Kalamarí: tierra de cangrejos (I)
Ya los cangrejos no son los reyes de estas tierras. Ya no abundan por las playas como fue hace más de 492 años.
¿Ustedes se imaginan cómo era de grande la población de cangrejos que los habitantes autóctonos de este lugar —sí, los verdaderos dueños del manglar— consideraron que esta era tierra de cangrejos?
La diversidad de cangrejos debió ser enorme. Un territorio libre y salvaje donde las pinzas reinaban.
¿Quedará un cangrejo tataranieto de algunos de esos que gobernaron este territorio?
Kalamarí: ese es el verdadero nombre de Cartagena de Indias. Y debo decir que Kalamarí es mil veces más hermoso, sonoro y auténtico. No había, en esa época, más ciudades llamadas Kalamarí, y hoy no hay en todo el mundo una ciudad llamada Kalamarí… pero Cartagena, hay varias Cartagenas.
1533. Un año que partió en dos el futuro de una civilización, la historia de un pueblo, el destino (¿existe?) de los habitantes originales de una tierra que era suya desde hacía 6.000 años a. C., en la que nacieron generación tras generación hasta que vinieron unos en barco y decidieron que ahora esa tierra de cangrejos era de ellos.
Lo primero que encontraron los españoles cuando tocaron la arena de Kalamarí fue cangrejos.
Cientos, miles. Los otros habitantes autóctonos y legendarios propietarios de ese territorio.
Luego, humanos. Habitantes también. Dueños también.
Eran tantos cangrejos que, como población dominante, debían ser colonizados… o genocidiados (no existe esa palabra, lo sé), en caso de que fueran incolonizables (otro neologismo).
Eran muchos cangrejos. Una buena fuente de esclavos para labores pequeñas y, si morían los esclavos con tenazas, se convertían en comida… pensó un español colonizador.
Entonces, los españoles también decidieron que los cangrejos, salvajes y rebeldes ellos, eran una molestia. También había que “civilizarlos”, dijeron los españoles. Pero no pudieron imponerles creencias ni obligarlos a una religión.
No pudieron imponerles la cruz, ni el padrenuestro, ni la culpa.
La “religión” de los cangrejos es el mar y la arena, y la llevan en el ADN.
Los españoles se dieron cuenta de que no podían civilizar a los cangrejos. No tenían intérpretes de su idioma de pinzas y cantos marinos. Así que no les podían cambiar su idioma hasta que su lengua desapareciera.
Creo que ese es el paso uno dentro del manual de un colonizador: extinguir la lengua autóctona para que no cuenten su historia en su idioma. Sin su lengua viva se borra la memoria de su pueblo. Obligándolos a hablar la lengua del colonizador evitan revoluciones secretas.
No olvidar jamás: sin lengua no hay memoria. Sin memoria no hay resistencia.
Pero los españoles, con los cangrejos, no podían hacer eso.
Paso dos del manual del colonizador: dominar el cuerpo.
Los cangrejos caminan hacia atrás y de lado, aunque los españoles querían que caminaran rectos y de frente, como marchando. Era imposible. Los cangrejos caminan como caminan.
Si el cuerpo deja de ser tuyo, la mente también.
Si las decisiones sobre su cuerpo las toma alguien poderoso. Si el cuerpo lo pueden marcar y herir a su antojo, le quitan las alas a las mentes y las encadenan a la tierra, con la vista al suelo para que no miren el cielo y piensen en libertad.
Si esos cuerpos no se pueden vestir como desean, con eso rompen voluntades.
Y si ya sus cuerpos no pueden ser pintados y adornados como lo hacían por su cultura, entonces allí muere la rebeldía…
Eso es un punto básico en el manual colonizador: controlar los cuerpos de los colonizados.
Pero los españoles no pudieron hacer eso con los cangrejos.
¿Cómo vas a domesticar unas pinzas salvajes?
¿Unos ojos compuestos que lo ven todo desde ángulos imposibles?
