
Por Ray Bradbury
Traducción Libre de Patricia Mogollón y Dixon Acosta Medellín
Nota introductoria: Este cuento esencialmente romántico, ha sido traducido al español, pero no ha sido posible encontrarlo en Internet, por lo cual presentamos esta versión. Para entenderlo, el lector debe recordar que Stan Laurel y Oliver Hardy, fueron dos célebres comediantes, estrellas de cine, conocidos en Hispanoamérica como “El Gordo y el Flaco”. Este relato varias veces hace referencia a una famosa escena de una película protagonizada por los actores cómicos. El filme, un corto de hecho, se titula “Caja de Música” (Box Music, 1929) y en la escena ellos deben subir un piano por una escalera en una colina de Los Ángeles, con 133 escalones actualmente, aunque Bradbury escribió que eran 150. Iniciados en el cine mudo, la expresión corporal, como los gestos que se narran al inicio, eran señal de identidad de la pareja de actores. Los que lloren leyendo incluso directorios telefónicos, preparen el pañuelo.
Modesto homenaje al gran Ray Bradbury (1920 – 2012) en su centenario.
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Él la llamó Stanley, ella lo llamó Ollie.
Ese fue el comienzo, ese fue el final de lo que llamaremos la historia de amor de Laurel y Hardy.
Ella tenía veinticinco años, él tenía treinta y dos cuando se conocieron en una de esas tontas fiestas de coctel, donde todos se preguntan qué están haciendo allí. Pero nadie se va a casa, así que todo el mundo bebe demasiado y miente sobre lo grandioso del evento al final de la tarde.
Ellos no se veían, como suele suceder en una habitación llena de gente, y si había música de fondo propicia para su encuentro, tampoco esta se podía escuchar. Todos estaban hablando con una persona y mirando a alguien más.
En realidad, ellos estaban moviéndose a través de un bosque de gente, pero no encontraban árboles de sombra. Él estaba en camino para tomar un trago necesario, ella estaba eludiendo a un extraño enfermo de amor, cuando sus caminos se encontraron en el centro exacto de aquella multitud improductiva. Se esquivaron de izquierda a derecha varias veces, luego rieron y él, impulsivo, agarró su corbata y la hizo girar, moviéndola alrededor de sus dedos. Al instante, ella sonriendo, levantó la mano para acomodar la parte superior de su cabello en un fleco desaliñado, parpadeando y mirando como si le hubieran golpeado en la cabeza.
«Stan!» dijo él al reconocerla.
«¡Ollie!» Ella exclamó. «¿Dónde has estado?»
«¿Por qué no haces algo para ayudarme?» manifestó él, haciendo gestos exagerados.
Se tomaron de los brazos, riéndose de nuevo.
«Yo» -dijo ella, y su rostro se iluminó aún más. «¡Sé el lugar exacto, a menos de dos millas de aquí, donde Laurel y Hardy, en mil novecientos treinta, cargaron esa caja de piano arriba y abajo ciento cincuenta escalones!»
«Bien!», gritó él, «¡salgamos de aquí!»
La puerta de su auto se cerró de golpe, el motor de su auto rugió.
La ciudad de Los Ángeles corría a la luz del sol a última hora de la tarde.
Él frenó el auto donde ella le dijo que se estacionara. «¡Aquí!»
«No puedo creerlo», murmuró él, sin moverse. Echó un vistazo a la puesta del sol en el cielo. Las luces se encendían por todo Los Ángeles, bajando la colina. Él inclinó su cabeza. «¿Son esos los escalones?»
«Los ciento cincuenta «. Dijo ella saliendo del auto descapotable. «Vamos, Ollie».
«Muy bien Stan», dijo él.
Caminaron hasta el fondo de otra colina y miraron hacia arriba a lo largo de la empinada pendiente de escalones de concreto. Un leve toque de humedad bordeó los ojos de él. Ella se apresuró a fingir que no se daba cuenta, pero le tomó el codo. Su voz era maravillosamente tranquila.
«Sube», dijo ella. «Vamos.»
Ella le dio un tierno empujón.
Él comenzó a subir los escalones, contando, y con cada recuento medio susurrado, su voz adquirió un decibelio extra de alegría. Cuando llegó a los cincuenta y siete, era un niño que se divertía con un maravilloso juego antiguo y nuevo, y se perdió en el tiempo, y no podía decir si estaba llevando el piano cuesta arriba o si lo estaba persiguiendo hacia abajo, no lo podía decir.
«¡Sostenlo!» escuchó su llamada, a lo lejos, «¡justo ahí!»
