Hay palabras que no saben cargar tanto peso. Como “gracias”, por ejemplo. “Gracias” suena tan corta. Eduardo Galeano tiene un cuento en el que las palabras están guardadas en frascos. “Gracias”, tan corta y tan simple, como si cupiera en un mini frasquito. Un simple gracias no alcanza para agradecer un corazón reparado. Ni para agradecer el tiempo extra que me regalaron para seguir existiendo. Por eso existe este escrito, se necesitan más palabras que un gracias, así repita ese “gracias” muchas veces. No es suficiente. Y tampoco sé si este escrito logre ese cometido, de expresar el agradecimiento que siento en este corazón recién reparado.
Un infarto no suena a lo que es. “Infarto” parece palabra de noticiero. Lejana. Fría. Algo que les pasa a otros. A cuerpos ajenos. Uno no piensa “me va a pasar”. Hasta que. Hasta que pasa. Y sí, a mí.
“El corazón se cansa de tanto cargar lo que callamos”. Eso lo leí una vez. Tal vez fue Galeano. O Benedetti. O una cadena de WhatsApp. ¿Importa? ¿Callo demasiado? ¿No lo creo? Al mío le pasó otra cosa.
25 de marzo. Estaba en mi casa viendo una serie. Y de pronto sentí… algo. Un algo tan enorme que no cabe en esta frase. No era dolor, al principio. Era una opresión. Un bloque de cemento sobre el pecho. Un elefante recostado entre el cuello y los senos. Un gigante invisible enfadado pisándome el centro del cuerpo.
Y atrás, en la espalda, algo nuevo. Un dolor que no era dolor. Algo que no había sentido jamás y que aún hoy no puedo traducir a palabras. Le dije a mi mamá:
“Algo me está pasando. No sé qué es. Pero es algo malo”.
Y lloré. No por tristeza. No por consciencia. Mi cuerpo lloró solo. Sabia antes que yo lo que estaba pasando. Se desbordaba por instinto. Como si llorar fuera una forma de evitar la muerte: “de pronto la sacamos por los ojos”.
Esa sensación duró… ¿diez minutos? No sé. No conté el tiempo porque el tiempo se rompió. Solo recuerdo que después bajó. No se fue, pero aflojó. Y pude hablar bien. Llamar. Pedir ayuda. Y entonces, gracias a mis seres queridos, fui al hospital. Correr a la vida. Correr para no déjame alcanzar por nubes oscuras.
Y entré a ese hospital Serena del Mar, a urgencias, caminando. Porque uno camina. Incluso con el corazón en huelga. Coherente. Y también hablando. Pero, sobre todo: viva.
Abro paréntesis (porque esto no tiene orden): Epicteto decía que “no nos afecta lo que nos sucede, sino lo que nos decimos sobre lo que nos sucede”. Mentira. Sí nos afecta lo que nos sucede. Y también lo que decimos sobre ello ¿Qué me dije mientras un elefante aplastaba mi pecho?
No sé qué tipo exacto de infarto me dio. No he preguntado con exactitud. Me dio miedo, me da miedo. Tampoco acudí a Google, no es médico. Solo sé que no me mató al instante, como pasa tantas veces.
Dos médicos salvaron mi corazón. El doctor José Fernando García Núñez, mi cardiólogo. Y el doctor Hernán Darío Fernández Cuartas, mi cirujano cardiovascular.
Primero, el doctor José Fernando García lo supo. Lo detectó. Con pruebas que examinaron mi sangre. Me lo dijo sin rodeos pero con dulzura: Tuviste un infarto. Y su voz, aunque era la confirmación de lo temido, no sonó como sentencia. Sonó como compañía. Tiene esa sonrisa él, esa que abriga, esa que calma. No todos los médicos la tienen.
El doctor García me hablaba como si mi mundo no estuviera por colapsar. Como si todo pudiera ordenarse con una frase simple: “tranquila, todo va a salir bien”. ¿Cómo hace alguien para decir eso sin que suene a frase vacía? No sé, pero él tiene ese don. Me lo dijo. Y me lo creí. Y resultó verdad.
Cuando el doctor García la pronunció: infarto —una palabra que no es para mí— pensé. Yo soy joven. Tengo planes. Tengo amor. Tengo mucho por escribir. Mosquitos por gobernar mundos (mi próximo libro). No me toca. ¿O sí?
La vida se quiebra en dos. Como una rama seca. Antes: yo me imaginaba el tiempo como una espiral en crecimiento. Después: entendí que el tiempo se encoge. Ya lo sabía. La física lo explica. El tiempo se deforma. A veces, se detiene. Pero, cuando te pasa realmente lo comprendes.
