Nosotras, cuidadoras. Historias de personas como tú.

Para mí, cuidar se convirtió desde muy joven en sinónimo de amor, porque desde que tenía 23 años, en 2011, fui una de las personas que asumió ese rol con mi papá luego de que tuviera un accidente cerebrovascular (ACV) en la arteria basilar que lo dejó cuadripléjico y sin habla, pero con sus capacidades cognitivas intactas. Y digo una porque mi mamá fue la persona que asumió por completo esta responsabilidad. Sin pedírselo. Sin que la asignaran. Fue una obviedad que todos asumimos sin medir las consecuencias. Entonces mi casa dejó de oler a sudado de pollo, a chocolate, a bocadillo. Ahora olía a medicinas, a cremas, a pañal, a gente extraña. Olía a un nuevo comienzo.

Sentadas en la sala de mi apartamento, mi mamá, Ligia Veloza Posada, a quien por primera vez entrevisto, se describe como una mujer bondadosa, responsable, y ahora paciente y tolerante. Al contarle a mi mamá que quería hacer esta crónica sobre su rol como cuidadora me abrió los ojos con sorpresa, pero aceptó. Llegó una mañana a mi apartamento —aprovechando que mi papá se quedaba con su enfermera—, le puse un micrófono para capturar mejor el audio y comenzamos. Solo faltaba una primera pregunta sobre su infancia para que se abriera la ventana de un cuarto oscuro y que toda la luz entrara desbocada como un caballo sin riendas.

Con la elocuencia que siempre le he visto, hace memoria y recuerda que su infancia fue muy feliz, y lo que ella llama, normal, pero el suceso que la marcó fue la muerte de su papá por una hepatitis cuando él tenía 48 años. Lo que los levantó, dice, fue ver la fuerza de mi abuelita para seguir criando a sus hijos e hijas.

El recuerdo más vívido que tengo de mi abuelita Ana y que me esfuerzo por no olvidar es uno de cuando yo tenía 11 años y ella nos visitaba en nuestra casa. Ya deteriorada por la diabetes y con su visión muy desgastada, yo le ayudaba a vestirse y a ponerse sus medias veladas. Ella no se dejaba mucho, insistía en dejar que el tacto de sus manos arrugadas la guiaran. Siempre fue muy independiente, pues desde 1972 tuvo que ser la figura paterna y materna para sus hijos e hijas entre los 5 y 20 años de edad. Eso genera otra visión de la crianza y el cuidado. Hoy lamento no haberla tenido más tiempo en mi vida, aunque admiro su sabia decisión de no continuar con una eterna diálisis extendiendo una vida que ya no era vida.

La muerte de mi abuelito Valeriano ha sido una de las cosas más duras que ha vivido mi mamá, no solo por perderlo, sino porque a los 20 años, junto a su hermana mayor —mi tía Myriam, quien siempre nos ha cuidado a través de su exquisita sazón— asumieron el sustento económico, porque tocaba seguir respondiendo por su mamá y sus otros cinco hermanos que estaban en época de colegio.

Y no es coincidencia que el cuidado de mi abuelito le hubiera tocado a mi abuelita, pues el cuidado de un familiar enfermo, más cuando es el esposo, es algo que le toca a las mujeres, ¿será por aquello de “en la salud y en la enfermedad, y hasta que la muerte nos separe”? o simplemente porque al ser esposas, hijas o hermanas se convierte en una obligación, en un trabajo sin salario. A nosotras desde pequeñas nos enseñan a cuidar. Es como un testigo —esta barra metálica que se pasa en las carreras de relevos— que se transmite de generación en generación. Mi abuelita, mi mamá, y yo. Mientras tanto, a los hombres les enseñan a jugar a los carros, a la pelota, a ser fuertes y a no llorar.

Cuando mi mamá era adolescente quería ser azafata. Pero de soñar con aviones, al inicio de sus 20, y por la enfermedad de su papá quien ya no pudo trabajar para sostener económicamente a su familia, pasó a ser secretaria en la oficina de un abogado en el centro de Bogotá. Allí tenía que contestar el teléfono, atender a estudiantes, limpiar el polvo, y en sus ratos libres, leer cuanto libro de Derecho escogiera en la biblioteca. Luego, se retiró y trabajó en una ferretería, en el área de pagos y contabilidad.

En los viajes de Funza a Bogotá, mi mamá siempre pasaba por Fiat, una ensambladora de carros. La veía como una empresa tan grande que se convirtió en su nuevo sueño, y lo cumplió. Entró al departamento de contabilidad como secretaria —mi mamá siempre ha sido muy buena con los números, además se graduó como bachiller comercial— y a los dos años la ascendieron a secretaria del director administrativo. Diez años después este sueño se truncó por un recorte de personal. Creo que esa fue la época más feliz de la vida de mi mamá, porque desde que tengo uso de razón, siempre se le iluminan los ojos cuando habla de la Fiat, que luego se llamó Mazda.

Aún hoy, que se dedica exclusivamente al cuidado a mi papá, y siendo un número más en las estadísticas, añora esa época y dice que nuestra vida habría sido diferente si no la hubieran sacado.

En Funza, Cundinamarca, hay registrados 384 cuidadores de personas con discapacidad, de los cuales 329 son mujeres. De estas, solo 110 participan en el Programa de discapacidad y adulto mayor, una estrategia del municipio para mejorar la calidad de vida de las y los asistentes.

Colofón

Esta es la primera entrega de una crónica que fue el resultado de mi participación en el Taller de Crónica 2024 del Instituto Distrital de las Artes – Idartes de Bogotá.

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