Se quedó quieto, balanceándose en el escalón cincuenta y ocho, sonriendo salvajemente, como si estuviera acompañado por sus propios fantasmas, y se volteó.
«Está bien», dijo ella, «Regresa».
Comenzó a bajar, con el color en sus mejillas y un peculiar sufrimiento de felicidad en su pecho. Podía escuchar el piano siguiéndole ahora.
«¡Sostenlo justo ahí!»
Ella tenía una cámara en sus manos. Al verla, su mano derecha voló instintivamente a su corbata para agitarla en el aire de la tarde.
«¡Ahora yo!» Ella gritó y corrió rápidamente para darle la cámara. Y él marchó hacia abajo y miró hacia arriba y allí estaba ella, encogiéndose levemente de hombros y la cara perpleja y desesperada de Stan desconcertado por la vida pero amándolo todo. Hizo clic en el obturador, queriendo quedarse aquí para siempre.
Ella bajó lentamente los escalones y lo miró a la cara.
«Por qué», preguntó, «estás llorando».
Ella colocó sus pulgares debajo de sus ojos para alejar las lágrimas y probó el resultado. «Sí», dijo ella. «Lágrimas reales».
Él la miró a los ojos, que estaban casi tan húmedos como los suyos.
«Otro buen lío en el que nos has metido», dijo él.
«Oh, Ollie», dijo ella.
«Oh, Stan», dijo él.
La besó suavemente.
Y luego él dijo:
«¿Vamos a conocernos para siempre?»
«Para siempre», respondió ella.
* Y así fue como comenzó esta larga historia de amor.
Tenían nombres reales, por supuesto, pero esos no importan, ya que Laurel y Hardy siempre les parecían los mejores para llamarse a sí mismos.
Por el simple hecho que ella estuvo pensando que tenía quince libras menos de peso y él siempre intentaba que ella agregara algunas más. Él tenía veinte libras de sobrepeso y ella siempre intentaba que él se quitara algo más que sus zapatos. Pero eso nunca funcionó y finalmente lo tomaron como una broma, la mejor, que terminó siendo:
«Eres Stan, no hay dos maneras de hacerlo, y yo soy Ollie, afrontémoslo. Y, Oh Dios, querida jovencita, ¡disfrutemos el desastre, el maravilloso desastre, todo el tiempo que estemos en él!»
Fue, entonces, mientras duró, y duró un tiempo, un parfait francés, una delicia perfecta, como puede serlo una perfección americana, un desierto del que nunca se recuperarían hasta el final de sus vidas.
A partir de esa hora crepuscular en las escaleras del piano, sus días fueron largos, descuidados y llenos de esa risa asombrosa que marca el comienzo y la prisa de cualquier gran historia de amor. Sólo dejaron de reírse lo suficiente como para besarse y sólo dejaron de besarse lo suficiente como para reírse de lo extraño y milagroso que era encontrarse sin ropa para ponerse en medio de una cama tan vasta como la vida y tan hermosa como la mañana.
Y sentado allí en medio de la cálida blancura, él cerró los ojos sacudiendo la cabeza y declaró, pomposamente:
«¡No tengo nada que decir!»
«¡Sí, tú puedes!» ella gritó «¡Dilo!»
Él lo dijo y desaparecieron en los confines de la Tierra.
* Su primer año fue puro mito y fábula, que crecería enormemente cuando se recordara treinta años después. Fueron a ver películas nuevas y películas antiguas, pero principalmente las de Stan y Ollie. Memorizaron todas las mejores escenas y las gritaron de un lado a otro mientras conducían alrededor de la medianoche de Los Ángeles. Él la mimó al considerar que su infancia en Hollywood era muy especial, y ella lo consintió fingiendo que su antaño en patines frente a los estudios, no estaba en el pasado sino en este momento.
Ella lo tentó una noche. Por capricho, ella preguntó dónde había patinado sobre ruedas cuando era niño y chocó con W. C. Fields. Cuando le pidió a Fields su autógrafo, y dónde fue que aquel le firmó el libro, y al devolvérselo le gritó: «¡Aquí lo tienes, pequeño desgraciado!»
«Llévame allí», dijo.
Y a las diez de la noche salieron del auto frente al Estudio de la Paramount y él señaló el pavimento cerca de la puerta y dijo: «Él se quedó allí», y ella lo tomó en sus brazos y lo besó y dijo suavemente «¿Dónde fue que te tomaste una foto con Marlene Dietrich?»