Ojos de pedúnculo móvil, formados por omatidios hexagonales.
Cada uno con su córnea y su cristalino.
Una visión panorámica que el colonizador no podía comprender ni controlar.
Unos ojos así no pueden ser controlados por los colonizadores. Es que ni siquiera los entienden.
Todo colonizador que zarpara en un barco hacia las Indias debía comprar en el puerto el Manual del Colonizador y aprendérselo. Eso era un requisito obligatorio. Sin ese manual no te podías subir a un barco para invadir territorios ajenos. Y ese manual estaba en varios idiomas. Existía hacía siglos.
La versión en inglés era la más vendida. Fueron los ingleses quienes hicieron su mayor actualización. Esos eran expertos en colonizar y arrasar con pueblos.
El otro paso dentro del manual colonizador es asesinar creencias e imponer las suyas como únicas verdades.
¿Cambiarles la religión a los cangrejos?
¿Cómo se hace eso?
¿En qué cree un cangrejo?
Creo que esa es la primera pregunta.
Y yo no se las puedo responder. Habría que preguntárselo a un cangrejo.
Pero ellos ya no hablan con humanos.
Después del exterminio que hicieron con su pueblo los españoles en 1533, los cangrejos no hablan con humanos.
Fingen demencia marina y huyen de nosotros.
Si tenemos suerte, nos ignoran.
Supongo que los españoles entraron en esa encrucijada: ¿En qué creen los cangrejos? ¿Cuál es su dios?
O no, mentiras, no creo que les interesara saberlo y menos comprenderlo. Lo único que les interesaba era que murieran las creencias de los cangrejos, y que los habitantes con pinzas creyeran en la religión de España.
Pero fue imposible enseñarles la Biblia a los cangrejos.
No se puede evangelizar una pinza.
¿Cómo puedes obligar a un cangrejo a que no crea que el mar es su vida y su salvación?
Los cangrejos son incolonizables. A esa conclusión llegaron los españoles.
Y entonces siguieron el siguiente capítulo del manual: aniquilar lo que no se puede o no se quiere colonizar.
Genocidio se llama, cuando se trata de humanos.
Entonces un grupo de españoles se dedicó a cazar cangrejos para hacer sopas con ellos.
Miles de cangrejos murieron. Pinzas destrozadas por las playas.
Los sobrevivientes huyeron o se escondieron.
Entonces esta tierra dejó de ser Kalamarí para convertirse en Cartagena de Indias.
Pero los habitantes de Kalamarí no eran solo cangrejos. Había milenios de ocupación humana. Allí vivían civilizaciones desde alrededor del 6000 a. C.
Civilizaciones enteras.
Alfareros expertos.
Agricultores de maíz y yuca.
Los arqueólogos —que son los que cuentan la historia de ese pueblo porque ya no sobreviven para contarla— dicen que por estas tierras se hallaron los objetos de cerámica más antiguos de América.
La historia que no nos enseñan de esta tierra (II)
Kalamarí. Antes del estandarte. Antes del santo. Antes del nombre que no era suyo.
Antes de 1533, esta tierra ya tenía nombre, casa, historia, belleza. No era un “descubrimiento” esperando bautizo. Era un cuerpo vivo, respirando en lenguas que hoy no escuchamos.
Era civilización. Aunque eso no les guste. Aunque no lo acepten. Aunque lo nieguen.
Varias culturas convivían aquí, entre agua e islas. Los pueblos de la bahía de Cartagena —sí, de nuestra bahía— eran parte de la subfamilia Mocanae, de la familia Karib. Karib, como el mar que luego llevaría el nombre en su idioma. No estaban aislados, ni eran silvestres. Tenían arquitectura, sistemas defensivos, alianzas. ¿Sabías que sus casas eran circulares, con techos altos? Rodeadas de empalizadas. ¿Para protegerse de qué? ¿De quién? Tal vez sabían que algo venía.