Y luego, el doctor Hernán Fernández Cuartas. Cirujano cardiovascular. Un guardián del corazón. El de las manos que no dudan. El que abrió mi pecho y conectó otra arteria, una nueva vía, una manguerita mágica para que la sangre siga cantando. Nunca me habían tocado el corazón así. Con bisturí. Con ciencia. Con decisión.
Agradecer es algo que necesito hacer. Escribir sobre estos dos hombres increíbles. Ponerlos en mis palabras como guardianes de mi corazón, como parte de mi biografía más íntima. Porque gracias a ellos, mi corazón sigue escribiendo.
Hay algo muy hermoso en eso. En que el corazón haya tenido guardianes desde el principio. Los míos ahora: José García y Hernán Fernández. Pero en tiempo antiguos, no solo doctores con manos firmes, sino grupos enteros de sabios que lo consideraban el trono del alma. Y no estaban tan equivocados.
No me morí el 25 de marzo. Y tampoco el 1 de abril, cuando me abrieron el pecho. Corazón abierto. No poéticamente. De verdad. Anestesia. Frío. Luz blanca. Cuerpos moviéndose alrededor mío con una calma que no entendía. Porque yo temblaba de susto, ¿y ellos tan serenos? Y luego… nada. Negro. Silencio. Ni un solo sueño.
Pero el día antes si hubo un sueño. Soñé que el doctor Fernández cosía mi corazón con hilo rojo. No sé si era seda o sangre. Pero el nudo final lo hizo con un gesto de artista, un poema hecho cirugía. Cuando el corazón hace huelga: Los médicos son poetas que cuidan y operan.
Cuando mis dos doctores venían a la habitación a verme, me nacía la curiosidad. Quería preguntarles cosas simples y profundas. Entender por qué eligieron este camino. ¿Cuándo lo supieron? ¿En qué momento supieron que querían sanar corazones? ¿Qué los llevó a querer curar corazones ajenos? ¿Qué los llevó a dedicar su vida a intervenir ese órgano, que cuando se enferma da miedo hasta nombrar? ¿Quién les enseñó a no temblar ante un procedimiento y un corazón abierto?
Pero no lo hice. Nunca me atreví. Me pareció un robo quitarles minutos que podrían ser vida para alguien más. Sentí que mis preguntas no valían más que su tiempo sagrado.
Pero, esas preguntas siguen ahí ¿Por qué decidieron ser médicos? Entre tantas cosas… médicos. “Por vocación”, responderán algunos. Pero pienso que es más complejo, más profundo.
Ser médico. Antes de ser ciencia, fue otra cosa. Fue rito. Canto. Fue tambor que llama a los espíritus del bosque. Danza alrededor del fuego con una hoja de sauce en la mano. Fue saber antiguo.
Antes de ser “doctor”, el sanador fue puente. Entre este mundo y el otro. Entre lo que duele y lo que cura. Entre lo que no entendemos y lo que podemos soportar.
La palabra “doctor” no siempre olía a hospital. Antes, olía a libro. A conocimiento. Luego, fue título. Después, especialidad. Y ahora, para mí, es el nombre de quienes me tocaron el pecho sin miedo. Y dijeron: vamos a sanarlo. José y Hernán.
Pero, ¿Por qué, entre la colección de órganos humanos por sanar, ellos escogieron el corazón?
El corazón, por encima del cerebro, ha sido desde siempre el símbolo de todo. Del alma, del amor, del miedo, de la vida. Ese lugar donde, dicen, vive el alma. Desde el primer ser humano que lo escuchó latir y entendió que eso era estar vivo. Algunos dicen que suena como un tambor místico, que toca la música de Dios. Un tambor de musculo para ser exacta. Desde que lo sentimos acelerarse, romperse, apagarse, explotar, morir. Desde ahí sabemos que allí reside la vida.
No siempre lo vieron, como ahora, como una bomba. Durante siglos fue otra cosa. Un nido. Una brújula. Una habitación sagrada. Un lugar que sangra cuando ama. El corazón, esa bomba misteriosa, ese tambor ancestral que lleva siglos sonando en millones de cuerpos —el mío incluido—.
Los antiguos lo sabían. No necesitaban ecógrafos ni escáneres. Lo sentían. Los egipcios lo pesaban. Los mesopotámicos lo leían como un presagio. En China, lo cruzaban con meridianos invisibles y agujas finísimas. En la India, lo trataban como una flor sagrada. Un punto de encuentro entre lo que somos y lo que creemos ser.