La llevó cincuenta pies al otro lado de la calle desde el estudio. «En el sol de la tarde», dijo, «Marlene se quedó aquí». Y ella lo besó de nuevo, más tiempo esta vez, y la Luna salió como un obvio truco de magia, llenando la calle frente al estudio vacío. Ella dejó que su alma fluyera hacia él como una fuente inclinada. Él la recibió, se la devolvió y se alegró.
«Ahora», dijo en voz baja, «¿dónde fue que viste a Fred Astaire en mil novecientos treinta y cinco y Ronald Colman en mil novecientos treinta y siete y Jean Harlow en mil novecientos treinta y seis?»
Y la llevó a esos tres lugares diferentes alrededor de Hollywood hasta la medianoche y se pusieron de pie y ella lo besó como si nunca fuera a terminar.
Y ese fue el primer año. Y durante ese año subieron y bajaron esos largos escalones del piano al menos una vez al mes y tuvieron picnics de champán a mitad de camino, y descubrieron algo increíble:
«Creo que son nuestras bocas», dijo él, «hasta que te conocí, nunca supe que tenía boca». La tuya es la más increíble del mundo, y me hace sentir como si la mía fuese increíble también. ¿Alguna vez fuiste besada realmente antes de que yo te besara?
«¡Nunca!»
«Yo tampoco. Haber vivido tanto tiempo y no conocer bocas».
«Querida boca», dijo ella, «cállate y besa».
Pero luego, al final del primer año, descubrieron algo aún más increíble. Él trabajaba en una agencia de publicidad, designado en un solo lugar. Ella en una agencia de viajes y pronto volaría a todas partes. Ambos estaban asombrados de que nunca se hubieran dado cuenta antes. Pero ahora que el Vesubio había explotado y el ardiente polvo comenzaba a asentarse, se sentaron y se miraron el uno al otro una noche y ella dijo débilmente:
«Adiós…»
«¿Qué?» preguntó él.
«Puedo ver que viene el adiós», dijo ella.
Él la miró a la cara y no estaba triste como Stan en las películas, sino triste como ella.
«Me siento como el final de esa novela de Hemingway en la que dos personas viajan a lo largo del último día y dicen cómo sería si pudieran continuar para siempre, pero saben que no lo harán», continuó ella.
«Stan», replicó él, «esta no es una novela de Hemingway y este no puede ser el fin del mundo». Tú…nunca me dejarás «.
Pero era una pregunta, no una afirmación y de repente ella se movió y él parpadeó y le dijo:
«¿Qué haces ahí abajo?»
«Tonto», dijo ella, «estoy arrodillada en el suelo y te estoy pidiendo la mano. Cásate conmigo, Ollie. Ven conmigo a Francia. Tengo un nuevo trabajo en París. No, no digas nada. Cállate. Nadie tiene que saber que aportaré el dinero este año y te apoyaré mientras tú escribes la gran novela estadounidense … »
«Pero-» dijo él.
«Tienes tu máquina de escribir portátil, y una resma de papel, y yo. Dilo, Ollie, ¿quieres venir? Demonios, no te cases conmigo, viviremos en pecado, pero vuela conmigo, ¿sí? »
«¿Y vernos ir al infierno en un año y enterrarnos para siempre?»
¿Tienes tanto miedo, Ollie? ¿No crees en mí o en ti o en nada? Dios, por qué los hombres son tan cobardes y por qué demonios tienes la piel tan delgada y temes a una mujer como una escalera en la que apoyarse. Escucha. Tengo cosas que hacer y tú vienes conmigo. No puedo dejarte aquí, te caerás mañana. Eso significa tú, Paris y mi trabajo. Tu novela llevará tiempo pero la escribirás. Ahora, ¿lo haces aquí y sientes lástima por ti mismo, o vivimos en un piso de agua fría en el Barrio Latino, muy lejos de aquí? Esta es mi única oferta, Ollie. Nunca lo he propuesto antes, nunca volveré a proponer matrimonio de nuevo, esto es duro para mis rodillas. ¿Bien?»
«¿Hemos tenido esta conversación antes?» preguntó él.
«Una docena de veces en el último año, pero nunca escuchaste, estabas desesperado».
«No, enamorado e indefenso».
«Tienes un minuto para decidirte. Sesenta segundos.» Ella estaba mirando su reloj de pulsera.
«Levántate del piso», le dijo, avergonzado.
«Si hago eso, saldré por la puerta y me iré», dijo. «Cuarenta y nueve segundos para el final, Ollie».
«Stan», él gimió.
