Hace unos años, Paulo Laserna tenía un programa divertidísimo en la televisión colombiana. Ciudadanos de todas las procedencias acudían a probar suerte, a ganarse una plata respondiendo preguntas de cultura general. El programa se llamaba ¿Quién quiere ser millonario? y me encantaba porque, en medio de un país donde lo que usualmente se premiaba —y aún se premia— era tener apellido o pertenecer a una rosca, allí, por lo menos, se premiaba el conocimiento. Era uno de los pocos espacios en que la televisión enseñaba algo.

Revisando recientemente la lista de más de setenta precandidatos presidenciales que hoy pululan en nuestra vida pública, pensé inevitablemente en ese programa. Nuestra democracia parece haberse contagiado de la misma lógica: cualquiera puede jugar, cualquiera puede levantar la mano y decir “yo quiero ser presidente”.

Muchos coinciden en que este fenómeno tiene que ver con la era Duque y con la era Petro. Después de ver a Iván Duque y su estelar aterrizaje en la presidencia, algo nos quedó claro: cualquiera puede ser presidente. Pero también, después de ver a Gustavo Petro y sus diez millones de errores, podemos concluir lo contrario: quizás cualquiera debería ser presidente.

A primera vista, esta multiplicación de candidaturas parece un enriquecimiento de la diversidad democrática. Pero debajo de esa apariencia algo no cuadra. Buena parte de esas voces que hoy presumen estatura presidencial no buscan gobernar, sino abrir camino, servir de peldaño a otro, asegurarse un lugar en el verdadero tablero de poder, aún difuso. Muchos terminan confirmando el viejo dicho: “la ambición suele romper el saco”. En el intento, banalizan sus trayectorias, nos revelan en qué valor se tienen a sí mismos y muestran la bajeza de una ambición política sin verdadero ideal.
Es la política del ego y del espectáculo. Cada aspirante parece un comediante en busca de aplausos, disfrazando de diversidad lo que en realidad es un rostro burdo de lo mismo. No sobra decir que entre los pre candidatos si hay personas con experiencia de Estado y estatura presidencial. Pero hoy hay más candidatos que propuestas, más slogans que proyectos. Y lo sabemos: para gobernar, para pensar y sentir un país, se necesita más que ambición y ego. Se necesita honestidad, seriedad, respeto por los ciudadanos, por el erario, por los votantes y, sobre todo, por uno mismo.

Lo más preocupante es que esta inflación de candidaturas erosiona el sentido mismo de la democracia. En vez de fortalecer el debate público, lo trivializa. La política se vuelve un escenario de vanidades, donde los egos ocupan el lugar que debería ocupar la visión de país. Al final, los ciudadanos terminamos siendo espectadores de una comedia de enredos que se repite cada cuatro años, con nuevos actores, pero con el mismo libreto.

Estoy convencido de que los verdaderos jugadores aún no están sobre el tablero. Hay presidenciables de verdad que observan el show desde las sombras, calculando el momento. Y quizá haya una lección más profunda: en ¿Quién quiere ser millonario?, los verdaderos jugadores no eran quienes se sentaban a responder preguntas y ni siquiera el presentador que conducía el espectáculo. Los verdaderos jugadores son casi siempre, los que siempre ganan, sin importar quién pierda.

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