La llamada “descertificación” de Colombia por parte del gobierno de Donald Trump es, en realidad, una descertificación personal de Gustavo Petro. No es un simple tecnicismo de la diplomacia antidrogas: es un gesto deliberado, casi un regalo envenenado de presidente a presidente. El mensaje es claro: la hegemonía de la política estadounidense sobre Colombia sigue siendo tan vasta que, ante un manotazo de Washington, el consenso de la clase política bogotana fue—en una coreografía casi automática—bajar la cabeza, pedir algo que suena a disculpa y dejar entrever una vergüenza con destino Washington.
En el otro extremo, desde sectores de izquierda y progresistas, reapareció la consigna recalcitrante: el fracaso de la prohibición en el Norte es lo que alimenta la demanda insaciable y, en consecuencia, mantiene la producción aquí de manera desaforada. En cierto modo, ambos bandos tienen parte de razón, pero el dilema se resuelve si se mira con menos miopía: el narcotráfico es un problema compartido. Es político, social, económico. Y, como recuerdan muchas familias indígenas, también es espiritual: un desencuentro profundo con la planta misma, con el modo en que la sociedad la maltrata y la convierte en mercancía maldita.
Pero el fracaso más alarmante no es el del narcotráfico. Es el de nuestra política exterior. Petro acierta cuando denuncia las hipocresías de la guerra contra las drogas; muchas de sus observaciones sobre la doble moral estadounidense son ciertas. Pero un presidente no gobierna para tener razón: gobierna para cuidar el interés nacional. Y cuidar ese interés implica algo más complejo que un combate en Twitter con el presidente de la potencia más poderosa del mundo.
Colombia, como cualquier país que se pretenda serio, debe reconocer que el planeta es un tablero multipolar, que exige astucia para moverse entre compromisos históricos y nuevas alianzas. Las relaciones, ya sea con el Perú o con Estados Unidos, se cuidan con inteligencia estratégica, no con desplantes que sitúan al país en riesgos innecesarios.
Por eso resultan oportunas las palabras del Consejo de Relaciones Internacionales (CORI), el tipo de institución que hay que escuchar en momentos así: “El gobierno nacional debe presentar a la brevedad hojas de ruta en política exterior y en la lucha contra las drogas, construidas con los Estados Unidos, Europa y la región, para ser más efectivos en la erradicación, interdicción y cooperación judicial. Colombia hace el mayor sacrificio en vidas, paz política y gasto público.” No se trata de una rendición, sino de entender que el interés nacional pasa por una estrategia clara, compartida y pragmática.
Petro está descertificado. No porque un documento en Washington lo haya sellado, sino porque él mismo se ha situado en la línea de fuego de un modo que desborda su papel. Ya no es el guerrillero en el monte ni el senador de izquierda beligerante que podía darse el lujo de la confrontación retórica. Es el presidente de Colombia. Y esa diferencia no es semántica: es la frontera entre la audacia y la imprudencia.
Diego Aretz
Diego Aretz es un periodista, investigador y documentalista colombiano, máster en reconciliación y estudios de paz de la Universidad de Winchester, ha sido columnista de medios como Revista Semana, Nodal, El Universal y colaborador de El Espectador. Ha trabajado con la Unidad de Búsqueda y con numerosas organizaciones defensoras de DDHH.