Acaba de salir al mercado el libro «La ruta del pragmatismo» del filósofo y analista Andrés Mejía. Su lectura ilumina, en general, algunas facetas de la cultura política colombiana y, en particular, el origen de algunos atolladeros del actual gobierno. Al recorrer, de la mano del autor, algunas claves del pensamiento pragmático, se concluye que ser prácticos no es una de nuestras virtudes predominantes. Y quizás eso explique en cierta medida nuestras dificultades. 

El pragmatismo es la tendencia a resolver problemas dentro de un marco ético. Es la preferencia por lo funcional más que por lo perfecto. Es una mentalidad no centrada en la búsqueda de las causas últimas ni en el esfuerzo por el hallazgo de salidas definitivas. Por el contrario, privilegia la consecución de propósitos concretos, graduales, alcanzables, en vez de proponerse metas inviables. Se trata en otras palabras de alcanzar pequeñas victorias reales, y no grandes victorias morales. Valora el triunfo de carne y hueso por sobre las victorias ideológicas. Busca premiar el resultado, no el esfuerzo ni la intención; y eso es algo cuestionador del proverbio nacional de que lo importante es la intención. Y cuando se trata del bienestar de una sociedad o de un individuo, las ideas prácticas son las que cuentan.

Con la guía de varios pensadores y de sus experiencias personales,  el autor presenta conceptos que le dan forma a una manera pragmática de pensar, decidir y actuar. Son ellos: trade-off, compromise y negociación, los cuales permiten establecer los equilibrios requeridos para materializar logros específicos y efectivos. No entraré en detalles acerca de estas ideas. Solo quiero resaltar algunas de sus orientaciones generales para desarrollar un pensamiento pragmático.

«Los resultados concretos son preferibles al ideal excelente que nunca fue ni será». Tomar este camino implica asumir costos (económicos, políticos, personales). Se renuncia a algo para poder obtener otra cosa también estimable, se avanza y progresa. Para ello hay que establecer un difícil equilibrio entre propósitos, recursos y posibilidades. Exige abandonar el Jardín de las Delicias, «donde todo era armónico, gratuito e ilimitado y donde todo era posible», y pasar al Jardín de la Realidad, «el mundo de la escasez, de la contradicción, de la angustia y de los dilemas». En Colombia son frecuentes los estatutos, leyes y planes impecables que no pueden llevarse a la realidad. Todo por desdeñar los costos, subestimar las competencias institucionales y humanas necesarias, sin contar con la impajaritable falta de voluntad política de aplicarlas. Al final solo queda un registro simbólico que poco le sirve a los ciudadanos. El Acuerdo de Paz firmado con las Farc ejemplifica de alguna manera esta mentalidad de abarcar mucho y apretar poco: pese a haber sido alabado en el mundo entero, su aplicación cabal se ha visto neutralizada por la exigencia de enormes recursos económicos para implementarlo, la necesidad de crear un sinnúmero de nuevas instituciones, y la falta de un consenso nacional poderoso que impida que otros gobiernos lo vuelvan trizas en el camino. Y ahí estamos: con avances lentos e insatisfactorios, y una paz siempre elusiva. 

«No siempre nuestras pretensiones van a ser armónicas con las de los demás». A veces, incluso, en nuestra mente coexisten propósitos valiosos, a veces contradictorios o al menos imposibles de materializar simultáneamente. Esta pluralidad de aspiraciones obliga a la transacción con otros o con uno mismo, al establecimiento de acuerdos que equilibren aunque sea precariamente estas colisiones. Esa es la vida real. Nadie, ningún dirigente o partido, en una sociedad democrática, puede arrogarse la facultad de ignorar esta diversidad de aspiraciones e intereses. Nadie es el pueblo entero. Aceptar esta realidad exige, si se quieren enfrentar los desafíos, si se desea que las cosas ocurran, entrar al campo de la negociación y los equilibrios. Lo que implica escuchar a los otros para permitir la emergencia de nuevos arreglos. Arreglos inspirados en un afán común: construir alternativas funcionales. Gobernar es un asunto difícil, dice el autor, toca contentarse con resultados insatisfactorios.

«Las sociedades (y dirigentes) que se concentran en hacer juicios morales pueden ir perdiendo su capacidad de encontrar soluciones prácticas a los problemas». A veces preferimos las declaraciones grandilocuentes de principios morales abstractos que la solución práctica de un problema. Nos enfocamos en la búsqueda de a quién echarle la culpa, antes que en una salida hacia las posibilidades de acción y alcance de los propósitos. El autor trae un ejemplo muy dramático. Se trata del ex senador Jorge Robledo, llamado el Dr No, porque siempre votaba en contra de cualquier propuesta presentada en el Congreso; lo hacía con discursos conmovedores, repletos de invocaciones moralistas, sin que jamás propusiera algo útil. Como premio a su incansable y estéril «verticalidad moral», lo elegimos repetidamente como el mejor senador. De este tamaño es nuestro sesgo cultural. Ahora está en coalición con un precandidato con el mismo tono. Son protagonistas tristes de un tipo de exhibicionismo moral. El presidente no se queda atrás. En general, prefiere la búsqueda de abstractos logros de alcance cósmico al diseño de soluciones efectivas. Su reforma de la salud es el ejemplo más doloroso. Su método consiste en quebrar huevos por doquier sin que por ninguna parte sea posible ver la tortilla.

Este es apenas un comentario superfluo a un libro de gran riqueza en contribuciones al desarrollo de una cultura de lo posible, lo concreto y lo funcional, en un país abrumado de urgencias, donde sobran los discursos, las victorias morales y las demostraciones de coherencia ideológica, y apremia el arreglo de las cosas. Recomiendo su lectura, en especial a los setenta y pico precandidatos (a esta hora y día). A ver si acogen la idea. Es una ruta al pragmatismo.

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