El asesinato reciente de Charlie Kirk en Utah y el asesinato previo de Miguel Uribe Turbay en Bogotá no son meros episodios aislados de violencia política: son señales de alerta de una matriz compleja en la que el populismo, la polarización, el odio y la deslegitimación del otro se entrelazan, y donde lo democrático parece deshilacharse. Pero, al mismo tiempo, la historia nos demuestra que sí es posible derrotar al populismo, inclusive sus expresiones más extremas. La democracia puede florecer, si hay compromiso ciudadano y liderazgos audaces.

La pregunta, que parece tan de estos días, es en realidad antigua. Cada generación cree asistir a una crisis inédita y, sin embargo, la historia es pródiga en demostraciones de que los extremos, por ruidosos que sean, pueden ser contenidos. Europa conoció en el siglo XX a Hitler y Mussolini; el mundo conoció a Stalin, a Franco, a Pinochet, a la Junta Militar en Argentina. Todos, a su manera, encarnaron promesas de salvación que terminaron en devastación. Y, aun así, las democracias sobrevivieron. No sin dolor, ni sin costos incalculables, pero sobrevivieron.

Hannah Arendt mostró en Los orígenes del totalitarismo que los regímenes totalitarios se nutren de crisis profundas, del resentimiento y de la desconfianza en las instituciones; sin embargo, también describió cómo, tras el horror, sociedades enteras lograron reconstruir espacios de pluralidad y de libertad.

Esa experiencia demuestra que el populismo, entendido como la manipulación del malestar social para concentrar poder y erosionar las instituciones, no es un destino inevitable. La salida democrática, cuando parece imposible, requiere paciencia y valentía, dos virtudes que a menudo escasean en la política de la inmediatez.

Hoy, la pluralidad de los centros políticos —esa franja amplia donde conviven visiones diversas pero unidas por la defensa de las reglas de juego— es más necesaria que nunca. Es allí donde se decide si la democracia se renueva o se marchita. El centro no es tibieza: es la apuesta por el disenso civilizado, por los contrapesos, por la legitimidad del opositor. Es la certeza de que nadie posee la verdad absoluta y de que las sociedades solo progresan cuando aceptan la crítica y el debate.

Por eso este es un momento de definiciones. Es hora de apoyar, con determinación, a los candidatos que encarnen la defensa de la democracia y de los contrapesos, de la legitimidad del adversario y de la salida pacífica a los conflictos. No se trata de uniformidad, sino de un pacto mínimo: que nadie, por más votos que obtenga, pueda pisotear las reglas comunes. Todo lo opuesto —la indiferencia, la tentación de aplaudir al caudillo de turno— lo pagaremos con creces.

En el fondo, la historia no deja de ser un juego de espejos. Las democracias caen y se levantan, y en cada ciclo parecen repetir su propia fábula: el hechizo de los caudillos, la sed de certezas, el sacrificio de las libertades en nombre de un futuro que siempre promete redención. Pero si algo nos han enseñado los naufragios del siglo XX es que la democracia no es un accidente feliz ni un destino irreversible, sino una forma de voluntad compartida.

Hoy, cuando los populismos se disfrazan con la elocuencia de los tiempos y los extremos vuelven a cortejar a las multitudes, nos corresponde elegir —con la calma y la audacia de quienes saben que todo puede perderse— a quién entregamos el micrófono y la esperanza. Porque, en el mundo que tenemos, defender la democracia sigue siendo nuestra mejor opción.

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