Entre muchos otros, el trámite de la reforma a la salud tiene tres tipos de inconvenientes: ideológicos, políticos y sentimentales. Y como cualquier problema en la vida, la manera en que se resuelva revelará el verdadero carácter de los involucrados.
Toda reforma tiene cargas ideológicas y técnicas. La de la salud la que más. Dejarla en manos del Estado, de los privados o en una combinación de ambos es una decisión profundamente ideológica. Petro y Corcho sostienen que el Estado es un mejor administrador de recursos públicos y un confiable garante de la prestación de este servicio esencial. No lo hacen de mala fe, sino por una vieja (y obsoleta, quizás) convicción de la izquierda: la estatización es el camino hacia el mejoramiento de la sociedad. Hay pocas evidencias que prueben esa premisa pero no hay quién los convenza. A lo mejor su creencia no se funda en los méritos del Estado sino en lo que ellos piensan que son las perversiones naturales de las empresas: su afán de lucro explotando un derecho ciudadano, y su tendencia a atender a los más ricos y mejor ubicados en la sociedad. Por el contrario, muchos colombianos hemos padecido en carne propia la precariedad de nuestro Estado para ejecutar impecablemente casi cualquier función que se le asigne, y nos inspiran más confianza las empresas privadas. Y es así por varias razones: una pésima gerencia pública; una desidia empedernida para prestar un buen servicio; una indignante despreocupación por los dineros públicos. Añádese el diseño descuidado de las instituciones públicas (hechas para no servir o para entorpecer) y la deplorable cultura de gestión que las rige (hay excepciones, como la Nueva EPS y Colpensiones, si algo malo no ocurre bajo la nueva administración). A lo que es obligatorio sumar la embestida de esa cultura nacional de la corrupción para la cual no hay recursos sagrados (alimentos para los niños, cementerios, transporte masivo). De ahí que sea una apuesta insensata asignarle la salud a esta poderosa maquinaria de ineficiencias.
En lo político, Petro convoca a la plaza pública a sus simpatizantes para discutir la reforma. A este gesto le cabe una doble interpretación. Como algo democrático y como algo antidemocrático. La gente marchando en las calles, enarbolando pancartas con consignas y vociferando contra los que piensan diferente, para al final concentrarse en una plaza a escuchar discursos airados; todo luce como si fuera un espacio democrático. Pero no hay deliberación, nadie escucha a nadie, no hay diálogo, solo peroratas del balcón a la calle. Y eventualmente la manifestación puede decidir que es buena idea clausurar el evento con la quema de algunos buses y establecimientos.
Una reforma a un sistema de la complejidad del de la salud discutida en estos términos no da lugar al optimismo. Sin embargo, es una acción política legítima que llevada hasta el caos es una de las preferidas del populismo. Es esta, pues, la paradoja: por esta vía se deslegitiman y neutralizan las instituciones representativas, establecidas precisamente para diseñar, discutir y ordenar las leyes.
El asunto sentimental es simple pero duro de abordar en una sociedad tan emotiva. Petro alega en su favor que lo inspira su amor a los pobres. Una consecuencia de esta posición es impregnar las políticas públicas de una molesta condescendencia: es mejor repartir pescados que enseñar a pescar. Otros pensamos que es preferible un Estado de derecho —donde tenga vigencia la Constitución— a un Estado benefactor —proveedor a discreción de asistencia social, en una especie de clientelismo de masas—. Llevar la relación entre Estado y sociedad civil al campo afectivo es una forma de infantilización y una expresión típica del populismo (evoca a «mis descamisados» de Evita Perón). Y más si se piensa que el cariño por los sectores bajos se complementa con odio y resentimiento hacia los medios y altos.
Uno quisiera susurrarle al presidente varias cosas. Que no confíe tanto en la competencia de gestión del Estado ni en su pulcritud como para entregarle el manejo de más de $80 billones y la salud de 50 millones de colombianos. Que la democracia de las calles es un mito de agitador de barrio. Que no privilegie a ningún sector social con su amor cristiano, y mejor nos trate a todos por igual como ciudadanos.
Manuel J Bolívar
Ingeniero Industrial y Magister en Ciencia Política, Coach certificado y Cinéfilo juramentado.