El diplomático y escritor Federico Palomera (sentado), acompañado por un amigo y colega colombiano, en la presentación de su libro “El Cuaderno del Pendolista” en Chicago (2017). Foto de Patricia Mogollón.

Nota introductoria: Es un honor y un placer, ceder este espacio a un querido amigo y doblemente colega, el diplomático y escritor español Federico Palomera Güez. Licenciado en Derecho, ingresó a la carrera diplomática en 1979 y desempeñó diversos cargos en el servicio exterior español. Federico Palomera fue embajador de su país en Singapur, así como cónsul general en Chicago, entre otros destinos. Autor de varios libros, como el de cuentos “El Cuaderno del Pendolista” y la novela “El Negro Zumbón”. En Chicago coincidimos en diversos espacios y momentos inolvidables e incluso en la misma editorial (Pandora / Lobo Estepario) del común amigo Miguel López Lemus. Dotado de un fantástico sentido del humor, hoy nos complace a sus lectores con una deliciosa y nostálgica crónica que reúne una escalera, un niño y una estrella del cine mundial.

La imagen que escogí para ilustrar esta crónica, es un fotograma de la película “Whistle Stop” (1946), en la que se ve a la bella Ava Gardner subiendo una escalera mientras la observa el actor George Raft, aunque no se compara con la visión de un niño en Madrid, viendo los destellos de una estrella.

Dixon Acosta Medellín (en el mundo paralelo de la diplomacia, conocido como Dixon Moya).

La escalera

Escalera de madera, con las tablas deslucidas por el mucho trasiego, Una especie de tierra de nadie entre el tumulto callejero y la intimidad hogareña. Ecos apagados de pisadas cautelosas muy en consonancia con el silencio pegajoso de la Dictadura ya consolidada en los primeros cincuenta, con la pastosa lentitud de los domingos por la tarde arrebujada en los banquillos triangulares del descansillo. La poca iluminación no dejaba ver el estuco de las paredes, pintarrajeadas aquí y allá con mensajes de una obscenidad algo ingenua.

Los vecinos

Los vecinos del bajo, antes del arranque de la escalera y su bola de latón, eran menos conocidos, al no cruzarse uno nunca con ellos y estar apartados, como si dijéramos, de la circulación. Por aquello del sur, ambos eran andaluces:  un matrimonio en que la mujer confundía las “eles” con las “erres” y el marido ejercía de encargado de los focos de un cabaret más bien pacato, como en el ceniciento franquismo lo eran todos, de la Gran Vía. El de la izquierda era aún más misterioso, pues se rumoreaba que vivían en él unas hermanas malagueñas de familia adinerada a las que su padre había mandado a vivir a Madrid para ocultar la preñez de una de ellas entre la multitud casquivana de la Corte. 

En el primero sentaba sus reales la Pensión Fernández, más de estables que de viajeros, que el barrio era céntrico, nido de oficinistas de medio pelo, aspirantes a oficinistas por oposición, militares sin mando en plaza y algún viajero de gabán deslucido. En los pisos altos, el cartero repartía personalmente el correo, pero el destinado a la pensión lo voceaba desde el patio haciendo sonar un silbato y gritando después “Pensión Fernández” para que los pensionistas lo retiraran después del chiscón de la portera.

El segundo, o principal, era el piso más grande de la casa y también arrastraba una historia galante, en este caso de una sirvienta frescachona que había enganchado al inquilino, próspero propietario de una fábrica de aditivos para gaseosas y, tras enviudar, ocultaba sus deslices de juventud entre sotanas y rosarios.

Y en el tercero, un taller de modistillas alegraba periódicamente el cañón de la escalera con el alboroto de sus risas a la hora de salida, un breve intervalo de animación en el ceniciento panorama de la propiedad. Compartía el piso el hogar familiar, cuya zona noble, gabinete y alcoba, ocupaba el despacho profesional de abogado de mi padre. El interior era el reino de las mujeres.

El piso cuarto albergaba al administrador del Duque, pues el inmueble era una propiedad ducal que ejercía de Palacio en la parte noble y se alquilaba en la menos vistosa para proporcionar rentas al Duque y alojamiento clientelar. Compartía el piso cuarto un matrimonio formado por un italiano pantagruélico y una oronda matrona rubia que cocinaba grandes calderos de pasta. Le daban al edificio un aire desmesurado, una tramoya de ópera que lo mismo instalaba una mesa de billar reglamentaria en el comedor para evitar que los hijos dilapidaran su tiempo en los salones de billar del centro, que adornaba con reproducciones de estatuaria clásica los veladores o enturbiaba con el humo de los fulminantes, los largos pasillos por donde cabalgaban los hijos del matrimonio, disparando a diestro y siniestro. Su presencia contribuía a darle un aire napolitano al patio austero al que solamente la irrupción de aquel hombre tan gordo, en camiseta y con los tirantes sobre el flácido abdomen prestaba momentáneamente un aire de Commedia dell´Árte chabacana.

La estrella

Ava Gardner llegó a Madrid a mediados de los 50, a un país sin divorcios ni escándalos en la prensa, antes aún de que Samuel Bronston descubriera los bajos salarios de unos extras que lo mismo hacían de chinos que de romanos, con la colilla pegada al labio y la labia presta a anunciar a los vecinos que se dedicaban al cine. Tal vez huyera de sus muchos matrimonios, de la luz inclemente de los focos sobre su vida privada y buscara un ambiente ceniciento donde esconderse momentáneamente del glamour al abrigo del pesado capote militar del Dictador. Buscando arreglos a los modelos de los modistos de postín que el licor había dejado algo pequeños, encontró el taller de la escalera, y al lado, en la persona de mi madre, una intérprete para describir los tirones de la sisa a la modista, ya que su conocimiento del español se limitaba a pronunciar “whisky” con las vocales más abiertas. A la mortecina hora de la siesta, mi madre pasaba al piso de al lado a traducir a la modista las exigencias de aquella mujer sobre la tarima del probador. Vestida solo con un vaso de whisky y un cigarro, la mujer más bella del mundo discutía con mi madre el roce de la tela, la opresión de la costura, el desamor de sus maridos, los celos de Sinatra, la rija inclemente de los españoles y el aroma de pecado de las juergas flamencas.

Una tarde, a la hora de la siesta, alguien gritó que Ava subía por la escalera. Me asomé al portón, miré hacia las tablas deslucidas y solamente vi un resplandor que iluminaba el último tramo, una luz que derrotaba a la del día.

Federico Palomera Güez 

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