El corazón ya se estudiaba sin estetoscopios. Con dedos. Con ojos cerrados. Con intuiciones que olían a incienso.
Por eso tomaban el pulso como quien lee poesía. Por eso usaban plantas como hechizos. Por eso no separaban nunca el cuerpo del resto de la vida. Porque el cuerpo es solo un pedazo del mapa del alma.
¿Cómo escribir sobre el corazón sin escribir también sobre el alma? No se puede. Escribir sobre el corazón es, inevitablemente, escribir sobre lo que somos.
No es casual que, en casi todas las mitologías, el corazón sea el órgano sagrado. La mitología egipcia dice: cuando mueras, tu corazón será pesado contra la pluma de Ma’at, para saber si es digno del más allá. Un corazón ligero era un alma justa. Un corazón pesado: condenado. La justicia, para ellos, no es abstracta, es concreta: pesa. Si tu corazón pesaba más que la pluma, serías devorado por una bestia con cara de cocodrilo.
¿Cuánto pesaba el mío esa mañana de abril que el doctor Fernández lo operó? ¿Cuánta culpa? ¿Cuánto miedo? ¿Cuánta alegría’ ¿Cuánto amor? ¿Y cuánta esperanza? Los antiguos egipcios enterraban escarabajos en el corazón como amuletos para proteger la memoria del alma. Para que el corazón no hablara más de la cuenta. Para que no confesara nada. Sin confesiones quizás era más ligero que una pluma.
No necesité escarabajos, el doctor Fernández se encargó de que siguiera latiendo. Ma’at no lo pudo poner en su balanza.
Dicen que alrededor del 3000 a. C. los egipcios dejaron de hablar de memoria y empezaron a escribir. A escribir lo que cura y lo que duele. El Papiro de Ebers, encontrado en Luxor en 1873, data del 1550 a. C., pero contiene textos más antiguos. Veinte metros de hechizos, remedios, observaciones, con 700 fórmulas y conjuros (otros dicen que son 900). Entre ellos, un tratado sobre el corazón. Este dice que del corazón salen vasos hacia todo el cuerpo. Dice que la medicina funcionaba junto a la magia, y la magia junto a la medicina.
“El corazón es el centro de la sangre”, dice ese papiro. Y aunque no tenían ecocardiogramas ni cateterismos, ya sabían que algo en ese músculo tenía poder. Lo intuían. Lo escribían. Lo cantaban. Primero el hechizo. Después la hierba. Nunca al revés.
Y si el corazón dolía, era porque un dios se había enfadado y había bloqueado el canal. Entonces había que desbloquear. Con oraciones. Con plantas. Con manos. Con fe ¿Qué dios se enfadó conmigo? No existen hoy médicos egipcios que puedan responderlo.
Pero yo sentí eso. Yo tuve un canal bloqueado. Tapado por el miedo, por el colesterol, por el destino. Y me desbloquearon. No con una poción egipcia, pero sí con una mezcla de manos, máquinas y misterios. Por el cirujano mágico: Hernán Fernández Cuartas.
Los egipcios no separaban cuerpo y alma. Ni ciencia y rito. Los sacerdotes eran también médicos. Rezaban a Imhotep, el arquitecto de la Pirámide Escalonada, quien también diagnosticó apendicitis, tuberculosis, gota. Imhotep, el sabio. El sanador. El primer médico divinizado.
¿Y si el infarto me hubiera dado en tiempos de Imhotep? Tal vez me habría tratado con palabras rituales. Me habría tocado el pecho con aceites sagrados. Quizás habría pedido silencio, para escuchar lo que el corazón tenía que decir antes de intentar repararlo ¿Hay algo de Imhotep en José Fernando y Hernán? Claro que sí, mucho y sobre todo eso último que escribí, son capaces de escuchar lo que los corazones dicen y conociéndolos los pueden reparar.
¿Y si la medicina siempre fue eso? Un intento de escuchar. Una forma de interpretar lo invisible. La medicina y la magia, juntas. Como bisturí y oración.
En la India, en la tradición védica, el corazón es el asiento del prana, la energía vital. Cuando el prana se interrumpe, el cuerpo enferma. El prana, esa energía que no aparece en los electrocardiogramas pero que, cuando se va, todo se acaba.
Sushruta, un médico hindú del siglo VI a. C., escribió el Samhita, uno de los textos quirúrgicos más antiguos. Describe el corazón como un capullo de loto carnoso. Un loto que late, anticipando lo que hoy vemos en las imágenes clínicas.
