Se han lanzado diversas hipótesis para explicar el triunfo de Trump. En cada país los políticos intentan extraer lecciones aprovechables, bien sea para tomarlas en serio o para mejorar sus estrategias electorales. Todo porque muchos conjeturan que ganaron tendencias culturales que pueden estar gestándose en otras partes.
A mi juicio, hay al menos una enseñanza insoslayable para Colombia —aunque no estoy seguro si pienso con el deseo o en realidad puede estar ocurriendo—.
Pero dejésmola para más adelante.
Hay tesis explicativas liberales y conservadoras. En las primeras, se percibe cierto desprecio por los votantes de Trump. Ven allí una rebelión de los no-educados, aquel 65 % de los estadounidenses sin estudios universitarios. Son, según esta perspectiva, personas ignorantes, víctimas de la manipulación de las falsas noticias, homofóbicos, racistas, nacionalistas, patriarcales, amantes de las armas, con bajos estándares morales y éticos, fascistas, antiabortistas, granjeros y extrabajadores industriales, ansiosos de volver al pasado glorioso de su país. Gente deplorable, como dijo Hillary Clinton; o basura, como dio a entender Biden. En fin, todos hechos a imagen y semejanza de su líder.
Estas versiones son irrespetuosas y arrogantes. Si alguien no vota como yo, entonces es un estúpido. Menosprecian que desde 2016, los votos por Trump y sus políticos, con pocas excepciones, no han hecho sino aumentar hasta alcanzar una cifra superior a los 76 millones. El partido republicano se ha apoderado de la presidencia, tiene mayorías en el senado y la cámara, y su poder en las Cortes es cada vez mayor. Lo de Estados Unidos no es una anomalía ni una desviación, es una tendencia. Es rebatible, pues, ver a esta nación como presa de una epidemia de estupidez, ya detectada en otras partes. Sin dejar de reconocer algunos de estos elementos culturales en sectores del trumpismo, debe haber mejores explicaciones para estas preferencias electorales tan contundentes.
La versión acerca de que se trata de una reacción conservadora agrega elementos más inquietantes. Hace referencia a la recuperación de temas olvidados de gran valor para la gente. Tales como sentirse parte de una comunidad de ciudadanos y no solo de un grupo particular (población LGTBI+, minorías étnicas, inmigrantes, mujeres, jóvenes, proabortistas, ambientalistas), o sea, una idea universalista y no tribalista de la sociedad. Los excesos perfomáticos, la exigencia sinfín de privilegios o de discriminaciones positivas por parte de estas comunidades, su intolerancia y dogmatismo, han producido una reacción adversa a sus causas. En pocas palabras, se trata de un rechazo a las ideas de la izquierda woke. Aquella que cambió las reinvindicaciones de bienestar general por las demandas de reconocimiento de segmentos específicos de la sociedad. La gente, sostiene esta interpretación, votó contra el énfasis otorgado a lo identitario en las políticas públicas y en el discurso propuesto por los demócratas.
La razón de esta orientación del partido demócrata puede encontrarse en el predominio ideológico ganado en su interior por parte de sectores de clases medias altas. Su conciencia posmoderna parece limitarse a la defensa de grupos minoritarios o víctimas de injusticias crónicas. Han dejado de mirar a la población pobre desechada por la globalización desenfrenada y a los sectores medios, temerosos de perder lo que han logrado con su esfuerzo. Desdeñan el bienestar material de la gente de a pie: el empleo, sus ingresos, la seguridad, sus afugias diarias. Eso explicaría la erosión paulatina de sus bases electorales.
Sin embargo, a mi parecer, una tesis más perspicaz para explicar el comportamiento electoral de los norteamericanos es que Trump y su partido lograron ensamblar un discurso cínicamente inspirador. Le hablaron a la gente, no como víctimas de alguna injusticia, sino como personas con aspiraciones en la vida. En vez de expresar conmiseración por sus dificultades, alentaron sus sueños de progreso (y quizás de venganza). Sectores sociales que no quieren ser salvados sino reconocidos como integrantes de la sociedad. Eso, quizás, explica el crecimiento del apoyo a Trump en los grupos de latinos, negros, mujeres, jóvenes. Mujeres y hombres deseosos de ser tratados como ciudadanos plenos de una sociedad y no como criaturas menores necesitadas de ayudas sociales y protección especial. Individuos deseosos de salir adelante, que, en vez de muletas estatales para caminar, solo demandan «el pequeño empujón» para volar por cuenta propia. (Es evidente que este planteamiento emancipador es un vil engaño en boca de Trump).
Aún así, de confirmarse esta hipótesis, sería un paso en la dirección correcta en el camino hacia la contención de esta «perversa espiral de victimización» en la que está enredado el progresismo, en particular, y el pensamiento liberal, en general. Que ha cogido una fuerza inusitada en nuestro país. Aquí, con un poco de paciencia e imaginación, todos nos descubrimos víctimas de alguna cosa. El estatus de víctima, otrora establecido para buscar reparación para los realmente afectados, se ha transformado en un rótulo que todos quieren fijarse en el pecho para aumentar derechos y mermar deberes. Hasta la extraordinaria y valiente periodista Maria Jimena Duzán, lleva 34 años subrayando su condición de víctima por el asesinato de su hermana Silvia a manos de paramilitares. Pareciera un regodeo en el trauma.
Y esa es, en mi opinión, la mejor lección para la dirigencia política colombiana de la experiencia norteamericana: la urgencia de tratar a la gente como protagonistas de su vida y no como víctimas. Porque quizás en vez de dádivas oficiales, esperan una educación de calidad e igualdad de oportunidades. Dejar de imitar a los funcionarios públicos actuales, a quienes se les iluminan los ojos cuando anuncian la gratuidad o el subsidio de algo —como si eso fuera un indicador de éxito de su gestión— porque les sirve para alimentar su delirio de redentores. Y el presidente, el artífice de este encantamiento, se presenta en su doble condición de víctima y mesías.
Quizás llegó el momento de cambiar el chip. Que la acción política desarrolle protagonistas y ciudadanía, y no víctimas y filantropía. Personas a cargo de su vida y no en espera de que el Estado lo haga. Visto así el asunto, hasta del impresentable Trump es posible extraer algo positivo.