El lunes, en un evento macondiano, con discursos pletóricos de palabras rebuscadas, dignas del propio Rafael Núñez, se firmó el acuerdo de paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia. ¡Por fin! Aunque falta todo, como salir a votar. El plebiscito es una apuesta política arriesgada, pero también es la posibilidad de que el acuerdo sea avalado por el pueblo: a pesar de la polarización y, sobre todo, del oportunismo que se anima en ambos bandos, la paz en Colombia es un asunto público.
Uno de los aspectos más conmovedores del acto del lunes en Cartagena fue mostrar que esta firma es un paso en un proceso que trasciende nuestra generación, hacia el pasado y el futuro: Manuel Marulanda, Jorge Eliecer Gaitán, Jaime Garzón, Gabriel García Márquez, Mono Jojoy, Andrés Pastrana, Álvaro Uribe, Bernardo Jaramillo, etc., las víctimas, en general, y todos lo colombianos que habitaremos el planeta durante algunos años más. Es facinante cómo el ser humano es capaz de comprender y solucionar conflictos aparentemente ajenos, pero cuyas implicaciones son colectivas.
Si el acuerdo de la Habana se toma como un hecho aislado es imposible entender su importancia, pero es imposible desconocerla si consideramos que el tiempo es un tejido de acontecimientos del que somos responsables. Más allá del entorno politiquero del plebiscito, este nos da la oportunidad de ser activos en la búsqueda de un nuevo rumbo para el país, como a lo mejor dijo Ban Ki-moon en su discurso. Es evidente que las problemáticas sociales más profundas siguen intactas y que estamos lejos de una paz estable y duradera, aunque también es evidente que si no logramos llevar a buen término este acuerdo, cualquier reforma estructural estará aún más lejos.
Cada vez es más notorio, como muestran los recientes logros deportivos de los colombianos, que lo que necesitamos es un cambio cultural: que el enriquecimiento repentino, la lucha armada por el poder y la corrupción pasen. Llegar a un acuerdo con un grupo armado cuya existencia obedece a un asunto histórico debe conducir a que se afronten las causas de la violencia. Aunque lamentablemente todavía no significa la paz, sí se trata un esfuerzo por empezar a transformar la mentalidad de los colombianos y la percepción que el mundo tiene de nosotros.
Confiamos en que pronto mejoren los discursos y se simplifique el lenguaje, como prueba de honestidad en las palabras. En este momento, más que nunca, convienen los pies en la tierra y un sano escepticismo frente a la retórica y las falsas ilusiones. Todavía falta implementar los acuerdos y afrontar las problemáticas sociales y agrarias, el narcotráfico, la corrupción, la ausencia del Estado en muchas regiones, entre otros males que saldrán a flote después de que las Farc no ocupen más de la mitad de los noticieros, y, cómo no, falta salir a votar.
La verdadera garantía de convivencia y de no repetición está en manos de la sociedad civil, en el hecho de que aumente la participación política y que esta se ejerza de manera responsable, así como en la transformación cultural, expresada en las palabras que Jaime Garzón tomó de una traducción indígena de la constitución, que también debería servir como traducción del himno nacional: “nadie podrá llevar encima de su corazón a nadie ni hacerle mal en su persona, aunque piense y diga diferente”.