Populistas del mundo uníos

A la democracia en el mundo, de Europa Oriental y Occidental a las Américas, la viene matando una mezcla diabólica de populismo y de un autoritarismo con aureola mesiánica. Es un período bien distinto al que conoció a finales del siglo XIX y albores del XX, luego de los años dorados del liberalismo económico y político y de la burguesía (“la belle époque”) que se ahogó en la primera guerra. Fue una prosperidad que, como suele suceder, generó la dinámica de su propia destrucción que, en el escenario internacional llegó a lomo de la troika conformada por el derrumbe del último gran imperio, el austro húngaro, la revolución rusa y la expansión del viejo colonialismo europeo en África, Asia y el Medio Oriente.   Esa primera posguerra del siglo XX, marcó el inicio del declinar de Inglaterra, la potencia occidental aún dominante y la consolidación de la nueva, su hija, Los Estados Unidos con su capitalismo sin atenuantes pero eficaz, operando bajo la consigna de “business is business”. Cambio que se consolidará en la segunda posguerra del siglo, la de los cuarenta, cuando Estados Unidos y el dólar entierran definitivamente el largo reinado de Inglaterra y la libra esterlina.

A estos cambios, en los dos bloques económicos y de poder, se añadirán los que sucedieron  aceleradamente desde los años cincuenta, en las entrañas de las sociedades, de las naciones, con su paso de sociedades agrarias con población dispersa en los campos y pequeños pueblos, con tecnologías aún muy centradas en el trabajo,  y centros urbanos donde  crecía su población a ritmos mayores al del crecimiento de sus economías, con lo cual el desempleo urbano, que antes era subempleo rural, y con él la marginalidad, crecieron incontenibles. Estos procesos superaron la capacidad de los  partidos, de la estructura, dinámica y prácticas políticas tradicionales que,  desde el siglo XIX, poco se habían transformado, mientras se empezaba a vivir una  revolución continuada en las comunicaciones, a partir del radio y luego el  transistor, que rompieron las barreras de ese viejo mundo, geográficamente encasillado y aislado. Hoy se vive en tiempo real, basta ver como las guerras en Ucrania y Gaza las vivimos paso a paso sentados en la casa, algo que empezó con la de Viet nam. Pero se opina también en tiempo real y “en vivo y en directo” con los celulares, con lo cual los medios y la política perdieron el monopolio de transmitir e interpretar la realidad. Ahora es una transmisión en directo y una fijación de posiciones personales y al instante, a medida que los hechos se suceden, sin reflexión, discusión o deliberación, trabajo fundamental para una democracia deliberativa que hacían periódicos y partidos. Ya hasta los presidentes gobiernan tuiteando, donde el nuestro está a punto de ganarse el campeonato.

El resultado es que la política y la información, las dos caras de una misma moneda, están viviendo el desafío de su existencia, que las enfrenta a su reinvención o a su desaparición como las hemos conocido. El espacio que han cedido lo ocupan políticos mesiánicos con sus propuestas convertidas en órdenes que se cumplen, borrando cualquier matiz que es lo propio de organizaciones complejas, como son las sociedades. Autoritarismo mesiánico con una visión de la sociedad sin  matices, en blanco y negro, con buenos y malos, víctimas y victimarios, donde no hay espacio para la discusión y la búsqueda de acuerdos, principios básicos de la democracia real;  simplemente uno ordena, el mesías y los demás obedecen, el pueblo obediente, infantilizado. EL cuento es que el que ordena es el que sabe, es el iluminado, que puede tener aire de derechas, “facho” o de izquierda, “progresista”. Sea Milei o Chávez/Maduro, tiene rasgos en común.

¿Se acabó la democracia? ¿Volveremos a déspotas ilustrados y políticamente voraces (“el estado soy yo”) que antecedieron a las revoluciones sociales y políticas que dieron nacimiento a la modernidad y a la democracia liberal? La Historia no se repite, pero se pueden vivir circunstancias semejantes a otras anteriores.  Esto define la gran tarea en estos tiempos, reinventar, repensar la política y con ella el sentido y características de la democracia. Hoy se redescubre el valor de lo local, de lo territorial y local, que en mucho retoma elementos que han hecho parte de nuestra historia humana: somos animales territoriales que nos abrimos al “mundo exterior” pero que regresamos a lo nuestro, a los nuestros, a nuestros espacios de vida y costumbres. Obvio, regresamos transformados, enriquecidos pero conscientes de que finalmente no somos solo ciudadanos del mundo (cosmopolitas), sino hijos de una tierra, de una cultura, y el secreto es lograr la combinación virtuosa entre ambas, de manera tal, la suma, el resultado, sea superior a las partes constitutivas; una combinación que completa y enriquece, que transforma y permite avanzar. Y luego de un siglo de cosmoplitismo y de desconocimiento de las diferencias en un esfuerzo vano y esterilizante de homogenizar una realidad y experiencia humana que es diversa, estamos en la etapa del reconocimiento y valoración de esa diversidad, no para absolutizarla en expresiones de un egoísmo de grupo, “identitario”, sino para integrarla como ingrediente fundamental de esa mezcolanza que constituye la vida y diría que la naturaleza de la condición humana

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