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Educar para el planeta: solución al problema del transporte escolar

En su caballito de acero el amigo rector se dirige a su trabajo. Lleva un ritmo mesurado, quiere disfrutar la novedad del paisaje que le regalan sus ojos, el verde intenso de la cordillera, los caminos de herradura, los arrumes de leña seca a las orillas de la vía, las pequeñas parcelas y las casas campestres que bordean el pueblo. Rememora a Serrat, al “pueblo blanco, colgado de un barranco”. Disfruta el privilegio de la vida campestre, los arboles añosos que prodigan sombra y del aire fresco que oxigena sus sueños.

Reflexiona sobre los diversos temas que ha de atender en el nuevo colegio. Se va adentrando por el entrevero de las primeras calles estiradas del caserío. El ritmo de los pueblos es otra cosa, se dice satisfecho, la tienda, la iglesia, los senderos fantasmales, los potreros; pero al aproximarse a su destino se topa con una imagen inesperada: una montonera de motos se agolpa a la entrada del colegio. Incómodo por el rugir de estos aparatos y por el humo que escapa a borbotones de sus exostos, empuja el pedalazo para terminar de aproximarse a la puerta. Saluda a quienes se va encontrando. Baja de su bicicleta, la parquea a un lado del patio principal y continúa saludando amablemente a toda la comunidad.

Los estudiantes lo examinan estupefactos, esperaban su llegada en un carro acorde a su cargo, que se bajara con un traje de saco y corbata, con rostro adusto y aspecto circunspecto.

A los pocos días advierte los grandes problemas que trae la profusión de motos como medio de transporte. Al interpelar a los escolares encuentra respuestas como: – “Para no llegar tarde mi papá nos trae a todos en la moto, mi hermano pequeño está en tercero y yo en séptimo. Vivimos allá” -señala un lugar a escasas tres cuadras-. “Mi mamá me compró la moto para evitarme la caminada” –expresa un chico que vive al frente del almacén del señor Oviedo cerca al colegio-. Otra jovencita afirma que su mamá la transporta todos los días en la moto y luego prosigue para su trabajo. En fin, son innumerables las razones por las cuales los jóvenes no caminan, unos porque viven lejos, otros porque mantienen con prisa, otros porque consideran que llegar motorizados a la institución les da cierto estatus.

Todos somos tentados por la sociedad que consume… y de paso nos devora. Tienta la ostentación, la rapidez de las motocicletas, el estar al día con la última tecnología. Desilusiona sus consecuencias, la contaminación en las entrañas de estas montañas es un hecho. Nadie escapa a los accidentes con sus terribles consecuencias -fracturas o traumas craneoencefálicos-, las reacciones de intolerancia que trae consigo los tropiezos entre los motorizados. El deterioro de las relaciones de convivencia. A manera de ejemplo, se han registrado cinco accidentes de estudiantes en solo dos meses, es evidente la falta de equipos o implementos de protección, es innegable que algunos se movilizan en motos en mal estado, presentan irregularidad en los documentos o en la licencia de conducción, dado que en su mayoría son menores de edad.

Se suma a esta problemática la ausencia de transporte escolar que debe asumir la alcaldía, pero que, por innumerables trámites burocráticos no lo hace a tiempo. Entonces ¿Qué hacer? El interrogante nos cuestiona a todos, las soluciones pueden ser sencillas o complejas, pero siempre buscando el bien común.

Hace cuatro años el papa Francisco en su encíclica Laudato si (2015), tocó fibra, no se anduvo por las ramas, nos hizo responsables del vertedero humeante en que hemos convertido nuestra madre tierra y exhortó especialmente a los gobiernos –pero también al ciudadano del común- a tomar acciones reales para detener el deterioro voraz de esta la casa de todos. Señaló: si ya no hablamos el lenguaje de la fraternidad y de la be­lleza en nuestra relación con el mundo, nuestras actitudes serán las del dominador, del consumi­dor o del mero explotador de recursos, incapaz de poner un límite a sus intereses inmediatos”.

Así, los padres de familia, consecuentes y corresponsables con el destino de nuestros hijos, abandonamos las posturas indiferentes y nos comprometemos como bien lo plantea Francisco. En lugar de arriesgar las vidas de seres queridos asumimos el reencuentro con nuestros chicos, aprovechando el ejercicio que da el caminar para dialogar, para conocerles, para acompañarles en su crecimiento y de paso, recomponer el diálogo en familia, tan necesario.

De otra parte, los nuevos héroes del celuloide entran en batallas con sofisticadas armas digitales, sus expediciones van en busca de un nuevo planeta por colonizar, deben estar listos para abandonar el cascarón de la tierra. Los temas de estos nuevos videojuegos tan recurrentes en los adolescentes dejan un mensaje simple: la tierra, en toda su magnitud no escapa al úsese y tíreseque con dinero todo se puede comprar. Esta metáfora confronta al hombre moderno, el cual ha de transformar la visión de la “tierra despensa” hacia “la tierra casa, la tierra vida”.

Así, el estudiante consciente asume de manera resuelta su propio destino, se rebela ante el consumo desaforado y se empodera de su papel protagónico como sujeto que representa el presente y futuro del país. Entiende que los tiempos del colegio son para su formación, para fortalecer su carácter, su capacidad racional, todo ello dentro de un estilo de vida saludable, para así contribuir a la sostenibilidad del planeta.

