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Paradigma relacional y coeducación

“La gente cuenta cuando se le oye… Escribir para mí es ir hasta mis confines guiado por la vida del que está al otro lado.” – Alfredo Molano

 Escribo estas líneas porque siento que la suerte del país está en nuestras manos, los maestros, los que le apostamos al poder transformador que tiene la educación, los que seguimos creyendo en la utopía de un mundo mejor, de un mundo en el que se restaure el lugar de lo humano y se edifique la vida mediante el cuidado de su morada ancestral: la tierra.

Estos últimos años han marcado un punto de quiebre en la historia de nuestro país, no solo por las esperanzas que ha despertado el proceso de paz y los retos que impone el posconflicto, sino también por el efecto levadura, puesto que al perder protagonismo el conflicto armado se hace evidente un problema estructural: la corrupción expresada por una visión depredadora de lo público, convertida en conducta normal por quienes acceden a los cargos oficiales.

No es gratuito que los gobiernos de Santos y de Duque coincidan en reconocer el papel trascendental que debe cumplir la educación en este periodo de transición, caracterizado por unas heridas aún lacerantes, principalmente en la ruralidad, por la espera del cumplimiento de los acuerdos de paz, por unas condiciones sociales que delatan la ausencia del Estado y por una visión equivocada del desarrollo que sigue poniendo en riesgo la vida del planeta: el cambio climático.

Convencido que es la educación la piedra angular para un cambio social, comparto estas reflexiones que recogen mi experiencia como maestro y directivo docente, en el afán de aportar a un remezón en las prácticas educativas que resignifiquen el papel de la escuela en la transformación cultural que necesita Colombia.

 

Comunidades de aprendizaje y paradigma relacional

 “El deber de los individuos no consiste entonces en defenderse contra la sociedad, sino defenderla, cuidar un tejido social fuera del cual no es realizable su identidad.” – Daniel Innerarity

En mayo pasado se hizo viral un video en el que un niño baja presuroso de un carro, su madre corre detrás, mientras los vehículos pasan raudos a su lado y este, frente a la mirada impotente de su progenitora, se lanza al vacío desde un puente, todo por un arranque de ira luego de que su madre le quitara el celular. En otro video, una mujer de Kuwait al ver a su empleada colgada en una ventana de un séptimo piso, en inminente riesgo de caer, en lugar de atender su reclamo de auxilio, decide filmarla mientras cae abruptamente. Ambas escenas, con dos personajes en rangos de edad y latitudes geográficas distantes, expresan dos caras de una misma moneda. Una, la dependencia creada por las tecnologías de la información a través del uso desmesurado de dispositivos electrónicos. Se trata de una hiperconectividad que se ha convertido en un rasero entre niños y jóvenes de lo que es estar in o out y que tranquilamente puede significar, para un estudiante, la exclusión de las dinámicas grupales o convertirse en víctima del cyberbullying (ciberacoso). Es decir, la tecnología al servicio del deterioro del tejido social. Internet –autopista privilegiada de la información… ¡qué paradoja!– convertida en vehículo efectivo de aislamiento.

La otra cara de la moneda es la más sintomática: una sociedad enferma doblegada por la cultura del entretenimiento, que tira a un lado lazos ancestrales de solidaridad, se planta frente a la pantalla para ver el caso escabroso del día, luego desliza su índice para pasar rápidamente a otro caso más doloroso que el anterior. No entraré en diatribas moralizantes, simplemente me pregunto: ¿qué estamos haciendo para salirle al paso a este mar de solitarios en que amenaza convertirse la sociedad actual?

A un tejido social deteriorado por los distintos factores que exacerbaron la violencia en el país se suma este arribo masivo a las redes virtuales que, además de contribuir a su fragmentación, agrega otros patrones culturales, volátiles e incontrolables. La apuesta educativa no puede quedarse entonces en las clases magistrales, en la abulia de la copia sin sentido, en el sometimiento autoritario con el manejo de las calificaciones y menos aún en el seguimiento de propuestas que nada tienen que ver con la realidad de la vida de los estudiantes, con los problemas de las familias y con los proyectos que una comunidad urge.

 

Un nuevo paradigma para la educación

 Una escuela que asuma el compromiso histórico de la transformación cultural debe replantear su quehacer pedagógico y dar un vuelco a sus prácticas de aula. La escuela, como primer escenario donde se aprende el ejercicio de lo público, ha de convertir el paradigma relacional en soporte del Proyecto Educativo Institucional.

Ante la disgregación que amenaza con tomarse las aulas de clase por el uso masivo de dispositivos electrónicos, ante lo que Savater ha llamado el “eclipse” de la familia, ante la dimisión de muchos adultos de su papel como “referentes de autoridad” –entendiendo esta última desde su etimología pedagógica: “hacer crecer”-, ante los efectos de la sociedad de consumo que han convertido el egoísmo y la competencia en eslabones necesarios para alcanzar la felicidad, ante las diferentes manifestaciones de violencia, se hace imperativo entonces recuperar y vivenciar el sentido de lo que representa la escuela: una comunidad.

