Manual de sombras

Publicado el Camilo Franco

Otro viernes negro

Hoy será otro viernes negro y no precisamente porque en el Hemisferio Norte los días se hayan acortado y la noche se trague sin piedad toda su luz. No. Ni porque sobre el mundo se esté cerniendo un atroz oscurantismo filosófico que amenaza con devolvernos a la Edad Media a punta de anatemas, racismos, machismos o anacrónicas y prejuiciosas exclusiones. No. Tampoco será un viernes negro por la enorme cantidad de accidentes de tráfico, por los heridos y muertos ni por la falta de prevención al manejar pegado al celular o con la sangre revolucionada por el alcohol o los estupefacientes. No. Ni mucho menos será negro este viernes porque las noticias fatídicas sobre los paros estudiantiles, pidiendo financiación de la educación pública, sobre la “ley de financiamiento” (trapacería cuyo nombre real es descaro, o reforma tributaria), sobre el fiscal ahora fiscalizado, sobre la destrucción de la selva o sobre la muerte de menores a causa de la contaminación o la desnutrición en nuestro indolente país, nos revuelvan el alma y nos enfurezcan. No, tranquilos.

Este viernes será negro porque se ha decidido, o lo han decidido por nosotros, que si los gringos tienen un día negro, aunque la negrura durante años les haya más bien incordiado, nosotros habremos de seguir su ejemplo. Y mucho mejor si es el mismo día. ¿Cómo perdernos la oportunidad de igualarlos, de imitarlos? Ah, ¿Por qué no instaurar un día de la Independencia gringa aquí también? Ya puestos… Y aunque tampoco sepamos qué tiene de especial ese día, ¡qué importa! Si lo importante es tenerlo y así sentirnos más globales, más cosmopolitas, más sibaritas. He leído artículos que afirman que el viernes negro, día como hoy en que miles de comercios abren sus puertas electrónicas y físicas, con descuentos supuestamente de infarto, para que el público pueda comprar gangas insólitas, junto al Cyber Monday (¿Por qué tantos anglicismos? ¿Suena “Ciberlunes” tan descabellado?), se ha instaurado en la sociedad, no en virtud de la globalización, sino debido a la secularización de la misma. El ser humano, durante milenios, ha recurrido a los dioses (en todas las culturas y latitudes) para darle significado a su existencia. Y ahora, que la ciencia ha desplazado a la religión en muchos ámbitos de la vida, y ante todo en las sociedades cuyas economías son más fuertes e industrializadas, el ser humano se encontraría ante un vacío existencial imposible de llenar mediante creencias científicamente indemostrables. Por este motivo, el consumismo se estaría convirtiendo en el nuevo opio social, el paliativo contra un dolor metafísico incurable.

Aunque concuerdo con muchas de esas afirmaciones, me parece una respuesta incompleta e insatisfactoria. Achacarle la culpa a la secularización le resta méritos a otras causas: es evidente que esta tendencia secularizadora ha sido posible únicamente gracias a la globalización de la economía y de su narrativa consumista.

Globalización y consumismo son como hermanos mellizos que de la mano han campado a sus anchas por el mundo, dejando tras de sí insospechadas e irreparables huellas. Ya a mediados del siglo XIX, en su Manifiesto comunista, Marx denunciaba la dependencia que sufría la economía industrializada, y bien se lo callaba, de las materias primas extraídas, en la mayor parte de veces por medio de violencia fáctica o racial, de África, Asia y América. Un botón para la muestra es el hecho de que, durante la época del colonialismo británico en India y en China, estos países ya eran obligados a comprar productos manufacturados por los británicos a base de materias primas extraídas en las mismas colonias, para así mantener a flote la economía británica. En ese entonces el mundo ya estaba conectado por largas y dispendiosas rutas comerciales de explotación y plusvalía. Hoy en día tenemos el internet, un instrumento que nos ha entregado la libertad de autoexplotarnos, comprando a manos llenas.

