La presente nota no tratará sobre combustibles alternativos para automotores, como el etanol. No, lamentablemente no es una nota positiva sobre energías limpias. Se trata del pie de página extendido de una caricatura relacionada con un tema de debate siempre vigente, dada la naturaleza del grave problema, la situación de los conductores ebrios que causan tragedias incluyendo las propias.
No pretendo ser juez, porque en este caso que lance la primera copa quien no se haya pasado de las mismas, pero es necesario insistir que si bien es asunto individual quien no puede controlarse ante el licor, el mismo sujeto conduciendo un vehículo se convierte en problema social. Tampoco entro a criticar las interpretaciones divergentes de los jueces en este tipo de casos, pues ante ausencia de leyes y reglamentos lo suficientemente ejemplares, se impone la hermenéutica jurídica.
Ahora bien, puedo decir que si tengo autoridad moral para hablar del tema, hace algunos años cuando salía de la Universidad Nacional en compañía de la profesora Yolanda López en el vehículo de mi entonces contertulio (hoy docente y doctor en filosofía) Mario Montoya, fuimos embestidos por una camioneta cuyo conductor iba en tal estado de embriaguez que cuando llegaron las autoridades competentes pensaban que se encontraba inconsciente por el fuerte golpe, la verdad estaba totalmente dormido por la borrachera.
Afortunadamente corrimos con suerte al salir vivos, considerando que el vehículo de mi amigo quedó tan destrozado que cuando recibimos el impacto pensé que había sido una bomba (por aquellos días, las desgracias en Bogotá se anunciaban con explosivos). Fue un instante aterrador, todo se puso negro en mi horizonte, los pedazos de vidrios del parabrisas cayeron por mi cara, como si fuera líquido. Luego un escenario de confusión, dolor e impotencia al no poder auxiliar a la profesora herida, pues ella iba en el asiento de atrás en donde recibió buena parte del golpe.
Al final, la profesora López estuvo a punto de sufrir una lesión severa en su columna vertebral que la mantuvo por varios meses en tratamientos diversos. En mi caso, desde esa fecha confieso que me convertí en nervioso copiloto pues odio manejar y cuando voy en un vehículo al frenar ante un semáforo, no puedo evitar voltear la mirada para cerciorarme que no viene una máquina desenfrenada con un irresponsable al volante.
Ojalá que los legisladores impongan normas severas, ya que lamentablemente está comprobado que por el camino de la razón civilizada no fuimos capaces de impedir la mezcla de líquidos, seguimos alimentando el vehículo con alcohol y nuestro cerebro con gasolina.
Dixon Acosta Medellín
@dixonmedellin