La democracia colombiana es un reality de eliminación constante: aquí no se construyen acuerdos, se compite por quién hace caer al otro más rápido. Y si alguien propone una reforma, la pregunta no es si es buena o necesaria, sino quién se beneficia, quién pierde un contrato, o quién queda mal en Twitter. El fracaso de la “consulta popular” de Gustavo Petro no sorprende a nadie: es el último capítulo en nuestra larga tradición de arruinar cualquier posibilidad de consenso.
Este no es un texto para defender a Petro —él solito se ataca y contradice cada semana—, pero sí para decir algo que debería ser obvio: las reformas no son un capricho, son una urgencia. En un país donde el 43% de los trabajadores están en la informalidad, donde uno de cada dos viejos no tiene pensión y donde la salud pública parece organizada por Kafka, seguir discutiendo si necesitamos reformas es como preguntarse si hace falta un techo cuando está lloviendo.
No es la primera vez que nos pasa. En 2016, rechazamos el acuerdo de paz con las FARC porque —según dijeron— “íbamos a volvernos como Venezuela” o “nos iban a quitar la casa para dársela a un guerrillero”. El plebiscito del “no” no solo tumbó un acuerdo de Estado; nos reveló una verdad incómoda: en Colombia no se gana con razones, sino con miedos.
Desde entonces, nuestra democracia se volvió una especie de chat familiar: nadie escucha, todos se ofenden, y cualquier intento de conciliación termina en un insulto pasivo-agresivo. Cuando Iván Duque llegó al poder, lo hizo con la promesa de hacer trizas el acuerdo. Y la verdad sea dicha, no fue en eso que se concentró.
Su miopía fue en 2021, cuando intentó subir impuestos en plena pandemia, el país estalló. Lo demás lo conocemos: represión, muertos, comunicados torpes, y una frase que quedará para la posteridad: “no es el momento para populismos”.
Resulta que sí lo era.
La llegada de Petro al poder no fue una anomalía, fue la consecuencia lógica. Después del desgobierno de Duque y del desprecio sistemático por la desigualdad, lo raro no es que Petro ganara. Lo raro es que alguien más lo creyera imposible. El país que marchó en 2021, que se hartó de promesas vacías, que pidió algo diferente, terminó votando por quien prometía cambiarlo todo.
Y ahora que está en la Casa de Nariño, quiere hacer lo que prometió (aunque no entienda cómo).
La “consulta popular” fue un experimento fallido con un mensaje desesperado: si no dejan gobernar, el descontento volverá.
Y no es que falten recursos. Falta voluntad. El Banco Mundial ha dicho que Colombia es uno de los países más desiguales del hemisferio. En 2023, el coeficiente de Gini fue de 0,52, solo superado por algunos países africanos. Y aún así, hay congresistas que piensan que reformar el sistema pensional es comunismo y que cambiar el modelo de salud es “una dictadura disfrazada”.
Mientras tanto, la gente sigue muriendo en pasillos de hospitales, tenemos miles de viejos sin pensión, y los jóvenes, que soñaron con algo distinto, hoy siguen empacando maletas para irse.
Colombia es un país donde todos quieren tener la razón, pero nadie quiere conversar. La derecha no cede ni cuando se inunda su propio club de golf. La izquierda quiere gobernar como si tuviera mayoría absoluta. Y el centro, bueno… el centro está escribiendo columnas para ver si alguien lo recuerda.
Nos hace falta sentido común. O al menos un poco de humor.
Petro tiene muchos defectos. Pero el mayor defecto de Colombia es pensar que no necesita cambiar. Que la pobreza es culpa de los pobres. Que la salud puede seguir en manos de carteles con corbata. Que las pensiones son una especie de sorteo. Y que los problemas se arreglan solos.
Un estudio del Consensus Building Institute y del Harvard Negotiation Project muestra que las sociedades que no logran construir consensos sostenidos terminan experimentando una profunda erosión institucional y una creciente polarización social. La incapacidad de llegar a acuerdos —ya sea sobre lo básico como el sistema educativo, o lo urgente como el sistema de salud— disminuye la confianza ciudadana, paraliza las políticas públicas y radicaliza los extremos. En su informe “Divided Societies: The Cost of Political Polarization”, se advierte que los países con niveles crónicos de disenso legislativo tienden a sufrir mayor desigualdad, menor crecimiento económico y aumento en los estallidos sociales. Traducido a colombiano: mientras nuestros líderes juegan al eterno desacuerdo, en su burbuja de salarios de 50 millones, el país se deshace por los bordes y se caldean nuevos estallidos.
Y creo que ese es el corazón del problema, la mayoría de congresistas que tenemos, no tienen la mínima voluntad de legislar, pertenecen a intereses privados, pero no siempre de grandes capitales o empresas, no, más de bien de grupos donde se mezcla la corrupción con intereses privados de todo tipo y de orígenes sumamente cuestionables, las campañas electorales que hacen suman cifras que superan completamente lo que devendrán de sus millonarios salarios… ¿Cómo las pagan entonces?¿A quién representan así, a quién pueden representar?.
El fracaso de las reformas no es solo de Petro. Es un fracaso colectivo. Es el reflejo de una sociedad que nunca aprendió a construir. Que se acostumbró a destruir lo que no entiende. Y que se siente cómoda en el caos mientras pueda seguir culpando a otro.
Una sociedad sin consensos es como una orquesta donde todos quieren tocar su solo al mismo tiempo. Un ruido insoportable que no conmueve a nadie. Solo entretiene a los que ya no esperan nada, y aun somos decepcionados.
Y así seguimos: desafinados, tercos… incapaces de ponernos de acuerdo sobre qué país queremos ser.
Diego Aretz
Diego Aretz es un periodista, investigador y documentalista colombiano, máster en reconciliación y estudios de paz de la Universidad de Winchester, ha sido columnista de medios como Revista Semana, Nodal, El Universal y colaborador de El Espectador. Ha trabajado con la Unidad de Búsqueda y con numerosas organizaciones defensoras de DDHH.