Manual de sombras

Publicado el Camilo Franco

De algoritmos y «fake news»

Recuerdo cuando me hablaron por primera vez de Facebook. Corría el año 2006 y el internet, que antes había contado con “medios sociales” como Messenger o los típicos foros donde encontrar a gente afín que compartiese nuestros gustos, estaba infiltrándose sigilosa pero profundamente en los vasos circulatorios de nuestras vidas. Me comieron el oído con la mentada plataforma: que allí podría poner a circular y encontrar informaciones de todo tipo, acercarme a inconcebibles y maravillosas lejanías, ver fotos de amigos y conocidos o crear eso que llamaron “perfil de usuario”, una suerte de avatar de mi existencia real (¿No les suena, si lo piensan, a una ficha policial? ¿No es acaso el gobierno el único que antes de las redes sociales tenía en su registro nuestro “perfil” de ciudadanos?).

Me resultó cuestionable el hecho de que el acceso y el registro a ese nuevo universo al alcance de la mano fueran gratis. Me pregunté si en ese entonces había algo parecido, y solo se me ocurrieron las muestras gratis de productos higiénicos o las “pruebitas” de alimentos que daban y siguen dando en los supermercados. Presuponiendo que se contase con internet (yo vivía en la capital y en mi ignorancia juvenil no era consciente de la brecha digital y económica entre Bogotá y otras regiones, brecha que por cierto después de una década persiste), ofrecer algo que prometía unir tantos nodos y exponer de forma tan accesible cantidades ingentes de información, implicaría, pensaba yo, un gasto enorme. Pero, repito, ¡Facebook era y sigue siendo gratis! ¿Cómo era posible que lo fuera, quién saldría ganando de ello si su producto no rentaba? Ay, ignaro de mí, estaba empezando el reino de los algoritmos, en cuya intrincada matriz nos encontramos ahora. Pero, para comprender a que me refiero es menester, en primer lugar, explicar el significado de algoritmo y, a continuación, su función en el mundo moderno.

La RAE define algoritmo como “conjunto ordenado y finito de operaciones que permite hallar la solución de un problema”. Estos conjuntos de operaciones finitas nos han acompañado desde que el ser humano empezó a pensar en magnitudes. Piensen en el mínimo común denominador, expresado hace milenios por Euclides y que se puede considerar como uno de los primeros algoritmos de la historia. O, ya situándonos en el presente, en sus celulares y las miles de aplicaciones que utilizan a diario. Dado que no soy matemático y que olvidé prácticamente todas las matemáticas que aprendí en el colegio, no entraré en detalles sobre el desarrollo histórico, la variedad actual de los algoritmos o su funcionamiento. Lo cierto es que el avance de las ciencias ha permitido que sean algoritmos los que lleven a cabo, de manera automatizada, miles de tareas que nos facilitan la vida: las lavadoras funcionan a base de algoritmos (los programas), los computadores mismos (cada vez que tecleo una letra, en la pantalla aparece un signo que reconozco como una letra gracias a un complejo proceso que, dada mi ignorancia computacional, no les puedo explicar al detalle), las máquinas de las que a diario hacemos uso en nuestros trabajos (fotocopiadoras, faxes, conexiones wi-fi, etc).

Desde que la computación ha agilizado los procesos y el conjunto de operaciones necesarias para llevar a cabo una determinada actividad, los algoritmos han ido ocupando más y más espacio, haciéndose cada vez más complejos y, por lo tanto indescifrables para los ledos que no entendemos de matemáticas. Eso hace que parezca incomprensible su funcionamiento y que naturalicemos su uso sin cuestionarnos cómo se construyen, bajo qué parámetros éticos están diseñados y con qué fines han sido desarrollados. Querríamos partir de un hecho a todas luces deseable: no existiría maldad intrínseca en los objetos que el ser humano produce (tal vez en algunos desarrollados por las industrias armamentísticas), lo que existiría es un mal uso o un abuso por parte de quienes los utilizan. Y con los algoritmos sucede lo mismo. Escritos muchos de ellos con la intención de facilitar la solución a un problema, han resultado ser en ocasiones peores que la propia enfermedad. Y ahora vuelvo a Facebook, pues es esta red social quien peor uso hace de ellos. ¿En qué me baso para afirmarlo? En que, como revelaron las filtraciones sobre el escándalo de Cambridge Analytica, Facebook ha estado recogiendo durante años todo tipo de informaciones sobre sus usuarios y las ha vendido a distintas empresas con fines lucrativos y de dominación o persuasión ideológica. Los usuarios, en su candidez, hemos sido la materia prima para un negocio de proporciones colosales manejado casi en exclusiva por algoritmos que hacen inventario de todo lo que compartimos, de aquello a lo que damos “like”, de toda la información que intercambiamos, aunada a sus respectivos metadatos (con quién, desde dónde, a qué horas, cuántas veces al día, etc.), para poder jugar con nuestras debilidades bajo la excusa de ofrecernos más y mejores servicios o contenidos.

