Yo no lo sé de cierto. Lo supongo.

Jaime Sabines

 

«La soledad del poder» es otra de las sentencias lapidarias de García Márquez. Y es una dura realidad de las personas que ocupan altos cargos en el Estado y en las empresas. Para atenuarla, quizás, los poderosos más desatinados suelen rodearse de acólitos y de copartidarios; de individuos de menor estatura intelectual y experiencia, que solo pronuncian alabanzas y hacen genuflexiones; que no osan retroalimentarlos acerca de sus fallos, y menos, controvertirlos. Por el contrario, los deslumbran con mentiras y ensoñaciones que endulzan sus oídos y confirman sus ideas, sobretodo las pésimas. Además, para protegerse de esa sensación de soledad, algunos hombres y mujeres en el poder desarrollan una sólida soberbia y se curan de cualquier síntoma de humildad. Temen perder autoridad y dejar de ser ellos mismos.

Le pasa a muchos mandamases del mundo, … no solo al presidente Petro. Dirigentes sobre quienes había bien fundadas esperanzas llegan por este camino a su nivel de incompetencia casi sin percatarse de lo que sucede.

Para evitar o remediar este tipo de anomalías, en el campo del liderazgo han surgido metodologías de acompañamiento y asesoría personales. Entre muchas cabe nombrar el coaching y la mentoría. Ambas parten de la base de que ninguna persona se las sabe todas, que no tiene soluciones para todos los problemas que debe enfrentar y que no basta con la experiencia en el manejo de situaciones pasadas porque las nuevas realidades son inciertas, ambiguas y complejas. Por esos motivos y otros más, las grandes corporaciones ponen al servicio de sus altos ejecutivos a uno o varios coachs o mentores. 

Su propósito consiste en desarrollar nuevas habilidades directivas, descubrir o compensar sus debilidades, elevar la conciencia acerca de sus falencias y fortalezas, y diseñar nuevas conductas en el ejercicio de su papel directivo. Todo para garantizar el logro de los resultados. Hay que reconocer que no es cosa fácil que un encumbrado dirigente acepte de buena gana un apoyo de esta naturaleza. 

Un coach es un entrenador. Su gracia está en el método que utiliza para develar las incompetencias del pupilo. Lo hace a través de la indagación socrática, vale decir, mediante preguntas provocadoras y reveladoras que suscitan reflexiones impensables y respuestas inéditas. Porque por lo general las causas de los problemas de rendimiento del dirigente anidan en su ser, no están afuera. Un coach no ofrece soluciones; no es necesariamente un experto en algún tema, pero domina el arte de formular preguntas que hacen pensar. Para hacerlo, se convierte en un observador crítico de las acciones adelantadas por el asesorado, donde se evidencian sus flaquezas e incompetencias. 

¿Quién podría ser un coach de Petro? Porque sin duda es víctima de incompetencias de las que no es consciente y alguien debe hacerlo caer en cuenta. Podría trabajar en temas de este tipo: ¿Cómo convertir una visión personal en colectiva, o cómo articularla con otras? ¿Cómo asegurar que las ideas se conviertan en planes, acciones y resultados? ¿Cómo conseguir aliados apasionados y voluntarios de sus ideas? ¿Cómo se conforma, dirige, moviliza y mantiene unido un equipo de trabajo? Con esas habilidades no se nace; se aprenden para buscar el éxito. Con este objetivo en mente, podría ser útil recibir un coaching ejecutivo: cómo hacer las cosas. Hay otra modalidad más sofisticada denominada coaching ontológico que, ante los malos resultados de la persona, facilita una transformación de su mirada de la realidad y un reacomodo de sus arreglos emocionales, de tal forma que se le abran nuevas posibilidades de acción y logre sus metas. En pocas palabras, la idea es provocar momentos de inflexión y quiebre. Nada sencillo cuando se trata de un líder insuflado de ideología, «…más preocupado por el fin de la humanidad que por el fin de mes de los ciudadanos».

El mentor, por el contrario, es un experto, un maestro. Su nombre proviene de Méntor, a quien Ulises encomendó a su hijo para que lo educara en su larga ausencia, según se cuenta en La Odisea. Es quien transmite al discípulo su experiencia y conocimiento para que no caiga en errores predecibles. Es un aprendizaje acelerado. Por lo regular es una persona de más edad, que ha vivido experiencias similares y cuya voz es un bálsamo para quien se siente agobiado por problemas que nunca había enfrentado o para los cuales sus estrategias no han sido efectivas. Aquí tampoco hay una subordinación del mentor frente al pupilo y sí una gran confianza y franqueza. La relación, como en el coaching, es de igual a igual. El mentor es un consejero, no un amigo.

¿Quién podría ser mentor del presidente Petro? Alguien que haya gestionado crisis y lidiado exitosamente con una oposición a veces brusca, a veces razonable. Que haya sacado adelante propuestas en las que la sociedad descreía en un principio, y que sepa desenvolverse en contextos en donde hay otros poderes, otros pareceres, otros pueblos. Aquel que ya experimentó la necesidad de cambiar de ideas y prioridades, o de moderarlas para asegurar un fin superior. Que le confirme que en cuestión de reformas, desde el Poder no se consigue todo lo que se quiere pero que es importante querer lo que se consiga.

Con menos soberbia y más humildad tal vez el presidente pudiese desvarar el motor de su gestión. El país está lleno de coachs y mentores calificados —no sé si dispuestos— que podrían acompañarlo a desarrollar sus competencias directivas como gobernante.

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