 Son las relaciones entre los miembros de un grupo, las mediaciones simbólicas, los principios éticos y los proyectos, que se fraguan en común, lo que da cuerpo y razón a una comunidad. Al respecto Duch y Mélich puntualizan: “…la relacionalidad es el factor constituyente de nuestra humanidad… lo que caracteriza el convivir de los humanos”. Estos autores plantean la importancia capital que tiene la relacionalidad en transferencia de lenguaje, de identidad y de inserción en la cultura. Emmanuel Levinas (1987, p. 150) lo expresa en el concepto del rostro: “El rostro del prójimo significa para mí una responsabilidad irrecusable que antecede a todo consentimiento libre, a todo pacto, a todo contrato”. Para que emerja la interiorización de un yo debe haber un “otro”, esos “otros”, como diría Octavio Paz, que me hacen, esos otros que me permiten ser:

“…para que se pueda ser he de ser otro, salir de mí, buscarme entre los otros, los otros que no son si yo no existo, los otros que me dan plena existencia,no soy, no hay yo, siempre somos nosotros…”.

Se trata de apostarle a la escuela como comunidad de aprendizaje, en la que la construcción de saberes permite visibilizar y darle participación a los componentes del acto educativo: los estudiantes, las familias y los profesores. Pero el concepto es más provocador porque exige que la escuela, escenario privilegiado de preparación para la vida, trabaje en torno a problemáticas reales y que recupere el capital cultural que habita en las comunidades. Esto exige poner en verdadero diálogo a la escuela con sus entornos sociales inmediatos. Muchas experiencias exitosas que he conocido, en algunas de las cuales he sido partícipe, dan cuenta del relieve que alcanzan las instituciones educativas cuando de veras se convierten en parte de la solución de las problemáticas que inquietan o aquejan a las comunidades.

Según Freire (1970, p. 61) “…nadie educa a nadie, así como tampoco nadie se educa a sí mismo, los hombres se educan en comunión…”. Bajo este presupuesto, considero la comunidad de aprendizaje un pilar fundamental para construir de manera asertiva conocimientos que emergen de las dificultades de la cotidianidad y de las múltiples aristas que presentan el trabajo pedagógico, administrativo y directivo en cada institución. Siendo de tal tamaño la tarea de educar y la cantidad de actores que involucra, solo mediante unas buenas relaciones se puede poner en sincronía todas las diferencias y formas de ser de los actores que intervienen en el acto educativo. Conciliar sus intereses es casi un imposible sin la promoción que induce la construcción de buenas relaciones. El proceso educativo adquiere un sentido radicalmente distinto cuando este parte de “Lo que el estudiante ha vivido, la manera cómo ve las cosas espontáneamente, lo que él piensa (…) y las preguntas que se hace” (Zuleta, 1985, p. 10). El estudiante debe ser visibilizado con su historia de vida, con sus apegos y lazos familiares, con sus experiencias cercanas a su entorno cultural, con sus preocupaciones y con su percepción del mundo. La escuela no se puede quedar inmóvil como simple espectadora de lo que acontece en el mundo, sino que debe montarse en el tren de la historia para hacer parte de las grandes transformaciones.

En este orden de ideas, paradigma relacional exige recuperar el potencial creativo de las comunidades y asumirlas como comunidades de memoria. Es una visión a contracorriente, en lugar del use y tire de la sociedad de consumo, en lugar de la visión depredadora hacia los ecosistemas, en lugar del sálvese quien pueda, este paradigma, a través de comunidad de memoria, interroga por el sentido del hombre, por su humanidad tejida por proyectos colectivos, por aquellos valores que salvaguardan la convivencia y que sirven de faro a las generaciones de relevo. La identidad, un propósito transversal a todo el proceso educativo, se define por la conciencia que el individuo tiene de ser heredero de una cultura, de estar inserto en unos usos, unas tradiciones y unos rituales que le dan singularidad a las comunidades. Bellah, Madsen, Sullivan, Swidler, Tiplon (1989, p. 204) precisan su importancia: “Las comunidades de memoria nos vinculan con el pasado, nos dirigen asimismo hacia el futuro como comunidades de esperanza”.

La escuela no puede hacerle el juego a los intentos de menospreciar las construcciones culturales de las comunidades. Frente a la cultura convertida en espectáculo del drama humano, en el atractivo del chisme farandulero, en una sociedad atenazada entre el miedo y el olvido, la escuela debe revitalizarse como comunidad de memoria. En nuestro país no dejan de pasar situaciones macondianas que rayan en el insulto al sentido común. En un tema tan sensible como el de la memoria, cuando apenas estamos trasegando la interpretación y el reconocimiento de las causas, los responsables, los efectos y la visibilización de las víctimas del conflicto armado que durante más de 60 años golpeó a Colombia, no es justo que el actual director del Centro de Memoria Histórica, señor Rubén Darío Acevedo, ponga en duda la existencia de este conflicto armado. Hablar de memoria histórica no es concebirla como algo cerrado e inalterable que se pasa de una generación a otra, su valor radica en la manera como ésta es entregada e interpretada; al respecto Freire (1993, p. 115) afirmaba: “En el fondo, no somos sólo lo que heredamos ni únicamente lo que adquirimos, sino la relación dinámica y procesal de lo que heredamos y lo que adquirimos”.

Escrito por
Gran Rector Premio Compartir 2016. Rector de la Institución Educativa Francisco de Paula Santander en La Cumbre, Valle del Cauca.

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