Hace unos días, en medio de un viaje académico al Reino Unido, recibí una invitación a participar en una conversación singular sobre la hoja de coca. El evento, organizado por Futuro Coca y la Embajada de Colombia en el Reino Unido, buscaba abrir un espacio de diálogo entre culturas, disciplinas y geografías alrededor de una planta que ha sido, a la vez, sagrada y estigmatizada, origen de conocimiento y de conflicto.

La primera jornada se celebró en la residencia de la Embajada, en Belgravia, un barrio de Londres donde la diplomacia habita entre el mármol, los jardines y el silencio. Allí, mientras el otoño se filtraba por las ventanas y las conversaciones se mezclaban con viche y una muestra gastronómica de Colombia, se habló de la coca con una mezcla de respeto, urgencia y paradoja.

Era imposible ignorar el contraste: mientras en Londres se reunían académicos, activistas y diplomáticos a pensar nuevas políticas sobre la hoja, en el Caribe y el Pacífico colombianos se bombardeaban lanchas presuntamente cargadas de cocaína. En un extremo del mundo, la reflexión; en el otro, la guerra. Tal vez esa distancia, tan dolorosa como simbólica, revela la verdadera dimensión del problema.

Dije esa noche, en la Embajada, que “dos siglos después de que los voluntarios británicos lucharan por la independencia de Colombia, nuestros países vuelven a encontrarse no en un campo de batalla, sino en un espacio de reflexión compartida.”

Recordé que “la coca fue una planta sagrada miles de años antes de ser prohibida”, y que el error comenzó cuando “su alcaloide fue aislado en un laboratorio alemán, sin pedir permiso a las familias indígenas que la conocían y respetaban.”

Ese gesto científico, celebrado en su momento como un avance, fue también uno de los episodios más silenciosos y cruentos de biopiratería de la era moderna. Los europeos destilaron el alcaloide sin comprender su sentido espiritual, y así transformaron una planta de equilibrio en una sustancia de consumo.

La coca fue descubierta por los pueblos indígenas de América; la cocaína fue una invención de las élites coloniales. Y, paradójicamente, son esas mismas élites —o sus herederos— quienes hoy sostienen el mayor consumo.

Durante esas jornadas participaron también voces profundamente diversas. Anthony Henman, antropólogo británico y autor del libro Mama Coca, evocó las décadas en que la antropología intentó tender puentes entre el conocimiento científico y el indígena. Ati Villafaña, lideresa arhuaca de la Sierra Nevada, llevó la palabra ancestral: la coca como conversación con la naturaleza, no como producto. Clemmie James, activista por la justicia ambiental, habló de las cadenas globales de daño ecológico que se ocultan tras la guerra contra las drogas. Y Jenna-Rose Astwood, investigadora maorí de Nueva Zelanda, recordó cómo los pueblos originarios del Pacífico también fueron despojados de sus saberes bajo el mismo lenguaje del progreso.

Esa primera noche tuvo algo de ceremonia y de reconciliación. No se trataba solo de corregir errores, sino de “mirar a la coca de nuevo”, sin la sombra del prejuicio. En el centro de la sala, lo invisible: una hoja que ha cargado con el peso de la historia.

Al día siguiente, la conversación se trasladó a otro escenario: el Khalili Lecture Theatre de la SOAS, University of London, bajo el título “Coca Talks”. El salón estaba lleno, con académicos, diplomáticos, estudiantes y curiosos que se acercaban, algunos por primera vez, a un tema que en el norte suele ser percibido solo a través de titulares o estereotipos.
El panel reunió una constelación de voces: Diego Lugo-Vivas, campesino y activista del Cauca, fundador de la Coalición para la Defensa de la Hoja de CocaSteve Rolles, analista británico del Transform Drug Policy Foundation, una de las organizaciones que ha marcado la discusión global sobre regulación; la Dra. Jenny Pearce, politóloga y antropóloga británica con décadas de trabajo sobre paz y conflicto en América Latina; y yo mismo, periodista y documentalista colombiano.

Cada uno, desde su propia experiencia, ofreció una pieza del rompecabezas. Lugo-Vivas habló desde la tierra, desde la resistencia cotidiana de los campesinos. Rolles desde las estructuras de política pública y la evidencia: cómo los sistemas de prohibición no han reducido el daño, sino que lo han desplazado. Pearce desde la mirada académica, con una reflexión lúcida sobre la necesidad de incluir el conocimiento local en los procesos de paz.
El diálogo, aunque diverso, compartía una certeza: más del setenta por ciento del valor económico de la cocaína no se queda en los países productores, sino que circula en los sistemas financieros de los países consumidores.
Mientras el sur carga con las muertes, el norte acumula las ganancias.