Considerado el primer cirujano. Hay algo de él en todo aquel que se dedica a operar, hay algo de él en el doctor Fernández. Él dijo: el cuerpo no es sagrado si no se conoce. Y habló de arterias, válvulas y bisturís. Escribía en sánscrito cosas como: injertos de piel, cesáreas, hasta operaciones del corazón. ¿Era posible? Tal vez no. Pero lo pensó. Y pensarlo ya es un tipo de incisión.
Pero no es de Sushruta de quien quiero hablar. Este escrito es para los dos guardianes de mi corazón: los doctores José Fernando García y Hernán Fernández Cuartas.
Hace unos días vi al doctor García en urgencias, y nuevamente lo vi sonreír, y más allá de pensar “que linda sonrisa tiene”, vi a un hombre brillante con años de estudios. Vi a un heredero de Imhotep. A alguien que no solo estudió anatomía, sino también cómo mirar con amor.
Ser cardiólogo. Qué palabra más seria. Cardio: corazón. Logo: estudio. Pero no es solo eso. Es comprender en el misterio más antiguo. El tambor. El templo. La bomba sagrada.
Cardiólogo, podría ser:
El que se atreve a escuchar una música secreta de tambores internos.
El que se aprende de memoria el sonido de la vida.
El que detecta silencios sospechosos.
El que con catéteres camina por arterias como si fueran pasillos. Y encuentra ahí, en la curva más angosta, el secreto de lo que aún late.
Cardiólogo: Es el que se para frente al abismo del pecho ajeno y decide intervenir. Con exámenes, procedimientos y con palabras.
El cirujano, el cardiovascular. Ese es otro tipo de valiente. Uno que es como un héroe. Hernán Fernández Cuartas, el que cortó y pegó. El que entró con su equipo a esa caverna de carne. No fue solo un técnico. Fue mago. Fue sacerdote. Fue ejecutor de un milagro muy antiguo. Con sus manos, conectó una arteria nueva. Puso un puente. Hizo posible lo imposible. Me dio continuidad
La palabra cirujano viene de “kheirourgos”: el que trabaja con la mano. Pero es mucho más. Es el que toca lo intocable. El que se mete donde nadie se atreve. El que, con un equipo, como tuviera en sus dedos el mapa del cuerpo, atraviesa la selva del pecho sin perderse.
Antes, operar el corazón era una herejía. Demasiado sagrado. Demasiado peligroso. Demasiado humano. Pero llegaron locos hermosos. Axel, en 1895, que abrió un pecho y dijo: vamos a ver. Y después, uno tras otro, cirujanos con nombres de planeta o de dios. Y hoy a todos esos sabios que reparan corazones los representa el doctor Hernán Fernández.
Un primero de abril, Hernán. Mi Hernán, porque ya hace parte de mi historia. Con sus guantes y sus ojos alegres (tiene unos ojos que iluminan vidas). Con la precisión de siglos de conocimientos encima. Con el pulso heredado de Sushruta. Con la determinación de quien sabe que lo que tiene en las manos no es solo músculo, sino vida. Con sus manos que abrió mi pecho como quien lee un libro urgente, buscando la palabra exacta para no perder la historia.
Mi corazón siguió latiendo gracias a ambos. Y cada vez que lo hace, es una invocación. Es una historia larguísima latiendo en presente. Es la historia de todos los que curan y de todos los que quieren seguir vivos.
Y mi corazón… ese corazón que narra y susurra… fue uno más en esa narrativa de la vida. Pesado. Operado. Resucitado.
¿Me salvaron por ciencia o por magia? ¿Por bisturí o por fe? Seguramente por todas, porque eso invisible, divino, está ahí en cada diagnóstico, en cada medicina, en cada procedimiento, en cada operación
¿Quién me curó? José Fernando y Hernán, sin duda. Con ellos Dios, el que marca un antes y un después en el conteo del tiempo. Pero. También, quizás fue Imhotep desde el otro lado de la historia. Quizás fue un canto que se activó en mi sangre cuando alguien repitió un hechizo antiguo sin saber que lo decía.
¿Y si el Papiro de Ebers tenía razón? ¿Y si la medicina sola no alcanza? ¿Y si la magia sola tampoco? ¿Y si hay que unir? Como hicieron los antiguos. Como hacen los sabios. Como hacen los que no se ríen de lo invisible.
Mi corazón no late solamente porque está reparado. Late porque alguien creyó en su posibilidad de volver. Late porque hay siglos detrás de esta cicatriz. Late porque el cuerpo no olvida, y el alma tampoco.
Pero hubo alguien —hubo muchos— que hace siglos decidieron abrir, reparar, cerrar. Desafiar lo prohibido con bisturí. Yo fui uno de esos cuerpos donde eso sucedió. Fui experimento milenario. La continuación del riesgo.