Kalamarí estaba en el centro. Justo donde hoy está Cartagena de Indias. Fueron ellos quienes le dieron el nombre. No los conquistadores.
Tenían un cacique, como los reyes de allá. Y tenía pactos con los otros pueblos que rodeaban la bahía. Los Carex en Tierrabomba. Los Bahaire en Barú —cuando aún era una península—. Los Cospique por la costa oriental. Y los Yurbaco, allá arriba en Turbaco, valientes, inquietos, indomables… eso dicen las crónicas.
¿Indomables? Qué palabra más española para algo tan profundamente humano.
Y estaban también los Zenú. Más allá. Entre ríos y ciénagas. Gente de oro, de canales, de ciencia hidráulica. En San Jacinto, Calamar… No estaban lejos. Estaban dentro. Se tocaban entre sí, pueblos que hablaban entre lenguas distintas.
Los Kalamarí, tenían un sistema social, económico y político.
Un cacique. Pero no mandaba solo. Estaba el Tarpanaxy, el consejo de los escogidos. Pensaban juntos.
¿¿Primitiva la sociedad de Kalamarí??
Mmm, ¡ni de vaina!
Su estructura política era muy parecida a la española —por supuesto, más pequeña y menos compleja, por el tamaño de territorio y con una diferencia importantísima: no invadían continentes.
Así que los “primitivos” de Kalamarí compartían rasgos estructurales de las sociedades premodernas no democráticas con los españoles. Sin olvidar: eran sistemas distintos, adaptados a sus propias cultura, territorios, tiempos y realidades.
¿Primitivos?
Nunca.
Y las alianzas. No eran de papel. Diplomacia pura. Cada doce lunas se reunían. Caciques de pueblos como Carex, Matarapa, Cocon, Bahaire. Asambleas presididas por Kalamarí.
Doce lunas. Como relojes sin manecillas.
Los habitantes de Kalamarí pagaban impuestos, así como lo lees: un tributo al cacique, una vez cada doce lunas. Los más pudientes lo hacían en metales; los demás, con trabajo proporcional al valor correspondiente.
Este sistema revela una organización económica estructurada y una clara forma de estratificación social.
¿Te suena?
¿No es eso lo que también hacían los españoles? Sí.
Solo que allá le llamaban diezmo, feudo, vasallaje. Aquí era luna, oro y trabajo.
No eran un puñado de familias nómadas. No. Eran estructuras. Caciques, consejos, tributos. Diplomacias. Como en Castilla, pero sin castillos. Y sin necesidad de ellos.
La arqueología lo susurra. Lo grita en susurros si uno escucha con atención. Más de 6.000 años de presencia humana aquí. Puerto Hormiga. La alfarería más antigua de América. DE TODA AMÉRICA. Ese pedazo de cerámica que nunca aparece en los textos escolares, ese que debería hacernos saltar de orgullo.
Y luego eso. La frase:
“Un precario emplazamiento español sobre un asentamiento indígena perfecto”.
Lo dijeron los cronistas. Los propios conquistadores: ¡PERFECTO!
¿Te das cuenta de lo que significa?
No fundaron nada. Usurparon algo que ya estaba bien hecho. No construyeron sobre un pantano de manglar, sino sobre una ciudad viva.
La perfección indígena les sirvió de cimiento. Cartagena fue, desde el primer día, una copia encima de algo superior a lo que los españoles supieron entender.
¿Y la espiritualidad? ¿Qué pasó con eso?
Los españoles tenían santos. Ellos, soles. Tenían vírgenes. Ellos, lunas. Tenían infiernos. Ellos, jaguares, serpientes, ranas.
Los Kalamarí celebraban la luna nueva. No era oscuridad. Era comienzo.
Eran politeístas, sí. Pero no salvajes. Cada quien puede creer en lo que le de la gana.
Tenían Mohanes Capahíes, adivinos. Jadcadhíes, sacerdotes. Ayunaban, se maceraban, vivían en sacrificio.
