Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.
AUGUSTO MONTERROSO (Escritor guatemalteco)
La memoria suele ser corta y selectiva. Solo recordamos lo que nos conviene y tranquiliza. Del estallido social que vivió Colombia en 2021 recordamos su finalización de alguna manera. También, los numerosos muertos, desaparecidos y heridos; una economía más lastimada que cuando ocurrió el confinamiento por el Covid (es posible explicar parte de la alta inflación en alimentos por lo ocurrido en aquellos días que estremecieron nuestro mundo); y el surgimiento de una lucha de clases cuyo resentimiento y miedo perviven: insistimos en mencionar a los jóvenes vándalos de la primera línea y a los fascistas camisas blancas de Cali.
No obstante, el levantamiento de las barricadas y los escombros no significó la solución de muchos asuntos. Sabemos que el gobierno Duque ninguneó a los organizadores originales y su acotado pliego de 135 puntos y en cambio improvisó una «Gran conversación nacional» con 150.000 personas quienes presentaron 13.000 peticiones. Se conversó con todos en general y con nadie en particular. Y el gobierno salvó su pellejo hasta la llegada del nuevo.
Resaltar como un gran logro la reversión de la reforma tributaria del ministro Carrasquilla es una exageración: en realidad no afectaba gran cosa a los sectores populares, como dijeron los huelguistas, sino a la clase media. Tan solo fue la excusa perfecta para liberar la rabia contenida, como había ocurrido meses antes en Chile en donde el estallido explotó por el aumento de treinta pesos en el pasaje del metro y terminó en un complejo proceso para cambiar la Constitución y en el triunfo del gobierno izquierdista de Boric. Los impuestos y los pasajes solo fueron disparadores para sacar a flote el hartazgo social.
Hay similitudes entre ambos casos. No hay consenso en la determinación de las demandas centrales de los movimientos ni en la identificación de los líderes sobresalientes. Algo tan generalizado y con tan diversas peticiones desbordó las mesas de negociación. Fue una rabia contra todo por parte de una heterogénea población (no solo de izquierdistas porque no son tantos en ninguna parte del mundo: jóvenes pobres, desempleados y sin educación, grupos violentos, madres pobres, universitarios, delincuentes, indígenas y negros, fracciones lumpescas, artistas, profesores, y un extenso etcétera de personas indignadas). Su agenda era difusa, maximalista y contradictoria. Aprovecharon el momento para vociferar su desagrado y desánimo. Por supuesto, también surgió la hipótesis de que fueron levantamientos populares mangoneados por una Internacional Socialista. No es descartable una cuota de conspiración mundial.
Entonces ¿cuáles fueron los problemas concretos planteados por los protestantes? ¿Cuáles fueron sus exigencias? Difícil resumirlo en pocas líneas. Se plantearon todo tipo de reivindicaciones. Al menos los chilenos se decantaron por un accidentado cambio de Constitución aún en curso. Pero en Colombia, ¿qué cambios se esperaban como consecuencia de esta revuelta?
Hay una posible respuesta poco tranquilizadora. La protesta fue contra un estado de cosas, contra un orden social, contra la manera como el sistema no está funcionando para todos por igual. Una parte importante de la población no la está pasando bien —según un estudio de Gallup, si pudiera, la mitad de los colombianos se iría del país—. Y no se trata de explicar —porque sería mentira— que es debido a que el país no ha progresado en los últimos treinta años: todos los indicadores sociales y económicos mejoraron (acceso a educación, vivienda, servicios públicos, salud, mayores ingresos, en fin). Sin embargo, ha sido insuficiente para esa parte de la población cuyas expectativas son crecientes y ha perdido la paciencia para esperar. Aspiran a un Estado eficaz, legítimo y más preocupado por su bienestar, a mayor movilidad social, a una mejor educación, a más trabajos dignos, a la esperanza de tener pensión, entre muchas cosas.
Y obviamente como eso no se logró en la mesa de conversación con un gobierno menospreciativo, se produjo el triunfo electoral de Petro, un candidato de izquierda atizador del levantamiento. Quizás por eso Alejandro Gaviria afirmó que fue positivo para el país el triunfo de Petro, porque podría controlar la explosión social.
No debe ser liviano el peso de las expectativas de los votantes que carga el presidente sobre sus espaldas. Eso explicaría su intención de reformar todo lo que pasa por su mente delirante y agorera, sin priorizar ninguna idea, ni liderar la gestión de su inexperto equipo. Se percibe su falta de claridad para definir por dónde empezar porque sueña con atender —cual hombre providencial— las 13.000 peticiones del estallido social. Con el agravante de sus falencias para construir consensos con otros sectores y dejar sembrados avances reformistas, como exige un trámite democrático. En esas arenas movedizas está pataleando.
Y este apuro no debería producir satisfacción ni sosiego en quienes están en la otra orilla política. Hay que bajarse de esa nube: el fracaso de Petro no amainará la tormenta social. Por el contrario. Si el gobierno no soluciona ni cambia nada, confirma la vigencia de las causas del estallido. Por ahora, los datos disponibles no dan lugar al optimismo: pobreza (casi 40%), desempleo (10%), inflación (9% o más) e informalidad laboral (sinónimo de marginalidad y precariedad, superior al 55%). Cabe agregar la presencia de grupos armados por todo el país listos con su plata y pólvora para ayudar a crear el caos, la proliferación de bloqueos de carreteras por cualquier motivo y una economía en problemas.
Ante semejante panorama, produce desazón la parsimonia de las élites y de los ciudadanos en mejor situación ante la magnitud de la desigualdad y la frustración social. Se está dejando a merced del populismo este torrente de descontentos. Están subestimando el asunto. Descartan que la explosión social puede estar en modo pausa. Más allá de eso, creo más en la fraternidad que en el miedo para movilizar acciones de mayor justicia social.