En los modelos de negociación de conflictos se dice que un buen acuerdo es aquel en el cual cada parte se siente ganadora. Ambas perciben que obtuvieron una cuota importante de lo que aspiraban. Este estado se denomina gana-gana. Y se postula como el cierre ideal de una disputa. 

Todo parece indicar que la reciente contienda electoral —que es una especie de conflicto social manejado amablemente— terminó en un gana-gana. Todos, se sienten ganadores. Nadie vacila en sacar del cubilete un trofeo que pueda reivindicar como muestra de su victoria, por discreto o imaginario que sea. Una cifra cualquiera (un crecimiento con respecto al pasado, una caída menor en sus votos; un cargo público (alcalde, concejal, diputado, edil); incluso, se resalta un segundo o tercer lugar por tratarse de su primer intento o por la adversidad que tuvo que enfrentar. Cualquier cosa es ganancia. Por raro que suene, que nadie se sienta ganador o perdedor absoluto es un logro civilizador.

El presidente Petro, por ejemplo, pone sobre la mesa que logró el 70% de los ediles de Cali (así es, los olvidados integrantes de las JAL); Daniel Quintero, barrido en Medellín, resalta que obtuvo votos en algún olvidado municipio de Colombia; el partido liberal y el conservador sostienen que lograron la mejor votación nacional; el Pacto Histórico argumenta que nada tenía y que lo poco logrado es ganancia. Solo el sinuoso Gustavo Bolívar ha sido franco: lo de Bogotá fue un voto castigo al gobierno. Y si se acepta lo que afirman algunos analistas en el sentido de que esta vez el antipetrismo se coló en los temas locales, parece que se mandó un mensaje de protesta al presidente. (Lo confirma, por lo demás, el hecho de que él mismo tomó la elección de alcalde en Bogotá como un asunto personal).

Claro que como es propio de su carácter, no escucha cuestionamientos a sus ideas, solo confirmaciones. Pero no hay que llamarse a engaños. El fortalecimiento del Pacto Histórico fue marginal, casi decepcionante, según reconocen algunos de sus dirigentes.

Hubo además otro mensaje que no puede ignorarse. La vieja política ha vuelto. Las tradicionales maquinarias electorales, los nefastos clanes familiares, los operadores políticos sin dios ni ley, si que están en posición de reclamar victoria. No son pocos los candidatos con un pie en los juzgados y otro en la cárcel que salieron triunfantes. Por supuesto, hay excepciones a este hecho nacional: Bogotá y Cali, y seguramente muchas más, que generan esperanza. En general, la vieja clase política, la honesta y la no tanto, salió ganadora. Mantuvo o recuperó su dominio en las regiones. Y esa es una noticia que tiene tanto de largo como de ancho. Por lo visto, algunos ciudadanos  optaron por lo que consideraron el mal menor.

Para muchos, este resultado fue una bocanada de aire fresco ante tanto desasosiego por los inflamados anuncios del gobierno, que cada 24 horas casa una nueva pelea con alguien en alguna parte del país o del mundo y que no disimula su hostilidad por los empresarios y las clases medias y altas. Vale agregar que ahora los sectores atemorizados podrían disponer de una especie de contrapoder regional a la amenazante ola de reformas en curso. 

Sin embargo, una cosa es rechazar al gobierno por sus maneras e ideología y otra es pensar que el país venía gozando de buena salud antes de su llegada. Hay situaciones que urgen cambios: salud, pensiones, tierras, la lucha contra el narcotráfico, la paz, el cierre de la brecha social, la manera de hacer política.

La vida no es fácil para casi la mitad de colombianos. Esto es insostenible. Por desgracia, la ahora victoriosa clase política —alojada en los dos grandes partidos tradicionales y en la treintena restante— no se muestra muy interesada en hacer algo al respecto. Sus ímpetus rara vez dan para algo más que la conservación de cuotas de poder y acceso a recursos públicos. Es insólito que el denominado establecimiento no haya tomado en serio el estallido social y el ascenso de un gobierno de izquierda, y se esfuerce tan poco en la promoción de ajustes de fondo que mejoren la vida de la gente. 

Lo mismo los partidos: están en deuda con el país. Se supone que deben ser vehículos de las necesidades de los ciudadanos; protagonistas de una conversación pública civilizada; coordinadores de acciones para lograr objetivos comunes; y sobre todo rigurosos reclutadores de nuevos y mejores cuadros políticos. Una democracia requiere partidos consolidados. No obstante, ni la clase política ni los partidos están dando señales de estar a la altura del momento.

Merecido, pues, este llamado de atención electoral al gobierno; pero si es para que todo siga como siempre, nos esperan tiempos tempestuosos. Ahora más que nunca hay que insistir en reformas moderadas y realistas; de pronto surgidas del famoso Acuerdo Nacional, que a veces anuncia el presidente, que debería comenzar a materializarse a partir de los resultados electorales. De lo contrario, la sociedad colombiana continuará siendo la gran derrotada.

       

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