ejercicio de convicción para llenar de razones y de emociones a sus seguidores, a propósito de algo de lo que ya están convencidos. Primero fueron las elecciones y luego la construcción de la coalición mayoritaria, dos momentos en los que obtuvo una buena renta política.
Todo esto ha sonado parecido al campanazo para la largada de una nueva forma de acción, la de la movilización popular alrededor del cambio, imaginario destinado a conmover las masas.
Claro está que la oposición política, cercana al viejo uribismo, había realizado varias marchas de protesta contra el gobierno recién instalado, no cumplidos aún los cien primeros días después de la posesión presidencial. Para este febrero, en el que empieza a calentarse el debate político, coinciden las convocatorias para sendas manifestaciones, la del gobierno y la de la oposición, lo que claramente define una arena en la que se pone en la balanza la capacidad de convocatoria de cada uno de los protagonistas, su discurso y las consignas correspondientes; sin que obviamente ninguno de los dos campos enfrentados convenza al otro.
La movilización de masas
La movilización en la calle y en las plazas tiene tanto de lucha, como de conciencia; tanto de reivindicación, como de identidad. Sirve para conquistar algo; pero también para afirmar la existencia del sujeto colectivo. Las gentes se movilizan tras una reivindicación y, así mismo, para construir su identidad, para ganar en cohesión y educación.
Ambas dimensiones coexisten, pero son diferenciables; y de todos modos en unas ocasiones, una se impone sobre la otra. Una movilización multitudinaria puede ser básicamente reivindicatoria, tal como sucede hoy en Francia, en la pelea de los sindicatos contra la reforma de las pensiones. Otra puede tener lugar para afirmar colectivamente la libertad para la escogencia de género; así acontece con la celebración anual del orgullo gay. En las tradiciones teóricas, la idea de movilización de masas encaja más con las luchas reivindicativas y las manifestaciones políticas. Al contrario, el concepto de acción colectiva se aplica preferentemente a los movimientos forjadores de las identidades basadas en los llamados valores inmateriales; los más recientes, como el género y el medio ambiente.
Entre la movilización de masas y la acción colectiva, matices conceptuales, se mueve naturalmente una cosa omnipresente que se llama el poder, ya no como soberanía estatal, sino como la capacidad para cambiar una situación dañina para una comunidad; vale decir: un sistema que criminalice la homosexualidad, un régimen laboral en el que estén prohibidas las horas extras o un aparato educativo privado de recursos financieros.
Es una capacidad de cambiar situaciones que se traduce en la presión, un recurso de la movilización, cualquiera sea su objetivo último. Entonces, esa movilización de masas o esa acción colectiva obran ellas mismas como medio de presión para conseguir que se modifique una situación dada; es un poder que dependerá, claro, de la amplitud y de la duración del movimiento; además, no hay que olvidarlo, de las oportunidades para la acción y de las destrezas estratégicas de los dirigentes, estén de cuerpo presente o en la sombra.
Interés y factores en la movilización
Ahora bien, esta fuerza y esa durabilidad dependen mucho, como lo hacía notar el historiador Charles Tilly, de la fijación de un interés, lo que se vierte en una reivindicación, bien sentida por la masa movilizable, además de que sea recibida con simpatía por los otros sectores de la sociedad, la posible periferia del movimiento.
En las movilizaciones convocadas por el gobierno no aparece una reivindicación bien precisa. Las marchas callejeras que promovió la oposición de la derecha en los cuatro primeros meses de la administración Petro no se concentraron en una reivindicación nítida; dejaron ver sólo un ánimo de protesta contra un gobierno que apenas entraba en funciones, una suerte de prolongación de la campaña electoral. Incluso, en alguna de tales marchas, el episodio más negativamente vistoso fue el de la declaración destemplada de una participante, cargada de odio, racismo y discriminación contra la vicepresidenta, únicamente por el color de su piel; insuceso este que prácticamente deslegitimó a los marchantes opositores.
En ambos bandos, las movilizaciones integran un factor de lealtades políticas, de abroquelamiento de las identidades; y además un componente instrumental, así mismo estratégico: el desgaste del gobierno es el propósito de la oposición; mientras tanto, la voluntad del presidente es la de allanarle el camino a su proyecto sin muchas trabas, las que son propias del debate y los trámites democráticos.
El gobierno convoca a su concentración de masas, como respaldo a sus reformas, las del cambio imaginado, lo que entre otras cosas le suma el ingrediente emocional al discurso racional. Ha trinado Gustavo Petro para ratificar la convocatoria: “Acompáñame el 14 de febrero… Llegó el cambio y sus reformas”. No obstante, tales reformas tropiezan con objeciones y críticas, no simplemente insensatas, ni puramente reaccionarias. En democracia procede el debate razonado y las transacciones inteligentes, para mejorar los proyectos de ley, de modo que se amplíe la justicia redistributiva; además, sin causar un daño irreparable a las instituciones que garantizan el cumplimiento de los derechos sociales, como la salud.
Atar la defensa de las reformas a la idea del cambio, en medio de una movilización, puede comunicarles un aliento pasional, nada reprochable en principio. Pero es algo que no debe cancelar, ni siquiera enturbiar la deliberación, esa operación pública que procura los consensos y finalmente confiere un mayor reconocimiento a las normas y reglas aprobadas.
Estrategias y Discurso en la Convocatoria
Es evidente el hecho de que las contradicciones suscitadas dentro de la coalición que respalda al gobierno pueden dificultar; incluso, imposibilitar la aprobación de buena parte de la agenda legislativa, eventualidad que se convertiría en una pesadilla para un gobierno nuevo. Si se le escapara el control de las mayorías parlamentarias, sería casi una tragedia para la gestión y la gobernabilidad.
La posibilidad de una crisis en la coalición mayoritaria y las consiguientes dificultades en el control de la gestión gubernamental son quizá las causas más próximas para la emergencia de esta nueva arena en la competencia política, la de la calle y la movilización de las multitudes.
Tal vez el gobierno quisiera estratégicamente: 1. Conjurar cualquier riesgo de alejamiento de los jóvenes que protagonizaron el estallido social entre el 2019 y el 2021, muchos de los cuales alimentaron la esperanza de un cambio y votaron por Petro, aunque pueden desencantarse, con los aplazamientos sin término de lo soñado. 2. Asegurar las bases populares ideológicamente más cercanas, dispuestas a la movilización, ante el argumento de que existen fuerzas empeñadas en impedir la misión del progreso. 3. Presionar a los aliados políticos, partidos de la coalición, con la firme intención, de que aprueben los proyectos de ley sin afectarles su contenido.
Sin embargo, el quid del asunto está justamente en el efecto contrario; en que por ejemplo le reforma de la salud no devuelva las cosas a un control excesivo y clientelista por parte del Estado; o en que la reforma política no perpetúe el mismo personal en el Congreso; o finalmente en evitar que prematuramente se corten los contratos de exploración petrolera, sacrificando el crecimiento económico.
Es decir, la clave para desenredar el ovillo está en reformar las reformas, hacerlo en un sentido progresista y técnicamente impecable, algo que nazca de la discusión argumentada y de los consensos transparentes; lo cual dicho sea de paso no desvirtúa para nada el mandato popular nacido de las urnas; más bien lo desarrolla, a través del equilibrio de poderes.
En esa perspectiva sería enriquecedora la movilización en la calle, como espacio complementario de la deliberación y la construcción de acuerdos, no como su escenario opuesto o, peor, hostil.
*Una versión de este artículo ha sido publicada en Razón Pública