El infarto me sacó de la ilusión. De la fantasía de continuidad. Del “siempre hay tiempo”. Del “no pasa nada”. Rompió nuevamente la burbuja del “a mí no”. Sí pasa. Todo pasa.
La muerte no es algo que ocurre al final. Está aquí. Ahora. Al lado. Mirando. Silenciosa. Sin apuro. Sin violencia. Solo presente.
Y sin embargo —o quizás por eso— quiero vivir más. Más intensamente. Más torpemente. Más tiernamente. Más como si cada día no fuera solo uno más. Tengo una sola certeza: esto se termina. Así que vivamos. No quiero solo sobrevivir. Quiero arder.
¡Qué obsesión mía por el fuego! Nada de pirómana, no, no. Es que el fuego es renovación, el fuego es movimiento y el fuego es vida ¿Qué es el sol? Fuego inclemente y vida incesante.
Tengo miedo de que todo lo que escriba suene a lección. No quiero moralejas. Ni frases motivacionales de autoayuda.
Hay escritos que ves como cliché hasta que te pasan. Hay cosas que suenan cursis hasta que te ocurren. Y terminas escribiéndolo. Cliché y cursi. Pero escribiéndolo. Eso también es latir. De otra forma. Con otros músculos.
Así que no sé cómo se agradece esto. Cómo se abraza con palabras a quienes me dieron tiempo extra. No sé. Pero lo intento. Así. Torpemente. Con esta columna rota. Con este corazón que volvió a latir.
No hay moraleja —aún no— por lo menos no una para lanzarle al mundo. No hay “lección aprendida” que pueda postear en Instagram con fondo beige y letras caligráficas. Solo esto: Sigo aquí. Respirando. Con mi alma mirando a mis médicos con gratitud.
Esa que te hace llorar en silencio cuando los ves en la cita de control. Esa gratitud que no sabes cómo devolver ¿Cómo se le agradece a alguien que te salvó la vida? ¿Con palabras? ¿Con flores? ¿Con un abrazo torpe que no alcanza? No hay forma. Hay intención.
A veces los héroes como ellos pasan tan cerca, que una solo puede mirar en silencio. Agradecer bajito para no molestar. Susurrando constantemente un tímido gracias que ellos no alcanzan a escuchar.
A todos, a los que me cuidaron en la UCI, en ese territorio extraterrestre. Allí hay pitidos que se convierten en banda sonora. Y allí los médicos te rescatan de los sonidos que asustan: Antonio Oyola, Rafael de Ávila, Julián Arrieta, Harold España y Andrés Fernández —espero que no me falte ninguno—. Y a los dos guardianes de mi corazón. A José por su cuidado. A Hernán por su precisión. A los dos por estar cuando todo el resto de mi mundo parecía congelado. Porque un infarto es eso: una pausa forzada. Un “espera, tú no mandas“.
Gracias. No un gracias de protocolo. No un gracias polite de quien agradece una consulta. Gracias de esas que se sienten en el estómago. Gracias por darme tiempo.
Alguien me dijo hace poco, ganaste tiempo, ellos te dieron tiempo ¿Qué vas a hacer con él? Esa pregunta retumba en mi ¿Qué voy a hacer con el tiempo extra que el doctor García y el doctor Fernández me regalaron? Eso no se puede contestar en este párrafo. Ni en este escrito. Porque aún no tengo esa respuesta. No es una sola. Y porque necesito más conversaciones conmigo misma para poderla responder. Seguramente la escribiré. No sé si la publicaré.
A lo mejor escribir. A lo mejor callar más. O mirar los árboles más rato. No sé. Lo que sí sé es que no quiero dejar pasar este susto como si fuera anécdota. No quiero convertirlo en chiste rápido ni en moraleja barata. Fue real. Fue íntimo. Y ahora… me toca vivir del otro lado. Del lado donde ya no se da nada por hecho. Ni la vida. Ni el aire. Ni el corazón.
José. Hernán. Gracias por la precisión, la calma, la humanidad. Por no tratarme como un número. Por salvarme el alma sin saberlo.
Gracias, José. Gracias, Hernán. De verdad.
Gracias a ellos sigo aquí. Y ellos hacen parte de mi historia. Mientras tanto mi corazón late, siento que distinto. Como si cada pum dijera: “Estás” ¿Y si mañana no? No importa. Hoy escribo. Hoy agradezco. Hoy respiro. Y sí. Aún me duele el cuerpo. Pero el dolor también es una forma de saber que sigo viva.