Relato de ficción: Siempre que voy a Nueva York trato de visitar el MoMA varias ocasiones. Mi última visita fue durante la semana del clima el año pasado. En ese viaje, me encontraba en el MoMA y, al dirigirme al piso 4, subí al ascensor. Detrás de mí entró un hombre blanco, vestido con un…
Siempre que voy a Nueva York trato de visitar el MoMA varias ocasiones. Mi última visita fue durante la semana del clima el año pasado. En ese viaje, me encontraba en el MoMA y, al dirigirme al piso 4, subí al ascensor. Detrás de mí entró un hombre blanco, vestido con un impecable traje negro y zapatos de cuero vino tinto. No llevaba calcetines. Su elegancia era fría y aguda, su porte evocaba una sofisticación antigua, casi sobrenatural. En su mano derecha brillaba un anillo con la forma de una lagartija verde, resplandeciente como un rubí atrapado en una crisálida de oro.
—¿Vas a la exposición del piso 7?—me preguntó con voz pausada, pero con una modulación casi hipnótica.
Una fuerza irracional, mezcla de curiosidad y temor, me hizo responder afirmativamente, aunque no sabía de qué exposición hablaba. Sin embargo, cuando el ascensor llegó al piso 3, algo en mi interior me obligó a bajar. No sé si fue el miedo o la certeza de que había entrado en un juego cuyas reglas desconocía. Apenas pusieron mis pies en el suelo, sentí que en esos breves segundos compartidos con aquel hombre, se me había comunicado una información oscura y compleja. No sabía cuál era su naturaleza, pero algo en mí había cambiado.
Ese día, el museo exhibía “Signals: How Video Transformed the World”, una muestra que exploraba la relación entre los medios de comunicación y la percepción de la realidad. Pensé en la ironía de aquello. ¿Y si yo también acababa de ser transformado por un mensaje incomprensible, transmitido en la penumbra de un ascensor?
Ya había escuchado de los reptilianos, de su gusto por el arte contemporáneo, el ramen y las esculturas prehispánicas. Se decía que mantenían tertulias secretas, que su influencia se extendía como una red invisible sobre los hilos del poder y la política. Pero hasta ese momento, nunca había coincidido con uno de ellos.
Cuando el ascensor con mi extraño acompañante continuó su ascenso, lo llamé de nuevo, decidido a confirmar lo que había escuchado. Al entrar, observé con sorpresa que el piso 7 no existía. Pensé que quizás uno debía subir al 5 y caminar. Así lo hice. Al llegar, un guardia negro me interceptó. Su mirada era inquisitiva.
—¿A dónde se dirige, señor?
—A la exposición del piso 7—respondí.
—Ese piso no existe—dijo con voz firme, sin sombra de duda.
—¿Está seguro?—pregunté.
—Estoy seguro—repitió.
Su tono terminante me disuadió de seguir indagando. Miré alrededor: solo maquinaria de asistencia para obras, herramientas de trabajo, muros blancos. Caminé un poco, tratando de calmar la inquietud que me carcomía, y me asomé por los ventanales. Los rascacielos resplandecían, imperturbables bajo el cielo gris. Cuando volví la cabeza, distinguí, al final del pasillo, una pequeña puerta entreabierta. La visión me provocó un escalofrío inexplicable. El guardia seguía mirándome con esa mezcla de desconfianza y curiosidad.
El MoMA, rediseñado en los años treinta por Philip Goodwin y Edward Durell Stone, había sufrido múltiples renovaciones. Me pregunté si Stone, con su arquitectura depurada y moderna, había estado al tanto de los verdaderos visitantes del museo. Se rumoreaba que su obsesión con la simetría perfecta escondía un código críptico dirigido a seres ajenos a la humanidad. ¿Habría sido él un aliado de los reptilianos, o simplemente un peón en su tablero?
Le agradecí al guardia y descendí, tratando de reanudar mi jornada en la historia moderna del museo. Pasé horas recorriendo los distintos pisos, observando con detenimiento las obras de artistas como Mark Rothko, con sus cuadros casi místicos, los lienzos distorsionados de Francis Bacon parecían jugar con mi imaginación, y las esculturas geométricas de Donald Judd, cuya simetría me recordó las formas imposibles del arquitecto Stone. Observé un lienzo de Jackson Pollock e imaginé el caos controlado de sus líneas como un mensaje cifrado, oculto para nosotros. Me detuve ante un cuadro de Giorgio de Chirico, con sus sombras alargadas y atmósfera onírica, preguntándome si la sensación de realidad alterada que me invadía tenía algo que ver con su estilo metafísico. En ese momento pensé algo imposible, y era que quizás detrás de esa selección de obras y artistas, había mensajes para otra especie, que de alguna manera nos era posible verlos solo para divertimento de algunos lagartos poderosos, quizás en el piso 7, o en otros pisos. Con esa sensación de mascota terminé mi recorrido.
Bajé finalmente a la tienda del museo, más por costumbre que por intención de comprar algo. Me detuve frente a los libros de arte, hojeando páginas de catálogos. Todo en la tienda me parecía fascinante, pero también ridículamente caro en comparación con los precios de Bogotá. Salí sin comprar nada, sintiéndome levemente insatisfecho, como si estuviera perdiéndome algo esencial.
Esa noche asistiría a un evento en el que nuestra embajadora arhuaca en Naciones Unidas daría una conferencia. Era un día lluvioso y gris. Antes de irme, decidí tomar un café y un sándwich en el piso 3. Me senté junto a una ventana, contemplando la ciudad con la mente inquieta. Fue entonces cuando lo vi por última vez.
Allí estaba él, el reptiliano. Salía del museo con su impecable traje negro, un paraguas perfectamente alineado con el cálculo geométrico de su elegancia. Pero ahora noté un detalle nuevo en su vestimenta: los botones de su chaqueta no eran redondos, sino alargados, como pequeñas escamas doradas. Su corbata, aunque a simple vista parecía de seda, tenía una textura apenas perceptible, similar a la piel de una serpiente bajo una luz oblicua. Un sedán negro lo esperaba en la entrada. Antes de subir al asiento trasero, se detuvo y giró la cabeza hacia mi ventana, como si pudiera verme a través del vidrio y la distancia.
“Es imposible que me vea”, me dije. Pero en el fondo sabía que no había imposibles en el mundo que acababa de rozar.
Y, sin embargo, mientras subía al coche, alcancé a distinguir una leve sonrisa en su rostro. No era burlona ni amenazante. Parecía la sonrisa de alguien que, pese a toda su naturaleza insondable, conservaba algo de simpatía por los mortales con los que compartía este mundo.
Esa noche, al volver al apartamento que me había prestado un amigo, un sofisticado y vacío apartamento en Soho, me quedé en la tina, en agua caliente un muy buen rato, no dejé de pensar en el reptiliano. Me pregunté qué habría pasado con él, y que hubiera sucedido si no me hubiera bajado del ascensor. ¿Habría visto realmente el piso 7? ¿Qué clase de exposición tenía lugar allí? ¿Habría entendido, finalmente, el mensaje que me había sido transmitido sin palabras? Me acosté con esas preguntas en la cabeza, sabiendo que no tendrían respuesta, pero que seguirían rondándome por mucho tiempo.
Diego Aretz
Diego Aretz es un periodista, investigador y documentalista colombiano, máster en reconciliación y estudios de paz de la Universidad de Winchester, ha sido columnista de medios como Revista Semana, Nodal, El Universal y colaborador de El Espectador. Ha trabajado con la Unidad de Búsqueda y con numerosas organizaciones defensoras de DDHH.
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