Reencuadres

Publicado el Manuel J Bolívar

Grupo élite

 

(Tomado de El Espectador, edición del 28 de febrero de 2021)

Brota el optimismo ante el abanico de precandidatos a la presidencia. Puede ser atrevido —y falaz—, afirmar que pocos países de Latinoamérica pueden darse el lujo de contar con un grupo tan surtido y  multitudinario, aunque no siempre preparado (que es el efecto Duque), para ocupar el máximo cargo. Hay figuras políticas para todos los gustos, con propuestas provenientes del liberalismo conservador y del liberalismo progresista y sus variantes extremas. Élite política es lo que sobra. 

El término élite es repelente. Sin embargo, es un concepto estudiado con rigor por la sociología y la ciencia política. Estas disciplinas consideran su surgimiento como inevitable en cualquier sistema; incluso en la democracia representativa. Hay élites militares, académicas, sindicales, económicas, y políticas; contemplan un conjunto de individuos con buena información y formación, conciencia de su estatus, cierta organización y coordinación de acciones, con redes sociales y políticas, acceso a medios de comunicación y ambición de poder. Este grupo de precandidatos bien puede catalogarse como una élite del poder. Y élites son tanto las que toman decisiones como las que se oponen a ellas porque sus formas de pensamiento, ética, modos de sentir y actuar dejan huellas o cicatrices en la sociedad.

La pregunta que aflige a los inconformes con lo que es Colombia, es obvia. ¿Por qué razón, entonces, estamos como estamos si contamos con semejante cantera de dirigentes?  

Y ¿por qué inconformes? Pues porque hay cosas que no funcionan y ponen en duda ese mito acerca de que «Colombia es el mejor vividero del mundo». Por supuesto, estamos mejor que hace veinte o cincuenta años, pero ese avance es insuficiente para pagar las facturas y  poder caminar de noche por un parque. 

No hemos podido resolver problemas esenciales para todos: subsistencia decorosa, vivir en paz, justicia oportuna, educación excelente. 

Este obsceno nivel de desigualdad.  El 71 % de la gente es pobre y vulnerable. El esplendor que nos encandilaba al ver llenos los centros comerciales y los hoteles de San Andrés estaba a cargo del 29 % o menos de la población. 

Este nivel de violencia por cualquier motivo. Desde los más encumbrados como el derecho a la vida o proteger un bosque, hasta los más triviales como el robo de un celular o una diferencia de pareceres entre hermanos sobre el América y el Cali el día de la madre. Hay algo en nuestra cultura que nos hace reaccionar como hienas ante la menor contrariedad. Pocos tan queridos y a la vez tan furibundos como los colombianos. 

Este desmoralizante nivel de inoperancia de la justicia. Muchas capturas menores, numerosas acusaciones, pocas condenas y procesos eternos. Tanta impunidad que obliga a algunos al escrache y a otros a la mano propia. Ninguna reforma del aparato judicial prospera porque a su alrededor gira una comunidad —otra élite— de juristas con intereses mezquinos, baja formación profesional y peor ética. Poseemos un patrón cultural dirigido a judicializar todo pequeño o gran conflicto y convertirlo en un infinito pleito entre abogados. 

Este deficiente nivel de la educación pública, que poco contribuye con la movilidad social. Un joven de colegio público está en inferioridad de condiciones frente a otro de colegio privado. Y ese desequilibrio se pagará en el momento en el que intente ingresar a una universidad de calidad o simplemente cuando pretenda resolver problemas complejos y aspire a un empleo exigente. Se enfrenta al mundo moderno con menores competencias e inclusive con debilidades cognitivas. Ahondando la desigualdad. Las empresas están llenas de auxiliares con pregrado y posgrado en áreas administrativas, mercadeo y finanzas.

Por estas razones uno se ilusiona cuando ve semejante ramillete de precandidatos llenos de laureles. Gente decidida a dirigir el país y transformarlo en un mejor sitio para trabajar, pasear, levantar familia, prosperar. 

Pero ninguno en solitario puede hacerlo. La inteligencia individual es insuficiente; es indispensable una especie de inteligencia colectiva. No obstante, todos defienden la supremacía de sus soluciones y lo errados que están los demás ¡Si solo fueran capaces de construir consensos alrededor de los grandes problemas! 

Hasta ahora no hay nada que apunte en esa dirección. Cada quien considera una cuestión de honor posponer sus ambiciones, aceptar reglas, hacer alianzas, articular intereses, firmar un pacto nacional, acelerar la historia. Cada uno quiere un país a su gusto. Sus egos XL no caben en su ropa S. Este es el grupo élite de dirigentes cuyo desempeño nos tiene intranquilos. No concuerdan ni en la defensa de la vida. La falta de pragmatismo (para resolver problemas básicos) e incompetencia  (para llegar a acuerdos en lo fundamental, que es la naturaleza de la política) son alarmantes. 

De paso debe resaltarse que, según el Observatorio de la Democracia de la Universidad de Los Andes, la más reciente fractura de élites (la ruptura entre Uribe y Santos, los dos gestores del Acuerdo de Paz en diferentes etapas) produjo una caída del 55 al 32 % (hoy va en 18 %) en satisfacción con la democracia. Y esta es la sopa propicia para criar bacterias populistas de ambos extremos. He ahí el efecto colateral de  la ausencia de un proyecto de país en las élites.

Al Estado y a las élites hay que ponerlos bajo control ciudadano si queremos conservar la libertad y asegurar el progreso de todos. Para eso servirían las elecciones del 2022. 

Es imperioso convertir el postizo eslogan «Colombia es el mejor vividero del mundo» en una sincera intención colectiva. Si bien es improbable, al menos es inspirador.

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