
Durante estos días me he venido preguntando o quizás replicando el interrogante de otros, si la terrible enfermedad derivada del virus del Ébola hubiera aparecido en un escenario diferente al África, por ejemplo alguno de los integrantes de selectos clubes de países como el Grupo de los 8 o la OCDE, la reacción habría sido igual?
El Ébola no es un virus nuevo. El primer brote apareció en 1976 en inmediaciones del río Ébola en lo que hoy se conoce como la República Democrática del Congo (antiguo Zaire y más antiguo Congo Belga), afectando también a Sudán, en el centro oriente del África. La epidemia que hoy atemoriza al mundo se ubica en el occidente del continente, lo que demuestra su capacidad de desplazamiento. Aunque no hay unanimidad en las cifras (otra carencia que patentiza la poca atención del problema), se estima que en 1976 al igual que ahora fue grave, con centenares de muertos, y una presencia permanente y silenciosa durante todo este tiempo. Hablamos de 38 años de existencia de la enfermedad derivada del virus.
Durante este periodo, a pesar de esfuerzos individuales por llamar la atención sobre la gravedad del virus, no pasó de considerarse como una de tantas enfermedades focalizadas en territorios de pobreza y guerras interminables. Ahora la evolución de las enfermedades es diferente, gracias a la globalización progresiva del planeta, en la cual, los flujos humanos internos se confunden con los migratorios, no resulta extraño que las dolencias del cuerpo (y no pocas veces del alma) sean las primeras en romper con las barreras fronterizas.
Así como se dice que en la guerra la primera víctima es la verdad, en el caso de las epidemias, el mejor vehículo transmisor es la ignorancia, que es una forma indirecta de la indiferencia de quienes tienen el poder. El Ébola como lo ha mencionado tangencialmente el escritor colombiano Héctor Abad Faciolince en reciente artículo en El Espectador, es una enfermedad no solo natural sino cultural. Es decir, que su atención y tratamiento pasa tanto por los laboratorios científicos, los centros de sanidad, pero también por las escuelas y hogares, para revisar usos y costumbres ancestrales que coadyuvan a la propagación del virus. Es claro que en este caso, la sociedad humana ha fallado en la atención y el control.
Si se compara la reacción internacional con algunos tipos de gripes graves o el virus del SIDA, pareciera que hay diferencias sustanciales con lo que ha venido aconteciendo en el caso del Ébola. Recuerdo lo ocurrido con la epidemia de la gripe A (H1N1), que en su momento se le llamó porcina y se localizó principalmente en América del Norte. En aquella ocasión se realizó una intensa campaña global, para impedir la propagación de la enfermedad, una buena iniciativa que incluso suscitó críticas por el supuesto interés de un laboratorio farmacéutico.
Mientras escribo estas líneas, leo un reporte de la agencia de prensa Reuter, en la cual informa que el fondo internacional creado hace algunas semanas para la lucha contra el Ébola, solo ha recibido un aporte, el de Colombia. Aunque me reconforta saber que mi país en esta situación resulte tan consciente, desconsuela que incluso en medio del miedo, no haya un compromiso contante y sonante de la llamada comunidad internacional sobre este problema, el cual seguirá expandiéndose, pues por más controles migratorios, resulta imposible frenar.
Hasta el momento se habla de impedir la salida del virus de África, en los controles aeroportuarios, migratorios, en instalar filtros de seguridad a viajeros, pero muy poco de la ayuda a los focos de la enfermedad, de enviar medicinas, investigadores y recursos a los países afectados, así como apoyo en materia pedagógica y cultural para evitar la propagación.
Es muy probable que ahora que el virus ha llegado a centros de primer orden, en donde la opinión pública juega un papel importante, se activen todos los protocolos sanitarios, se apoyen las investigaciones científicas y esperemos que en un tiempo relativamente corto, se encuentren vacunas, curas y antídotos. Han tenido que pasar cuatro décadas de indiferencia, para ello.
Ojalá las vidas que se han perdido, las de miles de pacientes así como las de un puñado de valientes voluntarios entre personal médico y misioneros, no sean en vano. Como siempre unos pocos son los que encienden la lámpara, ante la oscuridad general.
Dixon Acosta Medellín
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