Cuando era niña, mi papá me decía que soplar la llama de una vela para apagarla traía mala suerte a los marineros. Afirmaba que un barco naufragaría y las almas de los marineros quedarían condenadas a vivir por siempre en las profundidades del mar. Sin embargo, nunca me explicaba el porqué. No me contaba la historia completa, hasta que un día decidí preguntarle.
Es increíble cómo esas historias infantiles se graban en nuestros recuerdos. Cada vez que voy a apagar una vela, sus palabras y la historia que me contaba me vienen a la mente. Jamás apago la llama soplando, aunque sé perfectamente que hacerlo no provocará ningún naufragio.
Ayer cumplí años y al soplar la vela para pedir mi deseo, recordé a mi papá y la historia completa que me contaba sobre las velas y los naufragios. Una historia que un día escribimos juntos en uno de mis cuadernos. Mi padre, fue un navegante que surcó los océanos en un submarino, creo que él fue inventando la historia a medida que la escribíamos. Yo agregaba las cosas que me imaginaba mientras él narraba. La contaba con tanta convicción que durante toda mi niñez la creí verdadera.
Hoy les regalo este cuento de mi padre y mío. Desempolvé uno de mis cuadernos y lo comparto con ustedes:
“La maldición de las velas apagadas:
En las mágicas costas de la antigua y desaparecida Celtia, donde las ondinas danzaban en olas y el viento susurraba historias de tiempos olvidados, vivían dos poderosos dioses: Caer Arianrhod, la diosa de la luna, de la luz plateada, las estrellas y la fertilidad, y el dios del mar, Manannán mac Lir, cuyo nombre se fue olvidando y él se perdió en las olas del tiempo, pero cuyo poder sobre las olas era tan tremendo que era capaz de desatar las tempestades más devastadoras que ha conocido la humanidad.
Caer Arianrhod, de una belleza celestial, de ojos tristes y mirada penetrante, era venerada por los todos marineros celtas que surcaban los mares. Ella guiaba con su luz sagrada y plateada a los navegantes en la oscuridad de las noches y hacía que el viento susurrara canciones de esperanza para que el silencio de la noche no los asustara; ella con su triste mirada era capaz de apaciguar las tormentas más destructivas.
Manannán mac Lir, era un dios misterioso y sombrío, no le gustaba la humanidad y los marineros lo temían tanto como lo amaban. Su poder sobre las olas y el clima era tan grande que con un solo movimiento de su mano podía hacer que una ola gigante cayera con tal fuerza que hundía hasta los barcos más grandes. Manannán despreciaba a los marineros codiciosos y tenía por afición hacerlos naufragar.
Un nefasto día un grupo de marineros de corazón negro, cegados por la codicia, querían robar los tesoros de Caer Arianrhod, que se encontraban en su santuario, a medianoche, cuando Caer Arianrhod estaba durmiendo después de mostrar el camino a muchos barcos perdidos, estos hombres entraron a su santuario y apagaron las sagradas velas que lo iluminaban para en la oscuridad robar los tesoros de la diosa. Cuando Caer Arianrhod despertó, encontró su templo en la oscuridad y se dio cuenta que la habían robado, una furia jamás sentida se apoderó de ella.
Mientras tanto, Manannán mac Lir, sintió desde las aguas más profundas y oscuras, la ira y tristeza de Caer Arianrhod, la furia de la deidad resonaba en las olas como un grito ahogado.
La ira de Caer Arianrhod se apoderó de Manannán mac Lir y las dos deidades, unidas en su furia, decidieron maldecir a todos los marineros codiciosos, pero al lanzar la maldición quedo sellada en el destino de los tiempos, no sólo para los marineros sino para todo navegante que surcara los mares.
Con mucho rencor, Caer Arianrhod lazó la siguiente maldición a los navegantes: cada vez que alguien apagara una vela soplándola, un barco con su toda tripulación se hundiría en el océano, sus almas se arrastrarían a las profundidades más tenebrosas de los océanos, jamás saldrían de allí y vivirían por siempre dentro de una oscuridad perpetua.
