Reflexiones

Publicado el RicardoGarcia

El Brexit o el quiebre de una ilusión global

La salida de la Gran Bretaña, oficializada este 31 de enero, tiene el efecto de una fuga frente a un proyecto ambicioso, el de la Unión Europea, que se apoya en dos propósitos medulares: el progreso y la paz; o para decirlo en el lenguaje de Amartya Sen, el desarrollo y la libertad.

Seis años después de que finalizara la Segunda Guerra Mundial, en 1951, cuando aun resonaban los esfuerzos de la reconstrucción a través del Plan Marshall, algunos países como Italia, Francia y Alemania Occidental se unieron en un pacto para la producción y comercialización del acero y el carbón. Poco tiempo después, seis países construyeron el consenso suficiente para crear en Roma la Comunidad Económica Europea, un objetivo trazado en la dirección de tener un mercado común para todos ellos y la unión aduanera correspondiente.

A las élites de tales naciones, las inspiraba el sueño de la paz, con el que a la vez superaran la irracionalidad de la guerra, de modo que la integración económica anulara los hegemonismos nacionales; estos últimos, caldo de cultivo para el arrebato alucinado de algún poder, mutado en pesadilla imperialista, tal como sucediera con el régimen nazi entre 1933 y 1945. La fe la depositaban en los frutos jugosos de la interdependencia económica, acompañada por los fundamentos constitucionales, adoptados ya por todas, antídoto para alejar cualquier deriva autoritaria. Lo cual hacía pensar que se instalaba, en el espacio europeo, la idea cosmopolita y contractualista del filósofo Emmanuel Kant, para quien un acuerdo explícito entre las naciones, organizadas bajo el estado de derecho, garantizaría una paz seria y duradera entre los pueblos.

La magia de este proyecto transnacional, que primero fue Comunidad y luego Unión, consistía en una ecuación virtuosa que, al sumar la economía y el derecho, el comercio y la ley, abriría como una fórmula providencial los horizontes de la prosperidad y la democracia; es decir, daría paso a una empresa colectiva, inicialmente económica y más tarde política, bajo alguna forma de ferederación.

El Reino Unido se vinculó solamente en 1973; y no fueron pocas sus reticencias, a pesar de que la Unión Europea se consolidaba desde entonces y mucho más cuando al correr de los años adoptó un sistema monetario estructurado alrededor del euro, además de establecer una Zona Schengen, para la libre circulación de personas; dos acuerdos que nunca suscribió la Gran Bretaña.

Fue la razón por la que desde 1990 se habló de la Europa en dos velocidades, pues una era la alianza entre Roma, Bruselas, Berlín y París, incluido Madrid, a ritmo de crucero; y muy otra, la de estas capitales con Londres, caracterizada por desplazamientos más lentos, dadas las exigencias de esta última capital. Con todo, sus compromisos económicos llegaron a ser intensos y voluminosos con la Unión Europea, en áreas económicas, tales como la pesca, la industria y el comercio.

Ahora bien, si la Unión Europea navegó con vientos favorables entre 1957, momento del mercado común, y 1992, año del Tratado de Maastricht, periodo en el que las cosas le eran favorables; por el contrario, desde finales del siglo pasado empezó a mostrar fisuras internas, que ponían en cuestión la esencia misma del proyecto.

La crisis de 2008 y 2009 con toda su onda recesiva que hundió a Grecia en la quiebra y paralizó en medio del desempleo a las economías de Italia, Francia, España y Portugal, despertó viejas fijaciones defensivas en casi todos los Estados de Europa. Por otra parte, no se hizo esperar en ellos la reacción contra las olas de migrantes provenientes del Oriente Medio, debido a las guerras, y del África, a causa del hambre.

Entre la crisis económica y la migración brotó otra ecuación, esta vez con resultados negativos, incluso desastrosos, que revivieron los viejos demonios del racismo, el nacionalismo y la xenofobia. Todos ellos, antivalores que destruyen el programa democrático de la Unión Europea, en un amasijo de populismos retrógrados como el de Viktor Orbán en Hungría, a los que no ha escapado la propia Inglaterra, tal como lo deja ver la prédica de Nigel Farage. Son populismos portadores de ideas, pulsiones y prejuicios, contrarios a la integración, que por cierto campearon en el referéndum de 2016, cuya decisión negativa ha sido confirmada ahora por la Cámara de los Comunes, votación con la que queda sellado el divorcio del Reino Unido frente a la Unión Europea.

Si esta última surgió como un conjuro provechoso contra la guerra y los nacionalismos autoritarios de la primera mitad del Siglo XX; ahora, los embates que fracturan el proyecto europeo provienen de la resurrección de tales nacionalismos retardatarios, nacidos en nuevos envases, menos dominantes, pero no por ello menos peligrosos, agentes como son de valores antidemocráticos, que respiran muy cómodos dentro del discurso populista, un discurso que convive con la democracia, pero que en realidad es su enemigo íntimo, tal como lo advirtiera Tzvetan Todorov en su momento.

El Brexit significa una ruptura por donde las relaciones eran quizá más frágiles; pero es un insuceso que no escapa a la coyuntura en la que son atacados los valores constitucionales del proyecto europeo, algo que podría representar un síndrome de retroceso. Solo saneable mediante una especie de fuga hacia adelante impulsada por toda la Unión Europea; esto es, una acentuación de sus nexos de integración, una consolidación de la dimensión social, y una estrecha unidad en términos políticos y militares.

Rector, Universidad Distrital

@rgarciaduarte

 

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