Y los templos… los caneis, dicen que guardaban estatuas de Genios buenos y malos. Me recuerda a los ángeles y demonios de la biblia. ¿Pero quién copia a quién cuando nadie mira?
Los cronistas decían que eran pacíficos… hasta que los tocaban. Entonces se volvían guerreros. ¿Acaso no harías tú lo mismo si te quieren quitar tu tierra? ¿Si te quieren asesinar por ello?
Kalamarí no era una “aldea”. Era una red compleja. Política. Económica. Ritual.
No era Europa, pero sí era mundo.
Y tenían lengua. Mokaná. Un idioma de agua y tierra. Que los cangrejos, dicen, entendían. Que los humanos sabían hablar con las pinzas. Hoy quedan unas 500 palabras. Nada. Todo ¿Catastrófico? ¿no?
Una lengua no es solo cómo dices las cosas. Es cómo las ves. Cómo entiendes el tiempo, el dolor, el amor, el miedo. Es un universo. El universo de quien la habla. Es memoria colectiva. Es la identidad de un pueblo. ¿Recuerdan? Es un paso del manual del conquistador. Ese que no pudieron aplicar en los cangrejos.
El Mokaná se perdió. O más bien, la hicieron desaparecer. Porque eso también fue conquista: silenciar.
Rodrigo de Bastidas llegó en 1502. Nombró la bahía “Golfo de Barú”. Quiso conquistar, pero los Kalamarí lo recibieron con flechas envenenadas. Se fue.
Y un año después, en 1503, la Reina Isabel —la “católica”— autorizó su captura y esclavización. Porque resistían. Los Kalamarí debían ser esclavos: por rebeldes y primitivos.
Eso fue la primera justificación: se rebelan, por tanto esclavízalos. Así empieza la historia que nos negaron.
Y luego Pedro de Heredia. Ningún “don” como le dicen. 1533. Llegó el Cacique Corinche lo engaña. Le dice que hay agua donde no la hay. Luego lo ataca. Lo intenta. Pero falla. A pesar de la emboscada, Heredia sobrevivió.
Y comenzó el desastre: Heredia regresó a Kalamarí, destruyó la “choza” del cacique y sobre ella clavó un letrero que decía “San Sebastián de Calamarí”. Entonces, empezó a agonizar Kalamarí hasta que falleció y hoy nadie la recuerda.
Cartagena de Indias se funda encima.
En esta ciudad se olvidaron de los primeros.
Los que estaban aquí mucho antes de las piedras, antes de las murallas, antes del nombre.
Los que hablaban una lengua que hoy apenas sobrevive en unas 500 palabras, dispersas, incompletas, como si el viento las hubiese ido arrancando de la boca del tiempo.
Nadie habla de ellos.
A mí ni siquiera me los enseñaron en el colegio.
¿Y a los niños de la actual Cartagena?
¿Les cuentan quiénes vivieron aquí seis mil años antes de Cristo?
¿Saben, al menos, que esta tierra no siempre se llamó Cartagena?
¿Que por milenios se llamó Kalamarí?
Durante aproximadamente 7.533 años —sí, léelo bien— vivieron aquí civilizaciones enteras. Tenían dioses, calendarios, oficios, rituales, saberes.
Y un día, hace 492 años, llegaron en grandes barcos unos hombres extranjeros.
Vinieron con cruces, espadas y pólvora.
Y decidieron que esta tierra era suya.
Que podían arrebatarla.
Que podían esclavizar a quienes la habitaban.
Que podían borrarlos.
Borrarlos del mapa, de la historia, del habla. De la memoria.
¿Eso es lo que hay que conmemorar?
¿Eso es lo que se celebra cada año con desfiles, parrandas y discursos?
Yo ya tengo mi respuesta. Ya se las escribí. Solo te invito a pensar la tuya.
Cuestiónatela.
Porque a veces celebrar sin memoria también es una forma de violencia.
Silenciosa.
Cómplice.
Letal.