Manannán mac Lir repitió la maldición, agregándole que cada vez que alguien apagara de un soplo una vela se desataría una tempestad devastadora en algún lugar del mundo, una tempestad que ningún barco la soportaría. Y aunque los navegantes desesperados eleven súplicas de misericordia, su alma no tendrá salvación al menos de que aquel que apagó la vela de un soplo la vuelva a encenderla inmediatamente.
Caer Arianrhod tuvo un poco de misericordia y sembró una excepción a la maldición, solo podían apagarse de un soplo las llamas que se enciendan para celebrar la vida y elevar un deseo o petición.
A partir de ahí, la maldición del soplo de las velas no sólo se propagó por toda Celtia sino por todo el mundo, a través de todos los tiempos y por la eternidad.
Y cada vez que alguien, en cualquier lugar del mundo, sopla una vela para apagarla, la maldición de Caer Arianrhod y Manannán mac Lir despierta y un barco naufraga en algún rincón del mundo.
Manannán mac Lir se apodera de las almas de los navegantes, condenándolos a vivir en las oscuridades de los profundos océanos, allí donde no llega ni existe la luz”.
¿Alguna vez se han preguntado por qué en nuestro cumpleaños soplamos la llama de una vela y pedimos un deseo? Yo sí, y más de una vez. Es que no puedo evitarlo: me intriga conocer el origen de esas costumbres casi universales, esas cosas curiosas como soplar una vela y pedir un deseo.
Parece que todo comenzó en Grecia. Los antiguos griegos ofrecían pasteles redondos rodeados de velas a la diosa Artemisa. Al rezarle, soplaban las velas para alejar los espíritus malignos y para que quien realizaba la ofrenda tuviera salud, abundancia y vida plena. ¡Era como pedir un deseo y, de paso, espantar fantasmas!
Los romanos adoptaron la tradición, pero venerando a la diosa Diana, equivalente romana de Artemisa.
Para los celtas, que tenían un todo-en-uno místico, encender velas en el día del nacimiento era una forma de honrar a los espíritus ancestrales y pedir su protección y guía durante la vida.
En algunas culturas de Oriente Medio, colocaban velas en panes el día del nacimiento como símbolo de la luz divina y la abundancia. Soplarlas representaba dispersar esa luz y atraer bendiciones para el recién nacido.
Dentro de algunas culturas nórdicas europeas, se creía que el aliento poseía poderes mágicos. Soplar las velas transfería energía vital al pastel y, por lo tanto, se podían pedir deseos relacionados con la salud, la abundancia y la fertilidad.
En la Alemania del siglo XVIII se celebraba el “Kinderfest”, una fiesta para niños donde se colocaban y encendían dos velas en un dulce. Las velas representaban la luz que guiaría sus años venideros. Al final del festejo, se apagaban las velas y se creía que el humo elevaba al cielo los buenos deseos para los niños. Era como enviar una carta humeante a lo dioses.
Lo cierto es que todas estas tradiciones sobre la vela, apagar la llama y pedir un deseo, tienen un núcleo común: celebrar la vida, agradecer el milagro de existir, la esperanza de tener un mejor porvenir, el deseo de alcanzar sueños y anhelos, y tener un momento de unión con las personas amadas.
Aunque sé que un deseo no se cumplirá por soplar una vela el día que celebro mi existencia, es una tradición que deseo conservar en mi vida.
Pienso que las tradiciones son importantes en la vida de una persona. Pero no esas impuestas socialmente, sino aquellas que cada quien decide incluir en su vida porque tienen un verdadero significado personal, porque evocan recuerdos o permiten construir nuevos recuerdos con los seres queridos. Cada quien puede crear sus propias tradiciones.
Ya saben, Un barco podría naufragar si soplan la llama de una vela… al menos en la historia que me contaba mi papá.