Manual de sombras

Publicado el Camilo Franco

El ciudadano voluble

La función de las encuestas y de los encuestadores es analizar a través de preguntas muy puntuales, tanto la percepción que tienen los ciudadanos del contexto histórico actual y de los factores que lo han hecho posible, como el grado de confianza o desconfianza que los líderes políticos les inspiran. Encuestas se hacen miles y por doquier, pero a muchos se nos antoja ingenuo fiarse al ciento por ciento de ellas, dado que los mecanismos y criterios de producción de las mismas suelen diferir ostensiblemente en ocasiones, y sus resultados, que llegan a inclinar la balanza electoral, parecen muchas veces sujetos a preferencias, incluso a costa de la pretendida imparcialidad. Por otro lado, resulta imposible quedarse indiferente ante los resultados y las opiniones o reflexiones que ellas generan. A raíz de la última encuesta en la que la imagen del presidente Duque no supera ni el 30% de favorabilidad, cuando hace apenas tres meses era de más del 50 %, veo descollar de entre los números y las cifras, sin recurrir demasiado a mi imaginación, una de las figuras que protagoniza el acontecer nacional desde hace décadas: el ciudadano voluble.

Este ciudadano voluble, al que le han vendido la política como espectáculo circense, se caracteriza por sus posturas acomodadas: si un candidato le cae bien, si le parece querido y no tiene cara de drogo, si sale mucho en televisión, si los formadores de opinión (pero, ¿qué opinión? ¿Una propia o una sugerida y publicitada?) se lo recomiendan, será porque es bueno ¿no?, piensa el ciudadano. En cuyo caso, a pesar de que la sensatez y la experiencia le digan que la política sabe vender muy bien sus bombas de humo, fabricar castillos de naipes que tras las elecciones se derrumban estrepitosamente, el voluble ciudadano se empeña en demostrarse a sí mismo a través de su elección, esa que cree haber tomado a conciencia y en virtud de su libre albedrío, que ha hecho lo correcto. Y así, henchido de un extraño y voluminoso orgullo inexplicable, se aventura a darle en las urnas la unción al monigote más brillante (por la gomina o el sudor), más dicharachero, más manipulador o mejor teatrero.

El ciudadano voluble teme a los temperamentos fuertes, enérgicos, imperativos, y su temor, cuya causa y esencia se le escapan a la comprensión, puede expresarse en repudio o en alabanzas, puede tornarse odio ciego y delirante u impenitente adoración. El ciudadano voluble hace aguas ante caracteres de violencia obscena, ante ideas aparentemente redentoras, ante voces de mando que le impongan a su volátil espíritu líneas de acción o de omisión, planes de ejecución a corto plazo que satisfagan sus angustias más urgentes y elementales y no supongan comprometer, a largo plazo, su estabilidad emocional, moral o financiera. El ciudadano voluble se siente cómodo en posiciones conocidas, en ideologías estancadas, en tradiciones empolvadas, aunque al tenor de su volubilidad, tienda a revolverse como naciente torbellino cuando una idea nueva le escuece las neuronas y no se le despega. Ser voluble para él, o ella, es una cuestión social, no de principios, pues en su más profundo ser es posible que concuerde y comulgue con principios elementales de justicia y honestidad, pero su etéreo carácter, y el ego que este conlleva, lo empujan a visitar las antípodas del sentimiento y el pensamiento en espacios de tiempo muy reducidos, sin apercibirse de ello, como si el vaivén de los acontecimientos prescribiera sus acciones y tormentos.

El ciudadano voluble quiere que le digan, a voz en grito, lo que es mejor, que alguien con más experiencia, más dinero o más gónadas u ovarios le señale el camino del porvenir, de forma que seguirlo no le resulte un quebradero de cabeza. No importa que el mesías de turno, el salvador de última hora no sea, en realidad, más que un muñeco maquillado y abúlico halado por los hilos de un hábil titiritero con otros intereses, pues lo que cuenta al fin y al cabo, para el ciudadano voluble, es que a la hora del desencanto apresurado y la frustración acumulada, la marioneta sugiera rasgos de verosimilitud que lo tranquilicen. Con mentiras rehogadas que no sabe como saborear, el ciudadano voluble se deja engañar fácilmente, con sancochos de verdades a medias y salpicones de amarillismo facilón bañados de alarmismo injustificado – e injustificable –, pues sus pulsiones más inmediatas le dicen que hay que evitar cualquier peligro o contagio, llámese migraciones, pluralidad religiosa o uso coherente y mesurado de su sentido común en aras de un bienestar plural.

El ciudadano voluble se informa con lo que el mercado de opiniones le ofrece a primera vista, él no se preocupa por escarbar, por esculcar, por investigar. Ni le importa el producto, prima para él la facilidad o gratuidad en el acceso a su suministro de asertos diarios, la coincidencia con sus más profundos temores o con la supuesta fiabilidad de una tradición que le habrá de servir los trágicos o prometedores sucesos en vajillas ya conocidas, sin sobresaltos, condimentándolo todo con salsa de renombrados cocineros de verdades políticas o frenéticas emociones a la sazón tradicional.

El ciudadano voluble no es malo en sí mismo, tal vez sea simplemente una víctima tanto de su tiempo y sus condiciones materiales, como de las ideologías reinantes que se le esconden como soles en eclipse permanente. La materialidad de su vida está formada por planos cartesianos, mapas en dos dimensiones temporales o espaciales que parecen reflejar únicamente dicotomías, polos opuestos e irreconciliables a los que suele tender, mientras que le es huidiza la profundidad necesaria para observar desde varias ópticas las formas reales y cambiantes de los hechos, y así no estar subyugado únicamente a las limitaciones de su propia realidad.

Quizás pueda parecer este un juicio de valor exagerado e incluso despreciativo, arrogante, pero si nos remitimos a los hechos que la encuesta señala, vemos que tales fluctuaciones porcentuales nos indican un grado muy alto de volubilidad en el seno de la población colombiana. No es una cuestión de dar aquí soluciones inmediatas, pues no las hay, la problemática del ciudadano voluble es histórica y contextual, y se requieren políticas gubernamentales que, visto lo visto, parece que jamás se implementarán. No obstante, una sugerencia podría ser, que nos propongamos, todos sin excepción, ampliar nuestro horizonte crítico incorporando a nuestra vida narrativas ajenas e incluso contrapuestas a la nuestra, ya sea por medio de las artes (literatura, pintura, escultura, cine, performance, etc.) o de la discusión constructiva con nuestra contraparte. Pues la volubilidad que produce terremotos electorales y que condiciona a largo plazo a los ciudadanos consiste también en la falta de una opinión justificada, contrastada y empática, factores cuyo orden y magnitudes habremos de cambiar nosotros mismos.

 

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