Hoy uno de las mayores brechas entre lo que se dice y ofrece, y lo que se hace y se entrega, está en la cuestión de las tierras rurales. Si se escucha desprevenidamente al gobierno, estaríamos ya inmersos en una revolución agraria, como no la ha conocido el país en su historia. Pero, si se mira la realidad, esta poco ha cambiado en estos dos años. En épocas anteriores hemos conocido más avances en este asunto fundamental para el país, logrados sin ruido ni desplantes. La tierra es un tema explosivo por las expectativas y temores que genera, abordado en muchos casos como pieza fundamental de la revolución. Lo concreto es que los países en su tránsito de un escenario precapitalista y tradicional, donde la agricultura y la ruralidad son centrales, a uno en dinámica de modernidad, donde impera el capitalismo, fundamentalmente urbano, con avances tecnológicos continuados, mercados en expansión, proletarización de la población y fuerte marginalidad urbana, requieren que esa ruralidad se transforme, para integrarse a las nuevas realidades. El uso y tenencia de la tierra son fundamentales para el mundo urbano industrial, son un apoyo central.

Se habla de reforma agraria, y el gobierno lo hace, en el viejo sentido de simplemente redistribuir tierra a los sin tierra. Hoy la visión es más amplia, la de una reforma rural, una política más realista y más efectiva, necesaria para hacer los cambios que el avance social y económico del país requiere. Una política que implica promover nuevos usos productivos,  legales y sostenibles de la tierra y el agua, terminando con la lógica simplista de incorporarla masivamente a la producción, tumbando monte o secando humedales o explotando tierras sin potencial productivo, en muchos casos para sembrar coca o pastos para una ganadería marginal y tradicional, dadas las condiciones, igualmente marginales, en que se desarrolla, a la espera que el avance de la sociedad  finalmente le abra posibilidades a esas tierras de un empleo, de una explotación económicamente rentable. La amplia perspectiva de la reforma rural, busca que la necesaria transformación rural atienda tanto a la cantidad y calidad de la tierra trabajable como a la infraestructura, mercado y servicios necesarios para hacerlo, pues el resultado productivo es una combinación de tierra, trabajo, tecnología e instrumentos y mercado. La tierra es apenas la cuota inicial del proceso.

Y para que esa tierra pueda recibir el reconocimiento legal y el apoyo de las políticas públicas, necesita su título de propiedad, su formalización. En Colombia aún lo espera el 40% de la tierra trabajada.  Con esa realidad presente, los Acuerdos de La Habana plantearon la meta de formalizar 7 millones de hectáreas; de ellas, solo lo está el 1.7%, o sea 119.000 has. Aunque es una tarea crucial para el desarrollo de la agricultura y de los campesinos, el afán gubernamental se centra en  aumentar la disponibilidad de tierras para la reforma. Por los procesos judiciales en curso, 130.480 has han vuelto al poder del estado, por procesos de clarificación de títulos, de deslindes, extinción de dominio y recuperación de baldíos; de ellas, el gobierno ha entregado de manera provisional, sujeto a fallos de la justicia, 101.600 has y de manera definitiva, solo 10.000. Sinembargo, el gobierno quiere más tierra. En un acuerdo con Fedegán, a través de ella, le han ofrecido para la venta 600.000 has adicionales.

 Habría más cifras para mostrar, pero lo dicho deja claro que el problema de la política de tierras, no es conseguirla sino repartirla entre los campesinos y aún pequeños productores,  que no  es simplemente  entregar escrituras, lo que no está haciendo sino, en esas tierras repartidas y tituladas, generar programas de desarrollo rural integral con los campesinos y en general con los productores agropecuarios y con las autoridades territoriales; lo actual no transforma la realidad rural y campesina,  solo genera frustración, convirtiéndose, en el límite, en un engaño más para un campesinado respetable y olvidado.

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