Hablar de la Navidad sin repetir fórmulas es difícil, no porque falten ideas, sino porque se trata de una celebración que toca capas profundas de la experiencia. Durante mucho tiempo se nos enseñó a desconfiar de lo que sentimos, como si pensar fuera un ejercicio superior y la emoción un desliz. Tal vez por eso nos cuesta leer la Navidad como lo que también es: una forma de conocimiento.

La Navidad colombiana, mestiza desde su origen, no se impone ni se explica del todo. Se deja habitar. No llegó como una tradición cerrada, sino como una suma de gestos, de ritos que se encontraron y se transformaron. Trajo un calendario, pero aquí encontró otros tiempos; trajo una solemnidad, pero el cuerpo la volvió canto, comida, reunión. Así se fue quedando.

Siempre me ha intrigado su tono contenido, esa nostalgia que no paraliza y esa felicidad sencilla que no necesita proclamarse. Nuestras fiestas no celebran el triunfo, celebran la continuidad. No buscan deslumbrar, quizás acompañar. En eso la Navidad ha sido una forma silenciosa de resistencia.

Los barrios fueron el escenario donde todo eso tomó forma. Muchos de ellos nacieron de planeaciones precarias, de urbanismos improvisados que terminaron construyendo buena parte de nuestra historia urbana. Allí la gente se llevó a la ciudad sus pueblos completos: las maneras de hablar, de cocinar, de reunirse. Los bombillos se cableaban de casa a casa, no por estética sino por acuerdo, y la calle funcionaba como extensión de la vida doméstica.

Pero ese pueblo trasladado fue desapareciendo lentamente. Primero de los barrios, luego de la misma gente. Entre la abundancia prometida y la acumulación real, el vínculo se fue erosionando. Nunca habíamos tenido tanto y nunca habíamos estado tan solos, qué ironía. Nuestra música está llena de ese desarraigo: canciones que repiten, casi como una constatación, que “ya no vive nadie en ella”, o joyas como Los cien años de Macondo de Los Hispanos, donde el pueblo ya es memoria y relato, no experiencia cotidiana.

Tal vez renunciamos al pueblo porque nunca logramos identificarnos del todo con nosotros mismos. Siempre aspirando a otra cosa, a otro lugar, a otra forma de vida. La televisión terminó de completar ese desplazamiento: llenó el imaginario con una Navidad anglosajona, nevada, ordenada, profundamente distante de estos trópicos, y sin embargo hoy casi familiar. Esa contradicción punza a más de uno. Extrañamos el pueblo y el vínculo, pero durante mucho tiempo fue exactamente eso lo que quisimos dejar atrás.

El país cambió. Las familias se hicieron pequeñas, la natalidad descendió, el campo se vació y las ciudades crecieron hacia arriba y hacia adentro. La riqueza se concentró, el espacio se cerró y la vida se volvió más rápida y más solitaria. Habitamos lugares cada vez más densos, pero con menos relato compartido.
Aun así, algo persiste. La música vuelve cada diciembre como una memoria que no exige explicaciones. Los discos Fuentes reaparecen no por inercia, sino porque conservan una manera de estar juntos que todavía reconocemos. No prometen soluciones, pero sostienen un hilo.

Por eso la Navidad, que no confronta ni divide, puede ser una ocasión para preguntarnos con calma qué necesitamos nosotros y qué necesita el país. No respuestas grandiosas. Necesitamos diálogo para volver a hablarnos sin estridencia. Afecto para reconocernos sin temor. Solidaridad para sostenernos sin cálculo.
Escribo todo el año. Opino, discuto, tomo partido. La Navidad introduce otra lógica: la de darse. Darse tiempo, darse presencia, darse a los otros. Elegir con cuidado dónde estamos, cómo estamos y con quién estamos. No como mandato moral, sino como forma de cuidado.

¿Y por qué te casaste, Adonay? Tal vez porque casarse es aceptar la mezcla, la imperfección, la duración. Porque es insistir en el tejido aun cuando el hilo se enreda. Porque es creer que vale la pena sostener lo común, incluso cuando parece frágil.

Si esta Navidad no pelea con nadie, que nos encuentre haciendo lo mismo que la hizo posible desde el comienzo: juntarnos. Aunque sea desde una calle cualquiera, una mesa sencilla, o mejor aún, una canción vieja que todavía nos sepa juntar.

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