La globalización lleva ya años imponiéndonos formas de pensar, de sentir y de percibir la realidad. Pero el consumismo desenfrenado, impensable hace un siglo, se ha expandido y acelerado gracias al desarrollo técnico, a la globalización del feroz capitalismo financiero, y, por supuesto, a su mayor y más mortífero secuaz: la publicidad. Se nos quiere convencer, con artimañas publicitarias, de que la adquisición y acumulación de objetos puede compensar la pérdida de la fe, la ausencia absoluta de ella, o el malestar social al que las políticas neoliberales han conducido al mundo (les recomiendo Requiem for an american dream, está en Netflix, es un iluminador documental de Noam Chomsky donde se incide en estas cuestiones con clarividencia). La felicidad la personificarían carros, prendas, viajes de placer, objetos y cachivaches que enriquecerían nuestra vida si los poseemos. Y lo más preocupante es que este pensamiento, impuesto a sangre y fuego durante siglos en nuestro país (donde ha valido más el oro que la vida de los otros), viene envuelto ahora en la túnica de la modernidad y de la igualdad: compra, solo así ejercerás tu libertad (de esclavizarte eternamente pagando a crédito innecesarios caprichos) y darás rienda suelta a tus más íntimos deseos (lo siento, Google & Co. ya saben todo de nosotros, y venden nuestros datos para crear perfiles individuales de consumidor, así que de intimidad nada).

Piensen en San Valentín, en la Navidad, en la Semana Santa, y se darán cuenta que han dejado de ser días de celebración espiritual para convertirse en días de celebración consumista, de acumulación fetichista de inútiles objetos. Cabe aclarar que esta crítica no es ninguna exhortación en favor de una contrarreforma religiosa, como algún conservador lector podría querer entrever. En absoluto. Aquí no hay un llamado ni una apelación al retorno de los valores cristianos, pues la moral, gracias a la secularización, ha dejado de ser una cuestión meramente religiosa y ha pasado a ser una cuestión social. La pregunta, en este caso, es sobre la ética, o la falta de ella, que se esconde tras este tipo de “celebraciones” consumistas y desechables, infladas a golpe de publicidad. ¿Necesitamos tantas cosas para ser felices? ¿No nos hará falta preguntarnos por el sentido profundo de la palabra felicidad? Hay un factor que también alimenta esta dinámica consumista y es la urbanización de las ciudades, en las que hoy en día habita la mayor parte de las poblaciones de cualquier país. Este proceso, también hijo de la globalización económica, ha producido el abandono del campo y de los beneficios que una vida más tranquila y en armonía con la naturaleza puede producirnos. Al estar aislados en nuestros cubículos habitacionales, respirando aires contaminados y bajo el estrés de la productividad, creemos que los objetos equilibrarán el desbalance generado por una cotidianidad que sentimos muchas veces ajena y predeterminada. La agotadora rutina, la desesperanza e inquietud que las catástrofes ambientales y financieras desencadenan, nos hunden en el pantano del pesimismo y alimentan la voracidad consumista.

Detengámonos. Que paren el mundo, como diría Mafalda. ¿Necesitamos, en realidad, otro día de celebración del consumo desaforado? ¿No podemos invertir esos pocos pesos en nuestro bienestar espiritual? ¿En nuestra educación sentimental, en nuestra formación social? ¿En cuestionarnos la devastación que un sistema de usar y botar está generando? Algunas cifras pueden ayudar a hacernos una idea: según Global Foot Print, ¡estamos consumiendo 1,7 planetas cada año (aunque solo tenemos uno)! Y si seguimos a este ritmo, para el 2030 serán dos, panorama de nefastas consecuencias para la humanidad. En algunas ciudades se ha propuesto el día sin compras como alternativa, pero tal vez lo más sensato sea reflexionar sobre el hecho de que vivimos en un planeta finito y, por tanto, que nuestro consumo tiene un impacto directo sobre él.

Dediquemos el tiempo, y el dinero que iría a estos caprichos consumistas, a investigar, a comprender, a compartir, a luchar, a construir quimeras y acumular utopías, a transgredir los parámetros establecidos y enriquecernos como seres humanos, a defender lo que consideramos justo, a producir un cuerpo social más fuerte que el egoísmo individualista y destructor. No permitamos que la rueda nos aplaste sin antes plantarle cara, que la vida no se nos pase con el saldo de las experiencias y los sueños en rojo, por habernos entregado a los efímeros cantos de las sirenas materialistas.

 

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