Urge entonces, una ética que ate la existencia de los hombres a la vida del planeta, una ética cercana a los postulados de Hans Jonas (1984): «obra de tal modo, que las consecuencias de tu acción sean compatibles con la permanencia de una verdadera vida humana sobre la tierra», que cuestiona el quehacer de la ciencia y los fines de la tecnología, sometidas a oscuros intereses y al afán de lucro de unos pocos. Efectivamente, es necesario pasar de una ética de la intención, postulada por Kant, a una ética de la responsabilidad esbozada por Weber, una ética que enfatiza en las consecuencias de las decisiones de los seres humanos.

Una ética de responsabilidad solidaria, en la que los hombres se sientan parte del entramado de la vida en la tierra y, como de nuevo dice Francisco, puedan “convertir en sufrimiento perso­nal lo que le pasa al mundo”, sentir el resquebrajamiento de su piel, la resequedad de antiguos lechos fluviales, el dolor de sus entrañas y la soledad de tantos parajes, oscurecidos por la deforestación, la depredación y la muerte de sus criaturas.

Los maestros no podemos seguir haciendo parte del mutismo cómplice, debemos romper el cerco, retomar las palabras de Luther King “tenemos que arrepentirnos del abrumador silencio de las personas buenas”. Debemos plantear una disrupción a “la normalidad consumista” que nos venden los medios de comunicación y que los líderes mundiales se encargan de apalancar. Esto exige una ética de responsabilidad compartida, una corresponsabilidad que debe fraguarse desde la educación, puesto que cuidar la tierra significa educar para la vida.

Nuestro trabajo debe ser persistente y contundente en actitudes y acciones, no queda otro camino, si estamos comprometidos y entendemos que en nuestras manos está darle vuelta a la manija, entonces se hace necesario proponer y asumir cambios sustanciales en nuestros hábitos de vida.

Este rector, por ejemplo, vivía en la “comodidad” de una ciudad capital, sin embargo, decidió abandonar la ciudad, asumir un nuevo estilo de vida. Es así como desde hace muchos años hace su labor pedagógica en las zonas rurales. Siente que es posible ponerle el palo a la rueda y plantear rumbos distintos al modelo de desarrollo que campea en el mundo, recordándonos el famoso “Ítaca” de Kavafis nos increpa: ¿Cuál es la prisa? ¡Escucha el respiro de la tierra y camina al ritmo de sus exhalaciones! Es lo que hace cuando pedalea en su bicicleta por las empinadas breñas.

Como rector podía sentarse a esperar que el gobierno nacional cumpliera con los recursos asignados para un transporte escolar, podía comenzar a despotricar de la situación del país o podía quedarse callado, hacerse el de la vista gorda e integrarse a la dinámica encontrada en su comunidad educativa. ¡No!, prefería ser piedra en el zapato, su convicción le indicaba que la escuela debía dar un paso al costado y hacer la diferencia: ser una golondrina que hace verano.

Debía moverse rápido y plantear una posible solución para una movilidad sostenible. Se dedicó entonces a tocar puertas en las empresas que tienen presencia en la región. Invocaba la responsabilidad social. Es así como un amigo de la Fundación Compartir lo contacta con Felipe Tamayo Collins, de la Fundación Pedalazos que unen pueblos, personaje maravilloso que va por el mundo intermediando en defensa del planeta, a través de soluciones al transporte sostenible por medio de las bicicletas. Con dicho aliado concreta un proyecto para la consecución de cien bicicletas, como transporte escolar de la institución educativa Francisco de Paula Santander, ubicada en el corregimiento de Pavas, municipio de la Cumbre – Colombia.

Estaba feliz, compartió la buena nueva con su equipo de colaboradores, la euforia fue colectiva. Profesores, estudiantes y directivos participaban con sus ideas, hacían proyectos: integrar la bicicleta a la clase de educación física, favorecer el desarrollo de competencias a partir del uso de la bicicleta, incluir al proyecto de tecnología todo lo relacionado con el mantenimiento y la mecánica de las bicicletas, a la clase de física responder a la pregunta ¿qué fenómenos físicos se esconden detrás de una bicicleta?, el diseño del espacio donde se parquearían las bicicletas, una educación vial para transitar con seguridad por las calles del pueblo, las salidas pedagógicas en bici y el ciclo paseo el fin de semana para hacer actividades ambientales, como la limpieza masiva y la siembra de árboles.

Ya en la tarde, de regreso a casa, una brisa suave refresca el pensamiento del rector. Contempla a lo lejos las nubes cargadas de agua. Del cañón lejano asoman los tercos rayos del sol. Repite mentalmente el verso de Aurelio Arturo: “Después, de entre grandes hojas, salía lento el mundo”. Admira la silenciosa majestuosidad de los árboles, sembrados a lo largo de la avenida principal por un antecesor suyo, Rubén Gómez, en cuyo homenaje se le dio nombre a la avenida principal.

El rector sonríe, tiene sobrados motivos para hacerlo. Es un soñador. Hace planes pensando en los cambios que pueden nacer e impulsarse desde su comunidad educativa. Sí, se dice a sí mismo, de los problemas deben surgir los proyectos educativos. Nada cae del cielo, las comunidades deben movilizarse y gestionar. Cimbra el caballo metálico al zigzaguear y sobrepasar hondonadas y piedras. Toma una bocanada de aire puro. Ahora lo llaman el “bicirector”. Para él es un honor.

Bibliografía


Autor: Rubén Darío Cárdenas.
Perfil: Gran Rector del Premio Compartir 2016.

 

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