Hablar de coca en Londres es, también, hablar de imperios. En el siglo XIX, cuando los químicos alemanes aislaron el alcaloide, Europa se encontraba en plena expansión colonial. La ciencia era un instrumento de dominio y la curiosidad un acto de apropiación. Nadie pidió permiso a los pueblos que habían descubierto la planta, ni se reconoció su conocimiento ancestral. El mercado global que se abriría después —desde los tónicos victorianos hasta la cocaína farmacéutica— fue el espejo químico del colonialismo: una economía construida sobre la extracción, la desigualdad y la negación.

Dos siglos después, la historia no ha cambiado tanto. La desigualdad y el maltrato hacia las comunidades y los países productores siguen vigentes. Las lógicas del poder global continúan trazando el destino de una planta que, en su origen, representaba equilibrio y respeto. Por eso esta conversación en Londres era más que simbólica: era un intento por reparar, al menos en parte, una fractura histórica.

A lo largo de los dos días, Futuro Coca demostró el valor de su trabajo: una articulación precisa entre arte, diplomacia, ciencia y memoria. Su propuesta no consiste en romantizar la hoja ni en idealizar el pasado, sino en crear un lenguaje común donde las políticas de drogas puedan pensarse con rigor y sensibilidad.
En su planteamiento, la hoja de coca no es un delito ni un fetiche: es una oportunidad para reimaginar la relación entre humanidad y naturaleza, entre norte y sur, entre memoria y futuro.

En los debates también surgió la comparación inevitable con la marihuana, cuyo tránsito en algunos estados de Estados Unidos y en Canadá desde la prohibición hacia la regulación ha abierto un precedente importante. Sin embargo, una pregunta flotaba en el aire: ¿qué ocurriría si la legalización de la coca —o de sus derivados— terminara beneficiando de nuevo a las grandes industrias del norte, mientras las comunidades productoras permanecen excluidas? Legalizar sin justicia sería, simplemente, una forma moderna de repetición.

Pero si algo quedó claro en ambas jornadas es que el problema de la coca es polimorfo, cambiante, y no puede enfrentarse con una sola fórmula. En Colombia, los últimos treinta años han estado marcados por una sucesión de políticas públicas que, aunque bien intencionadas, han oscilado entre la erradicación forzada, la sustitución voluntaria, la militarización y los intentos de desarrollo alternativo. Ninguna ha sido suficiente por sí sola.
Sin embargo, en ese largo trayecto se han acumulado aprendizajes. En Arauca, por ejemplo, los procesos de sustitución y diálogo comunitario lograron que cientos de familias encontraran medios de vida legales, siempre que el Estado mantuviera su presencia y los acuerdos fueran respetados. En la Sierra Nevada de Santa Marta, los pueblos arhuacos, koguis y wiwas han demostrado que la convivencia entre la hoja sagrada y las economías legales es posible, siempre que se reconozca su significado cultural.
No se trata de desechar las experiencias pasadas, sino de construir sobre ellas —sobre los aciertos y también sobre los errores—, reconociendo que cada región, cada cultura y cada territorio necesita su propio ritmo.

Tal vez el mayor fracaso de las políticas antidrogas ha sido la uniformidad: la idea de que un solo modelo podía aplicarse en toda América Latina, sin entender los matices locales. La coca no crece igual en Putumayo que en Catatumbo, ni las comunidades tienen las mismas historias ni los mismos sueños. Cualquier reforma futura deberá ser concertada entre países productores y consumidores, sí, pero también con las comunidades que han vivido el peso del conflicto y la estigmatización. Solo entonces podrá hablarse de una política de drogas verdaderamente humana.

Cuando la jornada en SOAS llegó a su fin, el cielo londinense había oscurecido. La conversación dejaba una sensación de inicio. Nadie tenía respuestas definitivas, pero todos compartían una intuición: que la historia de la coca no puede seguir escrita por quienes no la siembran, no la tocan, no la conocen.
Dije al cerrar mi intervención: “Hacer la paz con la naturaleza también significa hacer la paz con la coca.” Y quizás, en ese gesto, esté la clave de lo que viene. Porque la paz, en este caso, no es solo el fin de una guerra: es el comienzo de una conversación honesta entre quienes producen y quienes consumen, entre los que viven del territorio y los que viven de sus consecuencias.

Como hace dos siglos, cuando británicos y colombianos compartieron la lucha por la independencia, hoy vuelve a ser necesario imaginar una nueva forma de cooperación: no la que se impone con armas, bombardeos o tratados, sino la que nace del respeto, del conocimiento y de la memoria compartida.

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