Tenemos que decirle basta a la división que nos enfrenta como pueblo. 

GUSTAVO PETRO, Discurso de posesión

Las masivas manifestaciones del 21 de abril y del 1 de mayo han sacado a relucir un nuevo talento colombiano: la interpretación de marchas ciudadanas. Ahora todos tenemos la propia. Esta es la mía.

Cada bando considera a la suya como la verdadera marcha, la movilización del «pueblo» genuino por la defensa de la democracia; y a la otra, una expresión de personas obligadas y manipuladas por  políticos, empresarios y redes sociales. 

Para el presidente, la del 21 fue «la marcha de la muerte», la de los «nostálgicos de la esclavitud». Concentró su mirada solo en dos grupos: el que cargaba un ataúd con el anuncio del entierro de las reformas del gobierno, y el que voceaba su destitución. Eso vio y resaltó el presidente en la tarima. 

Por otro lado, la oposición consideró a la de mayo una concentración de empleados públicos obligados a marchar, sindicalistas anacrónicos y maestros aleccionados por Fecode. Y al presidente, un oportunista por haberse montado en la celebración histórica del Día del Trabajo para mostrar músculos ante la oposición. 

Como en toda interpretación interesada, hay algo de verdad y algo de mentira. No obstante, las marchas son cosa seria. 

Las manifestaciones públicas tienen un impacto político simbólico relevante: van creando una cultura política, una manera de ejercer la ciudadanía. Son una forma de participación política no decisoria y menos deliberativa —a ritmo de vivas y abajos nadie discute, contrario a lo sostenido por los caudillos—, pero sí mandan un mensaje a la sociedad. Crean hechos políticos. Ponen en evidencia inconformidades.

Acierta el presidente en algunos comentarios. Hay una oposición radical con dos consignas: obstaculizarlo o tumbarlo. O las dos cosas. Y esto no tiene mucho sentido. Es una apuesta a «pierda Petro aunque todos perdamos». Cómo desconocer la urgencia de una transformación social dirigida a acelerar el logro del bienestar de sectores históricamente marginados. Cómo negar que una destitución amañada generaría una confrontación social fuera de control.

Yerra al considerar que la mayoría de estos ciudadanos del 21 de abril están empeñados en lo mismo, y responden mansamente a los llamados de la extrema derecha. Por el contrario, a mi juicio, son personas identificadas con un centro moderado (que no trata de inventar el mundo desde cero para alcanzar la justicia social) y quiere soluciones para sus agobiantes problemas (esperan más pragmatismo y menos ideología y carreta).

Estos sectores del centro, ante la ausencia en la cancha de organizaciones y dirigentes propios —¿actúan en la clandestinidad?—, están apareciendo muy a su pesar en la foto de la extrema derecha, y sus líderes se han apoderado de la vocería de aquellos que perdieron la confianza en que se cumpla la promesa presidencial de que gobernaría para todos. 

Y el presidente está haciendo su mejor esfuerzo para animar este desplazamiento. Invita a un acuerdo nacional a quienes, en su opinión, no quieren ver a un viejo pobre con pensión ni a un médico y una enfermera atendiendo a alguien en un lejano territorio. Venenosa la invitación. Qué insensatez. Agraviando a la gente está haciéndole un favor a la derecha. Porque menosprecia a los cientos de personas que simplemente expresan su inconformidad por lo que evalúan como mala gestión, rechazan la estrategia de convertir en públicos los servicios que prestan o pueden prestar los particulares, y están preocupados por el insatisfactorio diseño de algunas reformas. 

Petro no perdió la calle como declaran sus contradictores. Las marchas de apoyo fueron multitudinarias, sinceras, joviales y pacíficas. Lo mismo no puede decirse de su discurso. Ni jovial ni pacífico. Divisivo y hostil, exaltador de un resentimiento social que fractura la sociedad, y en vez de sembrar esperanza en todos los ciudadanos sin exclusiones, genera miedo en algunos y rabia en otros. 

Seguramente es producto de su sobrediagnosticado ánimo agitador, su paranoia política, su vocación de víctima profesional —rasgos muy comunes entre sus activistas—. Cuando Antonio Caballero escribe que el mayor problema de Petro no son sus ideas sino él mismo, estamos tentados a darle alguna razón.

Podría sumar a su haber logros para mostrar al final de su periodo. La dura reforma tributaria, el plan nacional de desarrollo Colombia potencia mundial de la vida, producto de 51 diálogos regionales y cuyo solo título emociona. Reconocer  que, con una que otra concesión y honrando la palabra empeñada, saldrían adelante las reformas pensional y educativa. Esmerarse en la ejecución de la reforma agraria. Pero no lo está haciendo. Le puede la desidia administrativa. Prefiere ser un botafuego verbal. (Ahora no estoy tan seguro del futuro de sus reformas con el escándalo de corrupción en la UNGRD. Le puede restar  aún más su credibilidad y gobernabilidad).

Por esas razones cunde la incertidumbre. Una sensación que llevada al extremo es ruidosa y ruinosa. Paraliza las decisiones de crear o ampliar empresas. Quita las ganas de adquirir casa, carro y beca, de emprender un proyecto de vida. Aumenta el desempleo. Polariza extremadamente a los ciudadanos, borrando de un manotazo la moderación y la conciliación en sus comportamientos.

Aún así, no hay que perder la ilusión de que es posible reducir esa incertidumbre. Calmando los ánimos, promoviendo una controversia pública decente y creando confianza. Por el momento, el debate público está siendo monopolizado por las voces más extremistas de la oposición y del gobierno, expertos «manufacturadores de la crispación».

Para seguir la pista

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