Omayra

Publicado el Pablo Aristizábal Castrillón

El fin de los millenials

Basta con ver el número de entradas del tema que hay en internet para darse cuenta de la popularidad de uno de los grandes mitos de nuestra era: los millenials. Definidos como los miembros de una generación que va del año 1981 a 1995, y que se debate entre grandes virtudes y terribles defectos. Supuestamente son creativos, polifacéticos, sociables, nativos digitales, autónomos y críticos, aunque también inestables, ambiciosos, procrastinadores, dispersos y soberbios. La procrastinación –que consiste en aplazar continuamente las labores– es uno de sus principales atributos, y podría dar alguna idea de su carácter, sobre todo, si se expresa del siguiente modo: no dejes para hoy lo que podrías hacer mañana.

La generación del nuevo milenio, debido a su peculiar modo de vida, ha generado defensores y detractores, ambos bastante extremistas. En el ámbito laboral, por ejemplo, hay quienes jamás contratarían una persona de esas características o, por lo menos, tratarían de evitarlo a toda costa, alegando que en cualquier momento podría dejarles tirado el puesto, no cumpliría con sus labores, querría ascender demasiado rápido, creería sabérselas todas, se la pasaria chateando o en internet, llegaría a la hora que le provocara, no se peinaría o tendría el pelo pintado de rosado, aretes y tatuajes, entraría sudoroso a la oficina, o hasta trabado, después de andar cuadras enteras en bicicleta, con este calor que está haciendo.

Por su parte, los defensores de los Millenials se apegan de sus virtudes para acogerlos en las teorías del emprendimiento y la innovación, o para argumentar que tienen las características necesarias del cambio que debe haber en el mundo. Lo cierto es que, si se juzga con base en el mercado laboral, han ganado sus detractores, y los millenials, por muy creativos y polifacéticos que sean considerados, están perdiendo la batalla. Eso es lo que reflejan las estadísticas: para enero del año pasado (2015), según el viceministro de trabajo, Luis Ernesto Gómez, en Colombia, uno de cada dos desempleados era menor de 28 años.

Han surgido iniciativas –que se han quedado en eso– para mejorar las condiciones laborales de los miembros de la generación del nuevo milenio, además de planes de empresas privadas que los identifican como consumidores potenciales, así sea a costa de sus padres. Consideran ofrecer, por ejemplo, seguros para computadores portátiles o bicicletas –bienes preciados para los Millenials–, entre otros productos innovadores, como bicicletas, bebidas hidratantes o computadores portátiles. Las políticas para incentivar el primer empleo, con la ayuda de las cajas de compensación familiar y el supuesto apoyo del sector privado, buscan que los jóvenes puedan sobrevivir a las peticiones de experiencia mínima de la gran mayoría de convocatorias laborales y, sobre todo, se conviertan en adultos lo más pronto posible.

Solo hay una particularidad de los millenials que nadie podría negar, ni defensores ni detractores: son jóvenes. En este hecho evidente se sintetiza todo el problema, todo el misterio y todo el mito de los miembros de la generación “Y”. Se parecen, en esencia, a los muchos jóvenes que han existido a lo largo de la historia de la humanidad, aunque con las diferencias propias de cada época. Así como el descontento de los adultos con los jóvenes se refleja en documentos de diferentes momentos de la historia, también ha sido usual que haya quienes exalten sus virtudes, en ocasiones de modo lascivo, y añoren la energía que fueron perdiendo con los años.

En la admiración de la energía juvenil y la crítica a su rebeldía, en la tensión persistente entre críticos y defensores de los millenials, se nota otro de los rasgos más vivaces de los jóvenes: la contradicción. Pero muchas veces, sus detractores, con la intención de eliminar los defectos de los jóvenes, han acabado con sus virtudes, olvidando que en ellos no puede haber las unas sin los otros.

«Nos hemos ido alejando de la juventud y de la creencia. A medida que crece nuestra pobreza vital, aumenta nuestra moralidad y nuestro apego a los prejuicios… Venid vosotras, ¡oh, ideas de juventud y de vida, a alegrar a los abandonados de la alegría de sentirse tibios, pletóricos del jugo sagrado del árbol prohibido! ¡Venid, jóvenes ideas, retozonas como muchachas de falda corta!» (Fernando González Ochoa, Viaje a pie).

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