El olvido es la única venganza
y el único perdón
J. L. Borges
En su condición de viuda, Carmenza López no le correspondió el abrazo a la excombatiente Sandra Ramírez en un evento de reconciliación en Bogotá. El marido de Carmenza fue asesinado en Sumapaz por las Farc; Sandra acababa de pedirle perdón. Con gesto altivo, sereno y adolorido, afirmó que no lo aceptaría hasta tanto no le informaran dónde estaba el cadáver de su esposo y la razón de su muerte. Su proceso de perdón contempla la verdad pormenorizada, hasta llegar al final. En su caso, lo restaurativo es la memoria, conjeturo. Algunos analistas y políticos atizaron el digno desplante diciendo que no crean los exguerrilleros que la absolución la van a obtener tan fácilmente.
Otra idea tiene Clara Rojas. Permaneció seis años secuestrada junto con Ingrid Betancourt, tiempo durante el cual tuvo un niño. En una entrevista en El Tiempo expone su deseo de dejar atrás el episodio y la muerte del padre de su hijo. La entrevistadora, Maria Isabel Rueda, no disimula un tufillo reprobatorio. No entiende que el proceso de perdón de Clara contempla un reconocimiento genérico y pasar la página. En su caso, creo, cierto olvido es restaurativo.
Estas dos experiencias confirman un hallazgo ya reportado por investigaciones periodísticas y académicas. Entre más lejos una persona haya estado del epicentro de la violencia es más exigente: reclama justicia rigurosa, verdad minuciosa y reparación abundante. Todo lo que haga más arduo el perdón. Los residentes en los centros urbanos son más inflexibles y renuentes al desarrollo del Acuerdo de Paz que la gente de los territorios donde se libró la guerra. (A semejanza de las primas de la esposa que se enfadan más con el adúltero que la propia ofendida). Festejan los actos fallidos de reconciliación aún sabiendo que el precio lo pagan otros. Además de absurda, esta situación es infame.
En este contexto se interpretan el asedio político y el mediático contra la Comisión de la Verdad y la JEP. Así se percibe, además, la insistencia oficial en calificar de miliciano urbano a todo aquel que protesta. Invocan el pasado: la confrontación armada confiados en que solo impactará a los que están por allá.
¡Nosotros ponemos las palabras y ustedes, los muertos!, cavilan.
La matriz de reconciliación la conforman múltiples elementos. Perdón, verdad, justicia, reparación, no repetición. Lo deseable es maximizarlos a todos: total verdad, justicia con severas pérdidas de libertad, reparación material satisfactoria, memoria eterna, destierro político para los victimarios. De esta manera sería posible un abrazo fraterno. Por desgracia la vida no funciona así. En un acto de realismo deberíamos aceptarlo: no hay receta perfecta que satisfaga a plenitud a todos y el Estado debe optar por alguna. Y ésta fue el Acuerdo de Paz, que está cumpliendo cuatro años.
Implicó una gran complejidad establecer las dosis apropiadas de cada ingrediente. Cuánto de verdad, cuánto de castigo, cuánto de reparación. Habría sido más fácil si contáramos con un consenso sobre poderosos propósitos esperanzadores: por ejemplo, detener esta espiral de odio y darnos una nueva oportunidad sobre la tierra.
En tanto, las víctimas padecen un calvario. Por eso se impone la creación de un ambiente emocional que las ayude a salir del lodazal de dolor y resentimiento en vez de uno que las someta a la cadena perpetua de ser víctimas.
De muchas formas comienza la curación de las heridas. Desde el reconocimiento de que hubo un conflicto interno, la restitución de tierras a los millones de desplazados, la recuperación de los restos de sus seres queridos, monumentos a la memoria de los desaparecidos y asesinados, hasta la terapia sicológica y el diagnóstico sociológico que permitan darle sentido —ni justificación ni explicación— a lo que pasó y así superar el severo trauma personal y social que nos devora. Sin embargo, al final, el acto de perdonar es personal e intransferible y no debe ser trazado por terceros desde el sofá de sus casas.
Veinte años después, conmueven las historias de humildes mujeres que recorren despachos oficiales, oficinas de ONGs, salas de prensa, calles empolvadas, con una foto de su marido policía secuestrado y desaparecido por las Farc o la de su hijo ejecutado por el Ejército. He ahí la hondura de la herida de la guerra.
Recordar no siempre es vivir. De la memoria, con frecuencia, se abusa: basta pensar en los motivos por los que están derribando monumentos. El perdón constituye un rompimiento del vínculo con el pasado y con los verdugos. Configura un acto prodigioso de liberación y redención. (Que las primas de la esposa engañada se calmen y dejen que la pareja viva en paz).