Es mediodía de un viernes caliente en Villa de Leyva. El sol quema las piedras de un pueblo de siglos; las casas coloniales han visto el albor de una república incipiente hace doscientos años. Aquí, en estas calles, Antonio Nariño tradujo los Derechos del Hombre, seguramente con libros prestados del virrey. La historia de Nariño…
Es mediodía de un viernes caliente en Villa de Leyva. El sol quema las piedras de un pueblo de siglos; las casas coloniales han visto el albor de una república incipiente hace doscientos años. Aquí, en estas calles, Antonio Nariño tradujo los Derechos del Hombre, seguramente con libros prestados del virrey. La historia de Nariño siempre me ha gustado —nos gusta a los periodistas—: resuena con nuestro oficio. Diríamos que era, de alguna forma, un colega. No muy lejos de la plaza principal, en 1812, se reunió el Congreso de las Provincias Unidas para ensayar un proyecto federalista. Si hace doscientos años la independencia de España hubiera sido solo un anhelo de las élites criollas, no habría prosperado: el sueño de libertad necesitó volverse colectivo, convocar a pueblos, comerciantes, mestizos, soldados. Aquella asamblea terminó disuelta entre guerras y divisiones, pero dejó una enseñanza que sigue vigente: la democracia solo se sostiene cuando se siente como un proyecto de todos.
Hoy, en ese mismo escenario, se celebra el Festival de las Ideas, organizado por Prisa. Un festival que reúne a buena parte de la élite política y económica del país. A la hora del almuerzo, una banda marcial de niños del pueblo acompaña a los invitados bajo el sol, la escena es, a la vez, tierna y curiosa. Villa de Leyva se llena de escoltas y de bandadas de ejército. En medio de una de las charlas, el ruido de un helicóptero corta el aire: es el ministro de Defensa, Pedro Sánchez, que aterriza y llega casi cincuenta minutos tarde, con excusas vagas. Su tardanza resonó en mí como un eco de lo que es casi costumbre en el presidente de la república. Me dio por pensar que en este gobierno el incumplimiento de la agenda se ha vuelto, irónicamente, democrático: ricos o pobres, a todos se les llega tarde por igual.
El festival se desplegó en una serie de paneles que miraron de frente las elecciones de 2026. En el primero, el registrador Hernán Penagos, el contralor Carlos Hernán Rodríguez y el procurador Gregorio Eljach discutieron los retos institucionales para garantizar un proceso electoral confiable. Luego, Catalina Botero y Juanita León cruzaron ideas sobre cómo frenar el matoneo digital y proteger la libertad de expresión en un ecosistema enrarecido. Rafael Rubio, catedrático de la Complutense, ilustró con ejemplos europeos el impacto de la manipulación digital. Más tarde, César Caballero de Cifras y Conceptos y Pablo Lemoine del Centro Nacional de Consultoría debatieron el valor y los límites de las encuestas en un clima de desconfianza. Y, para cerrar la jornada, la defensora del Pueblo Iris Marín y la directora de la MOE Alejandra Barrios compartieron escenario con el propio Sánchez en un panel sobre cómo blindar el voto frente a la violencia.
Entre el público, cinco aspirantes conocidos —todos de centros— seguían con atención: Claudia López, Roy Barreras, Sergio Fajardo, Enrique Peñalosa y Juan Daniel Oviedo. Su sola presencia recordaba que, aunque la conversación se revista de neutralidad académica, la política se cuela en cada gesto, en cada pausa. El déjà-vu es inevitable: los mismos rostros que uno encuentra en encuentros de empresarios y en otros festivales de debate en Cartagena. Podría apostar que la edad promedio oscila entre los cincuenta y los sesenta. Se habla de la Generación Z, pero la generación Z no está; incluso los millennials somos una rareza. Aquí la crítica se impone: en un país trágicamente desigual, un festival como este es un espejo incómodo. ¿Para qué sirven los espejos? Para verse, para arreglarse, para asumir lo que uno es, pero también para enfrentar la imagen que preferiríamos no mirar. Y no es un fenómeno solo colombiano. En Inglaterra, en Estados Unidos, en Alemania, el reproche a la “elitización” de la política y de los círculos intelectuales ha calado hondo y ha debilitado el valor mismo de la democracia. Líderes populistas como Donald Trump, Nigel Farage o la alemana Alice Weidel han hecho de ese ataque a las élites liberales su combustible principal, minando la confianza en las instituciones y presentándose —falsamente— como la voz de unas mayorías traicionadas.
El gran reto de nuestra democracia no es solo preservarla, sino popularizarla. La única manera de ganarle al populismo y a los extremos es profundizando la democracia, haciendo que todas las ciudadanías puedan hacer sentir su voz. En eso, los populistas han sido maestros: representan, falsamente, los intereses de mayorías que a menudo se sienten excluidas.
Durante el festival hablé con una docena de amigos de Villa de Leyva, de orígenes y economías muy distintas, incluso algunos muy pudientes. La mayoría no sabía gran cosa del festival. Allí hay una oportunidad evidente: que esta cita de las élites se abra y dialogue con la Villa que la acoge. Que el espíritu de Nariño —el que se atrevió a traducir los Derechos del Hombre para que todos pudieran leerlos— inspire a los organizadores para que las próximas ediciones no se queden solo en el círculo de poder.
Además, la apuesta de Prisa y de los organizadores trae beneficios claros a la región: cada visitante deja huella en la economía local, en la hotelería, en los restaurantes, en el turismo cultural. Es un posicionamiento magnífico para Villa de Leyva y, sobre todo, una audacia: apostar por un espacio de conversación política de alto nivel en un país tan dividido no es un gesto menor. El propio festival es, en sí mismo, una gran idea: demuestra que la conversación democrática puede ser también una oportunidad de desarrollo.
Hay católicos no practicantes; con la democracia pasa algo parecido. Muchos se llaman demócratas, pero pocos practican la democracia en su vida diaria. Este es un momento para jugársela de verdad: necesitamos demócratas practicantes, que comulguen con los valores esenciales de este sistema: libertad, igualdad y fraternidad. Y la fraternidad —esa palabra a veces olvidada— significa, sobre todo, ponerse en los zapatos del otro.
Son preguntas más personales que políticas. Pero hoy sabemos que lo personal es, quizás, lo más político de todo. Nuestra carta democrática dice que somos iguales. Todos sabemos cuán frágil es esa afirmación.
Un festival de ideas está hecho para provocar pensamiento. A mí me provocó uno, sencillo pero urgente: la necesidad de que haya muchos festivales más —más abiertos, más plurales, más acordes no solo a la sociedad que somos, sino, sobre todo, a esa que deberíamos permitirnos soñar.
Diego Aretz
Diego Aretz es un periodista, investigador y documentalista colombiano, máster en reconciliación y estudios de paz de la Universidad de Winchester, ha sido columnista de medios como Revista Semana, Nodal, El Universal y colaborador de El Espectador. Ha trabajado con la Unidad de Búsqueda y con numerosas organizaciones defensoras de DDHH.
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