«Treinta», leyó su reloj. «Veinte. Tengo una rodilla del piso. Diez. Estoy empezando a levantar la otra rodilla. Cinco. Uno.»
Y ella estaba de pie.
«¿Qué provocó esto?» preguntó él.
“Ahora”, dijo ella, “me dirijo a la puerta. No lo sé. Tal vez lo he pensado más de lo que me había atrevido a notar. Somos personas maravillosas muy especiales, Ollie, y no creo que lo nuestro vuelva a aparecer en el mundo, al menos no para nosotros, o yo estoy mintiéndome y probablemente así sea. Pero debo irme y tú eres libre de venir, pero no puedes afrontarlo o no lo sabes. Y ahora … ella extendió la mano. «Mi mano está en la puerta y-»
«¿Y?» dijo él en voz baja.
«Estoy llorando», respondió ella.
Él comenzó a levantarse pero ella negó con la cabeza.
«No, no lo hagas. Si me tocas, me derrumbaré, voy a ceder y al diablo con eso. Me voy. Pero una vez al año será el día de la indulgencia, tolerancia, el perdón o como quieras llamarlo. Una vez al año, apareceré en nuestro tramo de escalones, sin piano, a la misma hora que la noche en que fuimos allí por primera vez y si estás allí para encontrarnos te secuestraré a ti o tú a mí, pero no traigas tu maldito saldo bancario, sólo dame algo de tus labios.
«Stan», dijo él.
«Dios mío», lloró ella.
«¿Qué?»
“Esta puerta es pesada. No puedo moverla». Ella lloró. «Ahí. Se está moviendo. Ahí.» Ella lloró más. «Me fui.»
La puerta se cerró.
«Stan!» Él Corrió hacia la puerta y agarró el pomo. Estaba mojado. Se llevó los dedos a la boca y probó la sal, luego abrió la puerta.
La sala ya estaba vacía. El aire por donde había pasado los volvía a reunir. Un trueno amenazó cuando las dos mitades se encontraron. Había una promesa de lluvia.
* Él volvió a las escaleras el 4 de octubre de cada año durante tres años, pero ella no estaba allí. Y luego se olvidó durante dos años, pero en el otoño del sexto año, recordó y volvió al atardecer y subió las escaleras porque vio algo a medio camino y era una botella de buen champán con una cinta y una nota, llevada por alguien, y la nota decía:
“Ollie, querido Ollie. Fecha recordada. Pero en Paris. La boca no es la misma pero felizmente casada. Con amor, Stan”.
Y después de eso, cada octubre él simplemente no fue a visitar las escaleras. Sabía que el sonido de ese piano bajando por la ladera de la colina lo atraparía y lo llevaría a donde no lo sabía «.
Y ese fue el final, o casi el final, de la historia de amor de Laurel y Hardy.
Hubo, por amable accidente, un encuentro final.
Viajando por Francia quince años más tarde, él estaba caminando por los Campos Elíseos al atardecer con su esposa y sus dos hijas, cuando vio a esta hermosa mujer que venía en dirección opuesta, acompañada por un hombre mayor de aspecto muy sobrio y un chico muy guapo, pelinegro de doce años, obviamente su hijo.
Al pasar, la misma sonrisa iluminó sus caras en el mismo instante.
Él hizo girar su corbata.
Ella revolvió su pelo.
No se detuvieron. Siguieron adelante. Pero la oyó volverlo a llamar, a lo largo de los Campos Elíseos, las últimas palabras que le oiría decir:
«¡Otro buen lío en el que nos has metido!» Y entonces ella añadió el viejo nombre familiar que se había ido en sus años de amor.
Ella se había ido y sus hijas y su esposa lo miraron y una de sus hijas dijo: «¿Esa señora te llamó Ollie?»
«¿Qué señora?» musitó él.
«Papá», dijo la otra hija inclinándose hacia su rostro. «Estás llorando».
«No.»
«Sí, estás llorando. ¿No es así, mamá?
“Tu papá”, dijo su esposa, “como bien sabes, llora hasta leyendo las guías telefónicas”.
“No”, dijo él, “solo ciento cincuenta escalones y un piano. Recuérdenme que se los enseñe chicas, algún día.
Prosiguieron y él se volvió y miró hacia atrás por última vez. La mujer giró en ese mismo momento. Tal vez él vio en su boca la pantomima de las palabras, “Adiós, Ollie”. Quizás no lo hizo. Sintió que su propia boca se movía, en silencio: “Adiós, Stan”.
Y caminaron en direcciones opuestas a lo largo de los Campos Elíseos bajo la noche de un sol tardío de octubre.