No creo estar revelando nada que no se supiera o no se intuyera con anterioridad, a lo que apunto es a que Facebook, como otros tantos gigantes de la industria tecnológica (llámense Youtube, Twitter, Amazon o Google), al catalogar mediante algoritmos los acontecimientos de nuestra vida, nuestros gustos e inclinaciones, nos convierte en meras cifras, en un conjunto de datos comercializables en función de complejos algoritmos. Pero lo más preocupante no sería eso, aunque a mí me parezca ya un escenario espeluznante. Objetivamente, los algoritmos, que no son humanos pero fueron diseñados por humanos, solo procesan datos y resuelven operaciones que buscan un resultado preciso que puede ser un voto por un cierto candidato, la compra de un objeto publicitado o la propagación de una idea o un conjunto de creencias con el fin de malear voluntades. Y esto último es lo más preocupante, lo que está sucediendo con las llamadas “fake news”, bulos o informaciones falsas que circulan por esta y otras plataformas y que, en virtud de la cantidad de veces que se comparten y con base en el algoritmo que las cataloga, se vuelven noticias de gran calado, cuando en realidad muchas de ellas no son más que grotescas manipulaciones de carácter emocional, inventadas y difundidas con pérfidas intenciones. La campaña y posterior victoria de Donald Trump en las elecciones estadounidenses son uno de los más visibles resultados de este tipo de noticias. Los algoritmos, y los bots (algoritmos que funcionan como robots productores de noticias con base en la información disponible y en los gustos de los usuarios), llevaron a un candidato, que en el 70% de las ocasiones inventaba falsedades, como innumerables estudios contrastados lo demuestran, a la Casa Blanca. Esa es solo la punta del iceberg. En este preciso instante, en cualquier lugar del mundo, es posible que un ciudadano este creyendo una noticia falsa por el solo hecho de que Facebook o Twitter la estén compartiendo y le hayan dado relevancia por medio de los dichosos algoritmos.

Con antelación y a fin de no granjearme inmerecidos enemigos, declaro que no soy un fanático anti-algoritmos, ni nada por el estilo. Eso sería contradecirme, pues los uso a diario y como la mayor parte de ustedes, lectores, me beneficio de ellos. Lo que quiero es prender las alarmas frente al uso desproporcionado, abusivo y sesgado de los algoritmos por parte de muchas empresas que, valiéndose del desconocimiento y la ingenuidad de sus clientes, se lavan las manos de su responsabilidad ética. Al poner a los algoritmos al mando de sus productos buscan la maximización del lucro a costa de la privacidad de los usuarios (este es otro tema que en un próximo escrito trataré), sin tener que pagar siquiera mano de obra humana y saltándose las implicaciones sociales o económicas que el uso indiscriminado de estas herramientas pueden provocar.

Además, sin ningún tipo de vergüenza, terminan echándoles la culpa a los usuarios de sus desmanes y de las consecuencias, en muchas ocasiones nefastas, que provocan. ¿Cómo, entonces, debemos combatir este tipo de noticias? ¿Acabando con los algoritmos? ¿Con una policía de las “fake news”? No. Es hora de exigir a los gobiernos, por un lado, regulaciones más estrictas,  mejores y claras para el uso de estas herramientas, y por el otro, asegurarse de que las empresas las cumplan so pena de aplicarles restricciones o multas mayores. Porque el internet se ha convertido en un bien común, un medio por el que atraviesa mucho más que mera información y se debería asegurar su imparcialidad como espacio. Aquí no hablamos de censurar, hablamos de que grandes empresas que manejan escalas a veces inimaginables de datos (petabytes y exabytes que corresponden a 1000000000000000 y a 1000000000000000000 bytes) y que tienen la tecnología y los recursos para poder administrarlos, se hagan cargo (no lo han hecho por cuenta propia, así que ha de ser la ley la que los obligue) de su responsabilidad como agentes sociales en la transmisión e intercambio de datos e informaciones susceptibles de generar fracturas sociales o de polarizar a base de mentiras y chantajes emocionales. El escenario ideal sería que las personas fueran conscientes de que no todo lo que leen o reenvían es cierto, que “no tragarán sin escupir”, que no comieran cuento ni les metieran gato por liebre. Pero me temo que vivimos tiempos convulsos y acelerados en los que resulta cada vez más complejo, tras los bombardeos noticiosos, tomarse un momento para discernir su factibilidad o veracidad.

Hay que presionar a los gobiernos, pues los ciudadanos queremos un internet libre, plural, justo y transparente, y hay que vigilar a las empresas, hacerles entender que su negocio solo es posible con nosotros, los usuarios, y no a costa o en contra de nosotros.

 

 

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