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La sexualidad, el último bastión de la ciudadanía

La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano producto de la Revolución Francesa dio origen al régimen democrático como lo conocemos hoy y a un tipo de sujeto dotado de derechos civiles y políticos. Aunque desde el principio, el sistema tenía la pretensión de ser universalista, lo cierto es que en la práctica fueron excluidas las minorías étnicas y sexuales, los grupos indígenas, las personas sin propiedad, los analfabetos y, desde luego, las mujeres y los niños.

Este modelo de ciudadanía blanca, heterosexista, patriarcal y burguesa se construyó sobre la base de un contrato social que definió los roles que cada individuo debía desempeñar en la sociedad. En ese sentido, el varón conservó sus privilegios y le fue más sencillo ejercer sus libertades individuales en el ámbito público; pero también, en su función de patriarca, le fue asignada la responsabilidad de proveer el sustento y garantizar la protección física y material de la familia. La mujer por su parte, se ubicaría en una relación de sumisión y subordinación frente al hombre, se le confinaría al ámbito privado y se le encargaría el rol de la maternidad, la defensa de la moral, la educación de los hijos, el cuidado del hogar y fundamentalmente la expresión del amor como cualidad “natural” de lo femenino.

En este mismo contrato, la noción de infancia se construyó sobre la base del cuidado y la protección del niño en el seno familiar, como la mejor manera de asegurar la formación del futuro ciudadano útil a la sociedad. “Educad al niño y no tendréis que castigar al hombre” fue la frase clásica emanada de Pitágoras, que tomó nuevamente impulso en la consolidación de los modelos republicanos y nacionales durante la Modernidad. Sin embargo, al igual que ocurrió con la mujer, el niño moderno fue caracterizado como un sujeto subalterno, heterónomo, carente de razón, vulnerable y con la necesidad de ser protegido, orientado y disciplinado al interior de dos instituciones modernas: la familia y la escuela. En este contexto, niños y niñas son carentes de derechos y son considerados propiedad del adulto, especialmente del varón, pues la tenencia de los hijos ha sido la manera en cómo históricamente la estructura patriarcal ha asegurado su perpetuación.

No obstante, en los últimos cien años, este modelo de ciudadanía y sociedad ha empezado a sufrir importantes cambios gracias a las causas feministas. Primero, los movimientos sufragistas en diferentes partes del mundo abrieron el camino para que las mujeres salieran del encierro doméstico y tuvieran mayor participación en el mundo laboral y en los asuntos públicos. Más adelante, los movimientos de liberación sexual y el descubrimiento de la píldora anticonceptiva permitieron que las mujeres pudieran posponer e incluso eludir el determinismo de la maternidad si así ellas lo decidían; y más recientemente, los movimientos de diversidad sexual han ampliado el concepto clásico de ciudadanía hacia una que contempla el género y la sexualidad como asuntos públicos que garanticen el ejercicio de los Derechos. A esto último, se le ha denominado en las últimas décadas como Ciudadanía Sexual.

Paralelo a esto, el niño se ha convertido en un nuevo sujeto político, pues desde 1989 con la Convención Internacional de los Derechos del Niño se proclama el interés superior de protegerlo como portador de una voz y de garantías, tales como no ser discriminado por su condición de infante y a tener libertad de expresión. Para el caso colombiano, la protección constitucional al libre desarrollo de la personalidad, al involucrar a “todas las personas”, ha borrado la frontera entre los adultos y los menores de edad como sujetos de Derechos. Por lo tanto, la noción del niño/niña y adolescente como propiedad del adulto, especialmente en lo concerniente a su cuerpo y sexualidad, ha sufrido importantes transformaciones, pues ahora se toma en consideración las creencias individuales, los proyectos de vida feliz y el libre albedrío frente la experiencia vital y corporal, lo cual incluye también la sexualidad.

Pensar tan solo en este tema produce emociones que son difíciles de reconocer y explicar. El propio Sigmund Freud al descubrir la sexualidad infantil en el contexto clínico del psicoanálisis fue objeto de toda clase de críticas, precisamente por el escozor que el tema causaba en el público. En la actualidad, para muchos padres de familia resulta complicado aceptar que un hijo tiene una orientación sexual gay, que su hija menor de edad le diga que está planificando o que decidió no casarse ni tener hijos, o que simplemente ellos y ellas quieren mantener sus gustos y preferencias sexuales en su propio espacio íntimo.

Desde este mundo adultocéntrico, estos comportamientos son vistos como una afrenta a la autoridad y no es concebible que los menores de edad sean portadores de estos Derechos, pues se sigue asumiendo que no son capaces de formar su propio criterio, entender su realidad, interpretar sus sentimientos y tener responsabilidad frente a sí mismos. “Tantas libertades causan libertinaje”, o “mi casa, mis reglas” son expresiones que suelen escucharse en algunos ámbitos escolares y familiares.

Lo cierto es que a partir de la Conferencia Internacional sobre Población y Desarrollo (CIPD),  llevada a cabo en la ciudad del Cairo en 1994, se pudo constatar que si bien esta idea de ver al niño/niña como heterónomo justificó la necesidad de ponerlo en potestad y tutela de los adultos, también generó una concepción de propiedad sobre sus cuerpos y sexualidades, lo cual hizo proclive a avalar toda clase de maltratos, vulneración y negación de sus Derechos, situación que terminó siendo la causa de fenómenos y problemáticas como el embarazo temprano, la altísima mortalidad en madres lactantes menores de 19 años, de los abusos, violencia y explotación sexual y de toda clase de vulneraciones a los derechos humanos, especialmente aquellos que protegen la integridad del cuerpo y la capacidad de decisión que se debe tener sobre este.

Así entonces, se hizo necesario ampliar el concepto de ciudadanía hacia el ejercicio de los Derechos Humanos, Sexuales y Reproductivos, pero no solamente para los adultos, sino en especial para las mujeres, los niños, niñas y adolescentes, pues esta es una garantía del ejercicio ciudadano que parte de la soberanía y gobierno del propio cuerpo y que necesita aprenderse en la escuela. Por ello, si bien constitucionalmente la familia tiene la potestad de educar a sus hijos según sus creencias y valores, estos no pueden justificar la negación de educación para la ciudadanía sexual, especialmente en las poblaciones más vulnerables.

Escrito por
Gran Maestro Premio Compartir 2017. Finalista del Global Teacher Prize. Docente en el colegio Gerardo Paredes de Bogotá, Colombia.

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